jueves, 26 de abril de 2007

Otros soles, otros mundos

En Chile, allá en tierras australes, 2400 metros por encima de las inmensas planicies del desierto de Atacama, la región más seca y árida de nuestro planeta, una potente red de telescopios ha descubierto un planeta que podría albergar vida. Se encuentra muy lejos, pero no demasiado lejos. Dicen los astrónomos que ese planeta podría estar cubierto de océanos y continentes. Tiene agua. Y en el agua, hace millones de años, en nuestra Tierra, surgió la vida. La que conocemos ahora. La que ha existido. La que en el futuro, durante un tiempo, hasta que se extinga nuestro Sol, existirá. Esta vida, floreciente en nuestro planeta azul, se ha desarrollado en tal modo que usted, participando de ella, puede estar leyendo esta columna en este preciso momento, espero que amablemente.
Dicen los entendidos que la vida es una consecuencia de equilibrios muy sutiles. Ese planeta del que hablo, ahora descubierto, se encuentra a la distancia idónea de su sol, un sol rojizo y pequeño. Podría albergar vida en forma de moléculas biológicamente estables, siquiera a nivel bacteriano. A lo mejor las características del nuevo planeta son de tal condición que permiten establecer los cauces de la evolución biológica. De ser así, esas formas de vida podrían influir en el medio en el que viven, adaptarse al mismo y transformarlo. Hilando aún más fino, se podría especular sobre la existencia de vida inteligente en ese planeta. Inteligente y avanzada. Sería interesante dialogar con ellos. Estamos muy lejos de poder enviar naves tripuladas a distancias tan remotas. Pero en 1974, desde el radiotelescopio de la ciudad portorriqueña de Arecibo, fuimos capaces de emitir un mensaje a estrellas distantes. Más por demostrar nuestros logros tecnológicos que por intentar conversar con extraterrestres. Ahora podemos apuntar mejor. Nuestro mensaje tardaría solamente veinte años en alcanzar su destino, y otros tantos en regresar si quienes allí viven son capaces de escucharnos y respondernos. Fíjense en lo que acabo de decir. Con tal lapso de tiempo en el diálogo, no serían individuos concretos quienes lo establecieran. Sería la humanidad entera conversando.
Hablar con civilizaciones extraterrestres. ¿No les suscita la idea un aluvión de preguntas? Dejaré que sea usted, amigo lector, quien disfrute del placer de imaginar su propio diálogo con un ser de otro parte del universo. Yo terminaré hoy esta columna regresando con mis palabras a Chile, allá en tierras australes, al sur de la región de los Lagos, donde un collar de fiordos se entremezcla con los picos nevados de las cumbres. Es allí donde un volcán, que lucha por emerger de las aguas, provoca temblores y destrucción entre las gentes de este planeta.

jueves, 19 de abril de 2007

La inmortalidad

Tanto si es usted creyente como si no, quizá le interese saber que la inmortalidad, la resurrección de los muertos, la vida eterna, no sólo son creencias religiosas, sino –para algunos científicos apasionados de su trabajo- consecuencia inevitable de las leyes físicas. 
La idea la expuso, hace algunos años, el físico estadounidense Frank Tipler. Según sus ideas, la inteligencia humana se esparcirá por todo el universo, mientras éste se expansiona hasta completar su desarrollo, nacido del Big Bang. Para entonces, el homo sapiens habrá dejado de existir. Pero tras cientos de miles de millones de años el universo estará uniformemente poblado con una forma de vida extremadamente avanzada. Comenzará entonces a contraerse, en ruta hacia un colapso final, Big Crunch, controlado audazmente por estas formas tan avanzadas de vida inteligente. La vida convergerá a lo que el teólogo y filósofo francés Teilhard de Chardin denominó Punto Omega. Última forma de poder y conocimiento, representará  además el amor absoluto, capaz de resucitarnos a todos los humanos que alguna vez han existido gracias a una perfecta emulación de todas y cada una de las combinaciones posibles del ADN. Vivir de nuevo. Todos y todas las cosas, incluso las que nunca se produjeron. Por mucha e inimaginable variedad de vida que exista en el universo, se trata de un número finito. Es por tanto abordable por esta entidad superior así constituida. El universo, la inteligencia en él creada, converge a ese Punto Omega, en el que no existe el tiempo ni el espacio por nosotros conocidos. Así dicho, podría representar en sus aspectos básicos al Dios de los cristianos y de los judíos, matices aparte. Pero igualmente es el Dios del Islam, quien continuamente destruye y reconstruye el universo. Incluso representaría la visión de la reencarnación en el Taoísmo y el Hinduismo.
Muchos colegas acusan a estas teorías de engañosas y falsas. Otros las califican simplemente de ideas espantosas. La ciencia es crítica de sí misma. Pero yo pienso que es muy positivo transponer los límites de los laboratorios. Aportar una visión allende los experimentos. Y conectar con las inquietudes del ser humano. Aunque se alejen del terreno habitual de la ciencia. Porque también podemos filosofar, idealizar, soñar incluso con el refrendo de las más íntimas convicciones. No solamente hacer ciencia, sino también responder preguntas. Hay quienes no encontrarán satisfacción en las respuestas que demos. Y la buscarán, con razón, en otros ámbitos. Pero al menos que tengan el convencimiento de que la ciencia aporta humanidad y lucidez, que nace de las personas y de sus necesidades por conocerse a sí mismas. Y que por ello somos inmortales.

jueves, 12 de abril de 2007

Enamorarse

Los antiguos griegos representaban al dios Eros como un niño ciego, sordo y caprichoso. Caprichoso porque ama tan pronto como deja de amar. Ciego porque cuanto más viva es una pasión, más lejos nos encontramos del pensamiento reflexivo. El enamorado es víctima de una acción externa sobre la que no puede ejercer ningún control. No es libre. En la Grecia antigua un enamorado no es responsable de sus acciones. Desde entonces el amor se contrapone con frecuencia a los valores éticos. Hoy día esta escisión se ejemplifica en las relaciones que calificamos como controvertidas. 
Se suele decir “ha surgido así" y otra justificación se nos antoja filistea. Convendrán conmigo en que, aunque resulte complicado decidir sobre un sentimiento, sí es lógico aceptar que tenemos capacidad de decidir sobre las acciones que le siguen. Las emociones forman parte de un contexto cultural y también se construyen socialmente. Que el amor haya sido inscrito lo irracional hace que científicos y filósofos recelen de reflexionar a partir de explicaciones alejadas de la psicología individual. Considerarlo como algo irracional ha contribuido en mucho a unir amor y sufrimiento. El romanticismo, exaltando la pasión amorosa y sus desdichas, da a entender que los goces que no producen dolor son expresiones sin sentido. 
En las antípodas de este pensamiento, Erich Fromm expone que el amor es un arte y, como tal, una acción voluntaria que se emprende y se aprende, no una pasión que se impone contra la voluntad de quien lo vive. Proviene de Platón el mito de que existe una media naranja para cada uno de nosotros. Que existe un “amor de mi vida”, una y sólo una persona a la que podremos amar, que completa nuestra identidad y a quien reconocemos inmediatamente apenas se cruce en nuestro camino. Este concepto se vincula con otro mito que también ha llegado hasta nuestros días. El ciego y caprichoso Eros hiere con sus flechas y enamora instantáneamente. Si el amor no surge a primera vista, no podrá surgir más tarde. El flechazo hipnotiza y fascina con una primera intuición ante la que se "cae" enamorado. En la mitología griega no hay amores que surjan de otra manera. Como toda intuición, el flechazo es falible y supone altas dosis de idealización. Confiar ciegamente en una intuición expone a desencantos. 
De una u otra manera, lo cierto es que la experiencia amorosa es variada y rica. Algunos aman a fuego lento, serenamente. Otros se apuntan al flechazo. El amor puede nacer con la necesidad o el conocimiento, con la reflexión o la intuición, con el descubrimiento paulatino, o el inmediato. Pero es sin duda la capacidad más asombrosa del ser humano y su disposición a crear emociones y vivirlas.

jueves, 5 de abril de 2007

Miserere mei, Deus

Durante la  Semana Santa no es desacostumbrado escuchar uno de los salmos que se cantaban en el Oficio de Tinieblas. Durante la ejecución del salmo, cuyo título encabeza hoy esta columna, en señal de duelo, se iban apagando poco a poco, de una en una, todas las velas del presbiterio hasta quedar el recinto sagrado completamente a oscuras. En ese momento todos los fieles asistentes a la ceremonia golpeaban repetidamente con el libro del oficio en el banco para reflejar el terremoto que, según San Mateo, se desencadenó al morir Jesús.

No es la primera vez que se unen música y ciencia en un mismo espacio. Quizá sea ésta una apuesta decidida, pero conviene ir aunando en el sentir de las gentes la cultura humanística y la cultura científica. De otro modo, uno tiene la sensación de que gnomos  y physis van a continuar sus caminos en perpetua divergencia. Quizá coincidan conmigo en que es necesario corregir ese rumor intelectual tan extendido por el cual una persona de ciencias no puede interferir en los contenidos de letras, y viceversa. Personalmente, creo que esa interferencia es, aparte de constructiva, muy necesaria. Y por esa misma razón hoy me permito hablarles de esta magnífica pieza musical.

El “Miserere Mei, Deus” fue compuesto hacia 1638 por el músico y sacerdote italiano Gregorio Allegri, por encargo del Vaticano. Se interpreta de manera regular en la Capilla Sextina, en Semana Santa, desde entonces. Es uno de los mejores ejemplos del estilo polifónico del Renacimiento. Es tan hermoso, que ya entonces se prohibió ejecutar esta obra fuera de la Capilla Sixtina, bajo amenaza de excomunión. En 1770, Wolfgang Amadeus Mozart, con tan sólo 14 años, tras escucharla sólo una vez, transcribió la obra al papel de memoria, para luego hacerle correcciones menores en una segunda ocasión. Este hecho es ampliamente recordado como muestra del genio de Mozart, quien incluso fue nombrado Caballero de la Orden de la Espuela de Oro por el Papa, al enterarse del hecho.

Esta bellísima obra debe mucho de su encanto a las condiciones acústicas. Yo les animo a que se animen a escuchar esta proverbial obra, dejándose maravillar por el efecto sonoro conseguido a base de disonancias causadas por una serie de suspensiones, y por florituras sobre una línea vocal simple que interpreta el soprano. Forma parte de la tradición que se celebra en estas fiestas. Esa tradición cada vez más perdida u olvidada. Porque la humanidad avanza, los recuerdos se olvidan, las usanzas se pierden, pero mientras ciencia y artes permanezcan unidas, habrá siempre un momento para la belleza.