Me comenta una amiga que últimamente dedico mis columnas a cosas muy
serias. Y protesta por ello. Y me pide que frivolice un poco, claro. Curioso
empeño éste, el de opinador, cuando se presta uno a complacer al público. En fin, que había pensado hablar de las centrales nucleares y me han
arruinado el pensamiento. Pero la hoja donde rubricar 2.700 caracteres sigue en
blanco, cosa terrible. Y decido echar un vistazo a la prensa. Y me encuentro
con noticias de calendarios. Calendarios eróticos. Más precisamente,
calendarios eróticos donde el erotismo lo pone gente como usted, o como yo, o
como la vecina de arriba, o el ertzaina que le acaba de multar en la carretera.
Quizá sea una cuestión de mercadotecnia. Al fin y al cabo, si acaba un
año, sensato es adquirir un nuevo calendario. El que teníamos se viene quedando
anticuado. Y parece que no es reseñable, e incluso parece aburrido, comprar uno
de esos almanaques decorados con fotos de gatitos, paisajes, elementos
geométricos, o diseño artístico. Ahora lo suyo es despelotarse. Uno se acuerda de acudir a un taller y ver en la pared
a una señorita con poca o ninguna ropa bajo el emblema “Taller Martínez. Chapa
y Pintura”. Aquellos calendarios underground
no debían de ser muy eróticos, de acuerdo a la moda actual. Por lo sórdido
de las paredes que recubrían, supongo. Mostraban exuberancia nada disimulada de
formas femeninas. Y nadie les hacía el menor caso. Ni aparecían en los
titulares de prensa o de los noticiarios.
Porque de un tiempo a esta parte hay tal furor por desnudarse artísticamente para un
almanaque, que no puede sino pensarse que nos hemos equivocado de hemisferio, y
el solsticio que viene llegando es el verano y no este otro tan gélido y desapacible. Uno recuenta ejemplos, y observa razones un tanto dispares.
Bomberos vizcaínos para costear su participación en no sé qué evento deportivo.
Madres salmantinas queriendo financiar un centro de cultura. Estudiantes de
medicina y el paso del ecuador. Jugadores de un equipo de rugby que se desnudan
por no sé qué motivo ya, pues me he olvidado… Todo comenzó hace unos años, con una original y
simpática iniciativa. Las gentes comunes emulando a las pin-ups, las
supermodelos y los famosos de turno. Pero esto lleva camino de convertirse en
otra desquiciante tradición navideña a la vista del éxito mediático que
consiguen, sin excepción, todos aquellos que deciden quitarse la ropa.
La cosa tiene su aspecto lúdico y desinhibido, al fin
y al cabo se pretende un efímero momento de fama, salpicado de risas y
transgresión. Pero, oiga, pensar en ponerse en pelota picada para conseguir un
centro donde puedan acudir sus hijos a leer o hacer música, suena tremendo a
estas alturas. Tremendo.