Mirar el cielo. El más poético anhelo del Hombre. Así nacieron
la ciencia y la filosofía. Lo desconocido. El orden de la naturaleza. El
misterio de la revelación divina. Es el cielo un territorio acostumbrado a la
precisión, pero también al caos. En el camino por desvelar sus misterios, la
humanidad ha logrado en él sus más extraordinarios avances. De su negrura hemos
deducido que el cielo no es infinito. Es tan inmensa su presencia, empero, que
siempre hemos creído que las almas suben a él. Que todo lo bueno reside allá
arriba, inalcanzable. Ignoramos que en él se albergan también los infiernos,
ocultos bajo el halo mortecino de la negrura eterna. Cuántas veces me pregunto
la razón por la que buscamos santos, ángeles y dioses en nuestro cielo. Los
misterios del hombre siguen ahí y no tienen carne divina. El universo le habla
al ser humano a través de preguntas formidables, que incapacitan nuestras respuestas
más firmes. Siempre nos ha hablado así. Es nuestro progenitor...
Se repite asiduamente que somos hijos de las
estrellas. Y es verdad. De las estrellas ha nacido todo lo que hay, lo que
hubo, lo que alguna vez habrá. Las estrellas son violencia y energía. Inmensos hornos
donde la materia compleja se origina a partir de otra materia más sencilla.
Nuestros cuerpos mismos no son sino restos de estrellas que ya no están ahí. No
parecen nada los astros, y sin embargo son nuestros padres.
Recuerdo una vez, cierta vez, en que alguien me dijo
que las estrellas no son sino puntos blancos proyectados en la cúpula celeste. Que
eso es el cielo, y no otra cosa, y que solamente a tal cosa deberían dedicarse
los planetarios y las aulas de astronomía. Profunda simpleza. Por fortuna, el
siglo XXI devuelve ojos al hombre para ahondar en lo que acecha tras el velo
negro del empíreo. Hemos construido la tecnología más avanzada para mirar
mejor. Porque deseamos contemplar los magníficos arabescos que se forman
alrededor del ojo de la Nebulosa del Gato. O la manera en que se arraciman las
galaxias cuando chocan entre sí a lo largo de los eones. O el halo azul
hipnotizador con que se manifiesta la materia oscura. O los ecos
fantasmagóricos de las formidables erupciones estelares. ¡Oh, sí!, desde luego
que sí. Podemos alcanzar a observar en los confines del universo. Y ahora,
Google nos lo sirve a domicilio. Desconfíen de quien mantiene el obstinado
empeño de los puntos blancos, sin mostrarle nada más. Kepler y Copérnico también
hubieran querido mirar a través del Hubble.