Pero echen un vistazo a una cualquiera de las muchas
fiestas locales que ayudan a solazar a nativos y forasteros en estos plácidos
días del estío. Encontrarán en ellas festejos taurinos de todo tipo. Para ser
un controvertido elemento, prolifera por doquier. Yo, personalmente, me niego a
creer que todos los que participan, o los contemplan, sean personas insensibles
que disfrutan con la crueldad de la muerte. A mí, por ejemplo, que no me gustan
los toros sino por verlos trotar en el campo, admito que corro delante de
novillos en unos encierros que se celebran, por estas fechas, cerca de donde me
encuentro. Acabados, cierro los ojos a cuanto acontece después, y me marcho a
casa. Debo ser un hipócrita.
Esta fiesta, que llaman nacional, también tiene sus
buenos seguidores en Euskadi y en Gipuzkoa. Pero entiendo que es anticuada. Le
gusta sobre todo a la gente mayor. La mocería corre los encierros, entre otras
razones, porque es gratis y torea las vaquillas por echar unas risas o
demostrarse algo, vaya usted a saber qué. No por aprecio a los astados ni
porque entiendan el sentir de los que dicen amar a esos bichos. Criar toros en
el campo, y verlos pacer y trotar en libertad, como me gusta a mí, tiene
sentido mientras el negocio sea rentable. Pero la fiesta de los toros, el toreo
en sí mismo, poco a poco, irá perdiendo aficionados y se convertirá en un
elemento residual. Y como nadie se dedicará a subvencionarlo, acabará
desapareciendo.
Es preocupante que la sociedad se vaya impregnando
lentamente de un estado moral superior, e impuesto, de condena hacia aquello
que tardó demasiado tiempo en condenarse. En los tiempos modernos que corren,
es habitual pensar que todo lo que no se prohíbe corre el riesgo de ser asumido
como bueno, tarde o temprano. Y eso es algo que, dicen, no se ha de tolerar por
el bien de todos. De ahí que se prohíban muchas de nuestras malas costumbres pretendiendo resolver con ello cuestiones como los controvertidos problemas del mundo de los toros.