Si no recuerdo mal, fue el Consejo de Europa quien recomendó
que los estados miembros hicieran de la educación para la ciudadanía
democrática un objetivo prioritario en sus políticas educativas. Las razones eran
obvias. Nadie puede cuestionar los problemas a los que se enfrenta la Unión
Europea: inmigración, pluralismo religioso, diversidad sexual, cohesión social.
Dicen, quienes de esto entienden, que los valores cívicos y las conductas
democráticas no se pueden aprender como una teoría, que son ante todo una
práctica, un saber hacer, un saber vivir. Que la conducta democrática no es una
actitud innata en el individuo. Que las normas democráticas necesitan un
aprendizaje en el ámbito familiar y escolar para que el ejercicio de la
ciudadanía sea consciente y maduro. No parece, por tanto, mala idea educar a
nuestros niños y jóvenes en estos valores. Si perseguimos una sociedad donde
esté erradicado el fanatismo, la xenofobia, la intolerancia y la violencia,
parece lógico concluir que esa asignatura es, al menos, oportuna.
¿Estaremos creando, como decía aquel columnista,
imbéciles? Evidentemente, no. Pero acaso sí estemos educando en el dogmatismo.
No aciertan nuestros gobernantes al sustituir la libertad del individuo por la
libertad del ciudadano. Y el debate filosofía versus ciudadanía parangona este
error. La filosofía plantea, ante todo, preguntas, dudas sobre el sentido de la
existencia humana. Adoctrinar en democracia es, en cambio, escribir unas
determinadas respuestas sobre el papel. Sin margen para las preguntas. Aunque
éstas vayan encaminadas a reafirmar lo que ya sabemos. En definitiva, no damos
margen para que nuestros estudiantes descubran por sí mismos las benignidades
de una ciudadanía demócrata.
Pero hecha esta salvedad, quizá sea buena idea echarle
un vistazo a esa nueva asignatura. Polémicas al margen, nada hay en ella que no
responda al mundo que deseamos para nosotros y nuestros hijos. Y no conviene
olvidar un detalle. La ciudadanía modélica que se propugna no la hemos sabido
alcanzar en el tiempo que llevamos viviendo. Es como si el siglo XXI quisiera
recordarnos que nuestra libertad y nuestro bienestar tienen enemigos. Enemigos ocasionados
por los desequilibrios que hemos generado en este mundo tan bien aprovechado
por unos pocos. Y sólo ahora caemos en la cuenta de lo imbéciles que hemos sido
al no haber advertido antes del peligro que ello implica.