jueves, 17 de mayo de 2007

La honda pena del corazón que llora

Dicen que es el amor la sensación más intensa del ser humano. La que mejor nos conduce a la felicidad. En la que nos sentimos más apaciblemente satisfechos. La sensación por la que entregamos una vida a cambio de nada. Dicen que es el amor la sensación más bonita para mantener pulsante nuestro corazón.
Debió ser hace mucho tiempo, yo no lo sé, porque siempre hemos asociado el amor y los sentimientos al corazón, y no a la mente, ni siquiera al espíritu, sea éste lo que fuere. Cuando el corazón late armonioso, arrobado por esa sensación de dicha y felicidad, la vida nos parece inmejorable. Cuando perdemos uno solo de sus compases, los ojos se llenan de lágrimas y la tristeza y el abatimiento se apodera de nosotros. Las lágrimas enjugan los ojos para impedirnos ver la realidad. Quizá ocurra así para permitirnos reflexionar más introspectivamente sobre nuestra desdicha, nuestro propio ser, o siquiera lo que hemos venido a hacer a este mundo. La primera lágrima es capaz de silenciar el ruido poderoso de la política, los ecos de sociedad y las tribulaciones deportivas. La segunda lágrima acalla el sonido de nuestros problemas, enfermedades y miedos. Porque mientras la tercera de las lágrimas va cayendo, el cielo ya ha adquirido un gris profundo que impide a cualquiera de los rayos de sol alcanzar la piel que lastimosamente implora.
Muestran las estadísticas, esos números sin corazón, pero con mucha lógica y análisis, que es en primavera cuando más nos afligen los problemas amorosos. Y cuando nos deprimimos más. Los seres humanos, durante la época vernal, somos rutinaria y acostumbradamente incapaces de desasirnos del abrazo frío y mortecino de la tristeza. El mundo, en el que hemos vivido siempre, el mismo que otrora nos deparase alegrías y vivencias, de repente es un territorio inhóspito, desasosegador, desvalorado y yermo. Algunas incluso se quitan la vida. La evolución nos ha enseñado a disociar las funciones básicas del cuerpo de nuestro razonamiento y consciencia. Cuando nos asola la pena, no queremos sino un espacio, un lugar, un pedazo de tierra donde, tumbados sobre ella, llorar amargamente. (Así lloraba El Principito, léanlo).  
La pérdida del ser querido, la ausencia o desinterés de un amigo, la ruptura del amante… Sensaciones todas de vacío y desilusión. Tiene el corazón numerosas esquinas en las que sufrir. Pero en todas y cada una de ellas existe la posibilidad de volver a encontrar la luz, y ser felices de nuevo, y crecer por haber superado la tristeza. O al menos es éste un principio en el que deberíamos creer, aun sin justificación objetiva. Porque la honda pena del corazón que llora, sólo en la intimidad del propio silencio puede encontrar alivio.