No importa el modo de retratarla a
lo largo de los tiempos. Sea cual fuere la aproximación, siempre acabaron aunándose
apreciaciones objetivas con otras más íntimas y personales y, por ende,
subjetivas. No es fácil, en un sentido científico, decidir qué es belleza y qué
no lo es. Muchas son las dificultades planteadas y el ser humano ha abordado la
cuestión, a lo largo de los siglos, de muchas maneras. En la antigüedad clásica
la consideraban como una cualidad de las cosas.
Para los antiguos griegos,
nuestros antepasados intelectuales, las cosas bellas lo eran por estar
absorbidas de armonía. Fue el análisis de esta armonía la que introdujo los
actuales cánones de belleza, muchos derivados de la “razón aúrea”, una
proporción entre las partes de las cosas, que aparece en disciplinas tan dispares
como la anatomía, la botánica o la arquitectura. Siglos
más tarde, el cristianismo adoptó la belleza como una manifestación de Dios. Algo
considerado bello representaba una creación divina. La belleza material era
externa, física o sensible. Una cualidad que, como bien todos sabemos, se
marchita con el tiempo. Sin embargo, la belleza espiritual se consideraba imperecedera
y asociada a cualidades como la bondad, el amor y la simpatía.
En la cultura griega la
belleza tenía un ámbito diferente más amplio, que abarcaba disciplinas como la
ética y las matemáticas. Y la ciencia.