viernes, 29 de junio de 2007

Desde la Peña de Aldabe

Arabia Saudita es un país desconocido para el público en general. Estuve viviendo un par de años en él, tratando de encontrar petróleo en su subsuelo. Algunos pensarán que el oro negro es eterno en el país sagrado de Alá. Y no les falta razón. Pero de ese tema hablaré en algún otro momento. Lo que también abunda, y mucho más, es una total discriminación hacia la mujer. Por cierto, la figura de la mujer en su sociedad no es muy lejana del rol femenino defendido en España hasta no hace demasiados años. También es cierto que me encontré con hombres que reclamaban, sin armar mucho bullicio, el fin de esta segregación sexual.

El libro del Corán es tremendamente ilustrativo. Eva no tienta a Adán a comer de la fruta prohibida: son ambos quienes, conjuntamente, eligen el pecado. No hay un relato de creación de la mujer a partir de una costilla del varón. Ambos son creados de la tierra sin subordinación ni dependencia el uno del otro. Y aún más. Fue Mahoma quien estableció una reforma que otorgaba derechos a la mujer, en una época tan ciega y violenta que incluso llegaba a despreciar la vida de las recién nacidas. Por desgracia, interpretaciones patriarcales del libro sagrado del Islam han malversado tan proverbial reflexión, nacida en pleno siglo VII. De poder vindicar el Corán como un importante instrumento en favor de la liberación de la mujer, hemos pasado a un dictado sobre la superioridad del varón. En mi paso por el país del oro negro, advertí que las fronteras de Rub Al-Khali separaban valores tan enfrentados como contrapuestos. El humano avance del mundo exterior respecto a la disposición divina. El absurdo de una obsoleta interpretación de un texto fundamental en la historia de la humanidad.

No podré dejar de pensar en todo lo anterior cuando, este sábado, acuda a Irún. Para los que somos de fuera, como a veces me dicen, la controversia de los desfiles de San Marcial sólo muestra división. Por qué reemplazar los sonidos de una tradición popular, que simboliza unión, por un debate que pertenece a otro contexto.

Irún cuenta con una trascendente historia en Euskadi. Esa polémica sobre la presencia o no de mujeres en los desfiles, ha de resolverse. Me pregunto si es tan complicado alcanzar un consenso que satisfaga a ambas partes. Parece un mal endémico éste, el de encontrar polémicas y conflictos dondequiera que miremos. Una sociedad madura ha de ser capaz tanto de priorizar el disfrute de su folklore popular, como de resolver los temas importantes, que en absoluto se dirimen en las calles, al paso de un desfile con infantes y txilibitos. De aquellos combatientes, todos, hombres y mujeres, tomaron parte en la batalla. Y en los aplausos, se halla el reconocimiento a esas gentes, sin importar sexo o edad o condición.

viernes, 15 de junio de 2007

La isla perdida en el tiempo

Imagine que, a causa de un naufragio, un superviviente llega a las costas de una pequeña isla del Océano Índico. En ella, los árboles crecen hasta el borde del mar. Las aguas son poco profundas. La costa está  rodeada de maravillosos arrecifes de coral, color turquesa intenso. La arena es fina y deliciosa. Los sonidos de la naturaleza son tan proverbiales como olvidados. La isla es pequeña, contiene frescas lagunas azules, apenas hay desniveles acusados de su horizonte.
A pesar del idílico entorno, no está desaparecida de las cartas marinas. Se encuentra en el archipiélago de las Islas Andamán, donde subsisten algunos de los seres humanos más enigmáticos del planeta. Son tribus nómadas, con una estructura social del tipo cazador-recolector. Permanecen hoy en día prácticamente aisladas, igual que hace miles de años. Son de estatura baja, piel muy oscura y pelo característico. Según algunos estudios genéticos recientes, parece que posiblemente sean poblaciones relictas de los primeros colonizadores del sudeste asiático que se asentaron en esas islas hace más de cincuenta mil años.
La isla paradisíaca con que abrimos esta columna está poblada por los Sentinelese. Se desconoce absolutamente todo de ellos. Incluso cómo se autodenominan. Todo son conjeturas. Las autoridades de la India, país al que ellos ignoran que pertenecen, les bautizaron de acuerdo al nombre dado a la isla, Sentinel. El Centinela. Lo más sorprende para el náufrago que arriba a sus costas no es que sus habitantes vivan congelados en un pasado paleolítico. Sino que se niegan a mantener cualquier contacto con extranjeros. Violentamente incluso. Días después del tsunami de 2004, que arrasó la isla, un miembro de la tribu, desnudo en la playa, hacía señas a un helicóptero de la guarda costera que buscaba sobrevivientes. A continuación tomó su arco y disparó una flecha al helicóptero. Llevan un milenio enviando la misma señal: que los dejen en paz.
Es de temer que a nuestro náufrago le deparase un infortunado destino. Pero supongamos que no, que le es permitido integrarse y vivir el resto de su existencia en Sentinel. Si tal cosa sucediese, los miembros de la tribu le enseñarían los signos de la naturaleza, sus sonidos y olores para sobrevivir. Aprendería a ventear el aire. Y a evaluar la profundidad del mar con el sonido de los remos. Desarrollaría un sexto sentido que nuestra vida occidental tiempo hace que olvidó. Aprendería incluso a crear el fuego frotando piedras, y a pescar y cazar con arcos y flechas. Se construiría una cabaña con hojas y pajas. Olvidaría que existe la televisión o la radio o el cine. Y por supuesto, desconocería que estoy refiriéndome a él desde esta columna que publico todos los jueves. 

viernes, 8 de junio de 2007

Sales del Himalaya

Me venía apeteciendo, desde hace ya unos cuantos días, hablar esta semana de un asunto divertido. No de miedos, de penas, de tristezas, de melancolías. Nada de eso. Los acontecimientos últimos, esos mismos que aparecen hoy (y ayer, y mañana, y después, y luego, y también) en las portadas de toda la prensa, me han desanimado algo. No mucho. Lo justito. Pero finalmente hago lo que tenía pensado hacer: hablarles de la sal que se extrae del Himalaya.
Esto de la sal me parece muy simpático. He buscado en Internet dónde hay mercados de la sal, y han aparecido varios: la francesa Fleur de sel de Camargue, la mallorquina flor de sal d’Es Trenc, etc. Si desconoce estos nombres, y solamente ha visitado el museo de la sal de Leintz Gatzaga, no se preocupe: yo también. Pero en esto, como en todo, hay formas muy dispares de aproximarse a ello. Algunos con un muy elevado sentido del engaño.
A lo que iba. Me decepcionaría mucho, siquiera por aquello del prurito profesional, que a usted le pareciese extraordinaria la sal del Himalaya. Causa estragos en el mercado europeo, entiéndase, el mercado europeo una vez excluidos nosotros, los de Pirineos hacia abajo. La inventó un listillo capaz de engatusar mentes poco críticas y voraces en su consumismo. Porque según el andoba éste, autotitulado biofísico de no sé dónde, no se trata de una sal exquisita, o de gourmet, sino de un maravilloso descubrimiento. Por descontado que posee extraordinarias virtudes curativas, no podía ser de otro modo dado que –dice- procede de las altas regiones montañosas del Himalaya, no está contaminada por el ser humano, y contiene 84 elementos esenciales para la salud. No queda claro qué cura la dichosa sal, ni cuáles son esos ochentaymuchos elementos esenciales, aparte de cloruro de sodio, una pizquita de potasio y un algo de yodo. El precio ronda unas doscientas veces el precio de la sal común. Su éxito comercial, espectacular.
Desde que apareció, la sal del Himalaya se encuentra constantemente en los “40 principales” de los productos de salud alternativa. Se usa no solamente para condimentar los alimentos, que eso es lo de menos, sino para aromatizar baños, cosmetizar nuestra piel e ionizar el aire mediante unas ingeniosas lamparitas. Todo mentira, claro. La sal del Himalaya no proviene del Himalaya, sino de la segunda mina de sal más grande del mundo, sita en Pakistán. Tampoco ioniza el aire de nuestras viviendas, ni devuelve la juventud perdida.
Y yo me pregunto, ¿por qué necesitamos inventarnos mundos alternativos dentro del mundo en que vivimos? ¿No será que cada vez nos sentimos menos identificados con nuestro devenir humano? Ya ven, otra vez aparece el miedo a nosotros mismos como colofón a esta columna.

viernes, 1 de junio de 2007

Las múltiples e infortunadas vidas de Richard Parker

Mientras escribo esta columna, luce afuera el sol, resplandeciente. El aparcamiento está a rebosar de autocares, y un rumor constante de chiquillería impregna de sonidos la mañana. Advierto algo de viento, ligerísimo, oreando los árboles. Éstos lucen su verdor espectacular de primavera guipuzcoana. Diríase que nada hay en este entorno que induzca a la inquietud. Pero bien cierto es que el ser humano puebla su alma de inquietudes, dudas y miedos. Y ello produce consecuencias a menudo repletas de simbología. Una de las más significativas es el estrecho vínculo existente entre la muerte y la religión. El pensamiento humano reacciona con decisión ante la carestía de evidencias que aseguren nuestra perpetuidad en el universo. Y ésta se manifiesta solamente en el futuro, trascendiendo la propia realidad. 

La contemplación del paisaje que me rodea no permite inobservar la hermosa caducidad de una naturaleza bien constituida. Empero, estoy convencido de que las personas que por este paisaje transitan albergan sentimientos de inmortalidad. A lo mejor, quién sabe, la inmortalidad se manifiesta a través de innumerables reflujos del pensamiento. Sobre todo ello ya habló, en su momento, Unamuno, por citar un nombre conocido. Pero hay más. En nuestro siglo XXI parece recuperarse la sensación (siempre compleja) de que estamos abocados a la metempsicosis o transmigración. Vida después de la muerte, en definitiva. Acaso no vida eterna, pero sí reinicio del ciclo del carbono bajo el cual desplegamos toda nuestra actividad. Yo no creo en ello. Pero les propongo una ironía, en forma de serendipia literaria inversa, para terminar esta columna de hoy. Tengo la convicción de que, acaso nuestro revivir se encuentre iluminado no en la vida orgánica, sino en la que alguna vez puedan escribir, fortuitamente, de nosotros mismos.

Edgar Allan Poe publicó en 1837 “Las aventuras de Arthur Gordon Pym”. En dicha novela se narran, entre otras circunstancias extraordinarias, las aventuras de cuatro supervivientes de un naufragio que, tras permanecer varios días en un bote a la deriva, y acuciados por el hambre, deciden sortear entre ellos quién ha de sacrificarse para servir de alimento a los demás. Richard Parker, el grumete, tuvo la desgracia de ser el elegido. Sus compañeros lo mataron para devorarlo. Cuarenta y siete años después, en 1884, la Mignonette, una embarcación a vela, zozobró al sur del océano Atlántico. Sus cuatro tripulantes lograron salvarse a bordo de un bote. Sin embargo, no tenían nada que comer, así que, desesperados por el hambre, asesinaron y se comieron a uno de ellos, que se encontraba enfermo y desnutrido. Era el grumete, y su nombre Richard Parker.