viernes, 28 de diciembre de 2007

Sin Navidad


Cuántas veces, querido lector, me he preguntado si esto de la Navidad aguantará muchos años en mi cabeza. Y no me refiero a los estudios que teorizan sobre la inexistencia de Jesús. Ni al laicismo cursi y pobre que, de repente, lo es todo en nuestra sociedad mediocre. Yo quiero saber cuántos años más seguiré celebrando la Navidad. Me aterra pensar que pronto admita su inconveniencia.

Ya sabemos todos lo que hay. Puro consumismo. Pero no es ésta la causa de mi temor. También hay consumismo en verano. Y en las bodas. Y en los partidos de fútbol. El problema no está en el consumismo. Casi al contrario. Quita y pone tradiciones a su antojo. Lo que no aparece en la tele, o en las estanterías del hipermercado, no existe o pronto dejará de existir. Tiene, sí, capacidad para cambiar la Navidad. Pero no la eliminará nunca.

Quizá desaparezca la Navidad. Y no porque a algún tonto se le haya ocurrido esa estupidez de que un estado laico no puede asegurar la pervivencia de tradiciones religiosas. Desaparece porque van desapareciendo, poco a poco, nuestros padres. Y nosotros, que les reemplazamos, ya no cantamos villancicos. Ni cogemos musgo en el monte para el belén. Ni asamos castañas. Nos avergüenza todo eso, acaso. No sabemos conservar las tradiciones que no se venden en las tiendas. Nunca nos importó otra cosa que comer bien y salir de fiesta en Nochevieja. Hemos reducido la Navidad a sus símbolos: la buena mesa, que productos no faltan; los regalos, muchos y cada vez más costosos... Y de seguir así, si apartamos lo que realmente tiene valor, acabaremos disfrutando tradiciones de otros, y a eso le llamaremos, sin convicción, Navidad.

En mi familia somos cuatro hermanos y nos juntamos en el hogar paterno. Algunos aportan su pareja, y otros, como en mi caso, un retoño. Lo esencial es, que en casa de mis padres se vive aún la Navidad porque ellos son el motivo que tenemos todos para reunirnos y celebrarla. Me cuesta y me duele imaginar que, el día que falten, se habrá acabado la navidad para mí. Ahora ninguno nos planteamos siquiera incumplir con la cita de cada 25 de diciembre. Y temo, más que a nada, que llegue esa lúgubre navidad de las excusas, los impedimentos, los quehaceres… Que no haya nadie capaz de reunirnos a todos una vez más.

He de esforzarme por cambiar mi descuido. He de recuperar ciertas costumbres. Porque tengo un hijo. Aún es muy pequeño, pero pronto habré de tomar el testigo de mis padres. Y la maravillosa Navidad que ellos me ofrecieron para ofrecérsela yo a él igual de maravillosa. Con villancicos, y musgo, y figuritas para el belén, y castañas. Así lo haré. Hasta que, tiempo después, cuando sea yo quien falte, él mismo advierta, de repente, por qué cada año tiene que haber Navidad.