viernes, 17 de agosto de 2007

Banderas y naciones

Mientras escribo esta columna, afuera, donde principian las Arribes del Duero, pasan las nubes de estío. Pocos paisajes existen ya como el de mi tierra. Son ricos en tradiciones y belleza. No sólo por las campiñas salpicadas de roble y encina. También por las gentes, que concurren aportando alma. Tierras y gentes. Un nexo invisible los engarza de nacimiento a muerte para nutrirse el uno del otro. El terruño aporta vida y carácter, las personas sangre e inteligencia. Es inconcebible tratar de separar ambas realidades.

En este remoto y olvidado pueblo coexisten, en la misma plaza, un ayuntamiento y una iglesia. Nadie busque otros lugares de pública concurrencia. No hay bares. Ni tiendas. Pero sí un lugar para que las gentes puedan ser atendidas por el médico dos veces cada semana. Y otro lugar para que recen los pocos que no dejaron la fe olvidada en alguna alforja.

Quienes se acerquen a visitar este hermoso paraje no verán banderas ondeando en el balcón del ayuntamiento. Ni la española, ni la castellano-leonesa, ni la salmantina en caso de haberla. Ninguna. En la fiesta del pueblo no suenan himnos, solamente jotas de por aquí. Jamás se vociferan los rasgos más nítidos de la identidad propia. Y la hay.

Deben ustedes saber que los del lugar, en su mayoría, nacieron leoneses, y cuando la transición, los convirtieron en castellano-leoneses. Nadie protestó demasiado. Como me contaron una vez, total, qué más da lo que le digan a uno que es. Todos somos algo. Los políticos, esos hacedores de una historia cada vez más breve, no pueden esclavizar los sentimientos del pueblo. Solamente su ideología.

Muchos dejaron estos campos poco fecundos, de subsistencia, y emigraron lejos. A Madrid. A Barcelona. Y, en gran número, a Euskadi. Mis vecinos, Los Tórtolos, tienen hijos por toda la península. De niño, yo jugaba al balón en el lejío del pueblo con un amigo que decía ser de Hernani. Eso estaba muy lejos, claro. Y sonaba a nombre raro. A ese amigo le perdí hace mucho el rastro. Pero su familia sigue reuniéndose los veranos, y entre “Adeu” y “Agur” y “Hasta luego” van pasando la calor.

Me pregunto si alguien, de entre los ideadores de patrias, ha calculado bien la identidad aportada a Gipuzkoa por las gentes de mi tierra. Hay un destino en quienes, por uno u otro motivo, han de abandonar su sitio y partir a otro. Llegado el momento de soñar los recuerdos de una vida, no queda otra cosa que agradecimiento. Todos los que hemos arribado a Euskadi no estamos sino felices de la decisión que adoptamos en su momento. Sin Rh. Sin jota de euskera, salvo lo habitual. Sin identidad vasca. Sin bandera ni himno. Pero haciendo patria. Codo con codo. La misma patria que también hacen los que nacieron con la txapela puesta.