jueves, 31 de enero de 2008

Disfraces de carnaval


Entonces no era nuestro mundo ni la mitad de lo que es ahora. Ya no sufrimos, porque no nos gustan, los rigores de doña Cuaresma. Y aun sin antagonista, brindamos con júbilo creciente las alegrías de don Carnal. De entre todos los brindis perpetrados para regocijo del cuerpo, y oprobio del espíritu, ninguno como refugiarse en ropajes extraños.
Me preguntaron recientemente si me iba a disfrazar de algo este próximo fin de semana. Pensé, entonces, que podría ser una buena idea. Al fin y al cabo, no recuerdo haberme disfrazado nunca de algo por carnavales. Pero, eso sí, me impacientaba no encontrar justificación alguna para unirme a esta peculiar fiesta de tantos.
Parece el disfraz perseguir un objetivo mágico. Ceder las riendas de nuestra conducta a personajes en los que nos convertimos. En la antigüedad, esta cesión de nuestra personalidad no albergaba sino profundos misterios religiosos. Ahora, en nuestra modernidad, la oportunidad de ser otros parece una terapia mental individual y colectiva. Apuntaba Corominas, el gran lexicólogo, nada menos que en tres páginas de su diccionario etimológico, que la forma original de este verbo es desfrezar. Frezar significa escarbar u hozar un animal haciendo hoyos o frezas. La freza no es sino la huella que dejan los animales con esa acción. Qué hermoso origen para una tradición banal: borrar las huellas de la vida por un rato. Sin más.
Entonces decidí que habría de disfrazarme de espejo mágico. El de los cuentos, como en Blancanieves. Un espejo mágico es el disfraz perfecto. La imagen de los otros, la imagen de sus dudas y sus miedos, de las incertidumbres que genera la verdad. Porque un espejo mágico, no miente. En parte alguna se ha visto o encontrado un espejo de características mágicas que no diga la verdad cuando se le pregunta.
Tal será mi disfraz. Pero usted, vístase de lo que quiera. Mesonera o arriero, donquijote o sanchopanza. Pero, por una vez, permítame darle un consejo. No se vista de engaño, ni tampoco de deshonra. Pruebe a disfrazarse de político, y aprenda a quedarse callado. O vístase de radio y apáguese un rato, abra paso al silencio. Vístase de Internet, y pruebe a desconectarse. Disfrácese de teléfono móvil, y no tenga nunca cobertura. Vístase de hambruna, o de guerra o epidemia, y por favor, erradíquese usted solo. Póngase el disfraz de asesino, y métase entre rejas primero y arrepiéntase después. Vista ese día de dinero, y recórteselo hasta que no sobre ni falte nada. Escoja un disfraz de credo, fe o de Cuaresma, pero téngalo bien limpio para que no ofenda a nadie al mirarlo. O póngase un disfraz de mundo antiguo, mírese en un calendario, y descubra que no mira otra cosa que su propio olvido.
Feliz Carnaval.

jueves, 24 de enero de 2008

Salomón no juega al ajedrez


Yo nací un 18 de enero, como Jorge Guillén. Me hubiese gustado leer una noticia sobre los nacimientos habidos el pasado viernes. Poder especular sobre el futuro de esas almas recién alumbradas, lo que les ha de deparar la vida. Pero acostumbran a ser más noticia los óbitos, que dan poco pie a imaginar, por no decir nada. De la nada, ese no-estado al que llegamos tras todo un existir, no hay aprovechamiento. Acaso las efemérides. De las efemérides sabemos que, por ejemplo, Rudyard Kipling falleció un 18 de enero de hace muchos años. Y en efeméride se convertirá, dentro de unos años, por idéntico motivo, la muerte extraña, como extraña fue su vida, de Bobby Fischer. El campeón mundial de ajedrez, muerto loco en Reykiavik, ciudad que le dio la fama, a los 64 años, justo el número de casillas del tablero. Para inteligencia de mis lectores, sepan ustedes que el primer campeón mundial de ajedrez del que se tiene noticia fue un español, Ruy López de Segura, allá por 1573.
Los griegos decían que idiota es el que no se interesa por la política. Bobby Fischer sostuvo que idiota es quien no se interesa por el ajedrez. Fischer le ganó el campeonato a Spassky. Pero su victoria no fue solamente ajedrecística. También fue política. Llamemos así, por llamar de algún modo, a aquella contienda fría que enfrentó a EEUU y la URSS, al empeño por vaciar de ilusiones y sonrisas el devenir diario de la humanidad. Fischer no fue un idiota, por tanto, ni de acuerdo a su propio dictamen, ni al de los antiguos griegos.
A nosotros nos interesa más la política que el ajedrez. Somos unos idiotas ante los ojos extintos de Fischer, pero no ante el juicio de los extintos griegos. Quizá nos interesa tanto porque, a diferencia del ajedrez, la política se ha convertido en otra fuente más de la telebasura, de tomate, que dicen ahora. Es bien sabido que en el siglo de Pericles no había más tomate que el de América, donde crecía asilvestrado o cultivado por las culturas preincaicas.
El ajedrez deambula, creo, por la beneficencia de los programas de La 2. La política, en cambio, lo acapara todo estableciendo sinécdoques entre inquietud ciudadana y lo que, en verdad, gusta: la crítica mordaz, la descalificación hiriente, el insulto castigador, el mensaje crispado, la reprobación permanente. La profesión política es sinónimo de malos, muy malos, jugadores de ajedrez. Como ese gallego, líder encumbrado en un antidemocrático procedimiento de partido, que deja en la cuneta a un madrileño, que lo gana todo democráticamente, para que una madrileña no se queje.
Por cierto, Salomón nunca repartió el niño entre las dos madres. Por eso fue un juez sabio. Y Fischer jamás abriría una partida para perderla. 

jueves, 17 de enero de 2008

Las lecturas del fútbol


Tengo mis rarezas. Sépalo usted. Una de ellas, que no tengo tele en casa. Otra, que los asuntos del fútbol me traen sin cuidado. No tanto el fútbol en sí mismo, que bien puede ser entretenimiento, como el ropaje ridículo que lo rodea. Y lo deviene, lamentablemente, información y actualidad. Ambas.
Ayer mismo, de las cinco noticias más leídas en Diario Vasco, tres se referían al fútbol. En concreto, a cuestiones de entrenadores y presidentes y fichajes. ¿Quién dice, quién osa decir que no se lee? La experiencia demuestra rotundamente lo contrario. Incluso, habiendo, como hay, tantos equipos y tantos partidos, bien puede asegurarse, sin que quepan dudas, que no se hace otra cosa. Lo tengo claro. Del poco tiempo que las pleamares de la vida permite dedicar a la lectura, de ese poco, casi todo es deporte. Leo para no pensar, dijo Schopenhauer. La frase tiene ahora otra traducción: leemos para no leer. Yo soy yo y mis lecturas.
Dicen los anuncios: el deporte es vida. Pero la actualidad, ese reflujo constante de vida y muerte, obliga a una inversión gramatical: la vida es deporte. Menos latín, más galácticos, menos libros, más Marca. El deporte es religión, sacramento. Invade las ondas, las televisiones, las librerías y los quioscos. Es una plaga, una epidemia, la guerra de los mundos y de las salamandras, la fábrica de gratuitos absolutos. De las historias de sus estrellas y de otros que se estrellan sin más historia. De los desconocidos que emergen al famoseo porque alcanzan palcos y autoridades.
Qué aburrimiento. Abro una cualquiera de las páginas deportivas de un diario también cualquiera. Defiendo el pan de mis hijos, declara un futbolista con contrato millonario en euros, milmillonario en pesetas. No es culpable de nada, cierto. Viene de la pobreza, como Gamoneda, que está de moda (menos que el futbolista). Pero, al contrario que el poeta, el declarante carece del don de la palabra. Y cuanto menor es el don, más directo, sencillo, entra. Así está escrita la noticia, sin don, aunque el reportero sí lo tenga. Ésta y todas las demás noticias: frases usadas, locuciones gastadas, tópicos (que eran verdades) de jornalero a destajo o de destripaterrones neorrealista. ¡Pero qué proporciones tan astronómicas, tan galácticas convendría decir, ha alcanzado el altiplano lingüístico tan yermo del deporte! Que alguien me escriba, por favor, alguien que conozca bien el euskera, y me explique si en la lengua euskalduna también es así.
Dejo ya este asunto. Lo siento por los futboleros. Ya subirá la Real, si juega bien y marca goles. Ya saldrán mañana más páginas con estos temas tan apasionantes. Afortunadamente, en lo cultural, Donosti es y sigue siendo de primera división.

jueves, 10 de enero de 2008

La familia bien, gracias


Bien jodida, claro. Con perdón. O casi sin perdón. Que de alguna manera debo mostrar mi rabia. Porque estoy harto. Cada poro de mi piel rezuma hoy un hartazgo considerable.

A quién no le espanta leer cómo un grupo de estúpidos adolescentes apalea a una vecina de Medina del Campo. La noticia saltó ayer. La excelente narración de Patricia González en DV le pone a uno los pelos de punta. Violencia social, violencia doméstica… Ya llevamos unas cuantas víctimas. Es violencia, sin más. Esa peste irreductible, como parece que es.

Pero no pienso hablar de ello. No quiero opinar sobre una panda de imbéciles que pegan a una mujer. No se trata de observar ese fenómeno como algo aislado. Se trata de constatar, por enésima vez, que hay un estado generalizado de decadencia entre nosotros. Y ayer simplemente comprobamos que ha corrompido también a niños y adolescentes. Tienen nuestros hijos todo cuanto quieren. Una calidad de vida inimaginable años atrás. Abundancia de medios para alcanzar una vida colmada de conocimiento, entretenimiento y satisfacción. Y sin embargo, parece que nuestros hijos carecen de lo esencial: valores éticos. O valores, sin más. Casi me aventuro a prescindir de la ética…

¿Y nosotros? Aparte de mirar impertérritos, rascarnos la cabeza, alzar los hombros y pensar en otra cosa, ¿qué hacemos? Somos responsables de todo esto. Y no hacemos nada por paliarlo. Al contrario. Somos nosotros quienes hemos desvalorizado todo lo esencial que ayuda al ser humano en su crecimiento y desarrollo. Y lo primero, la familia.

Ya estableció la ONU en 1994 que el futuro pasa por fortalecer la familia y atender sus necesidades. Entre ellas, el equilibrio entre el trabajo y las responsabilidades familiares. O la reducción de la violencia doméstica. Pero cada nueva ley que gestamos, cada nuevo paso que damos, no hace sino acentuar, sin paliar, la descomposición familiar. Y con ella, la de la sociedad. No se trata, pues, de leyes. Se trata de aprender la filosofía básica que necesitamos para nuestra vividura. De nuestra perspectiva. De recomponer lo básico. Y lo primero, la familia (de nuevo lo afirmo).

La perspectiva actual nos define como lo que somos, unos hipócritas. Tanta sostenibilidad y medioambiente, tanta responsabilidad social y tanta gaita. Al final no hacemos sino preservar esta vesania absurda y egoísta en que hemos convertido el mundo moderno. Dígase sin tapujos: preferimos una calidad tecnológica de vida a una calidad ética de vida. Por eso abrazamos todo lo material, y desdeñamos todo cuanto nos parece trascendente.

Y así nos va. El planeta sucio y la sociedad en una crisis perpetua de ceguera y autodestrucción. No sé usted. Pero yo, al menos, estoy muy harto.

jueves, 3 de enero de 2008

Un tal Badiola


Qué manera de comenzar el año. Yo, hablando de fútbol. O mejor dicho, de las maquinarias del poder. Del negocio de masas por excelencia. Porque si, al menos, opinase de un partido… Pero no. Toca hablar de un tal Badiola, que acaso mañana sea presidente de la Real Sociedad. O acaso no. Quién sabe.

Yo al único Badiola que conocía hasta el momento, lo ubicaba en un escenario muy distinto. El Badiola del que hablo es catedrático de Veterinaria y fue rector magnífico de la Universidad de Zaragoza. Se hizo muy famoso, al terminar su rectorado, por disponer de un pequeño laboratorio, con becarios y ayudantes, y analizar en él tejidos animales cuando lo de las vacas locas. Aquel Badiola tenía sentido de la oportunidad. Salía en todas partes. Decía cosas muy simples, y era bastante soso. Pero la gente quería escuchar las cosas que decía.

Aquel Badiola me ha recordado a este otro Badiola. El del fútbol. No le conozco. Ni he pasado por su ático (yo soy un don nadie). Pero durante muchas semanas le he visto en las portadas diciendo cosas inauditas. Dado mi desinterés futbolero, y por el calibre de lo que contaba, pensé que se trataba de un nuevo presidente. Luego resultó que no era sino un candidato.

De verdad, yo me sentía estupefacto con sus declaraciones sobre chinos y porcentajes y fichajes y creatividad empresarial. Pero sobre todo me tenía flipando una medida en concreto. Mira que es Gipuzkoa tierra de tradiciones y de rasgos identitarios históricos. Pues no se le ocurrió otra cosa que proponer cambiar el nombre al estadio de Anoeta. Y la afición tan tranquila. Para frotarse los ojos y no salir del asombro. La Real necesita dinero, sí, pero oiga, eso del Pekín 2008… En San Mamés se deben estar desternillando.

Yo lo entiendo. A mí me ha pasado. Te pones ante un micrófono y es como si te lobotomizasen. Comienzas a proferir obviedades, con porte serio y acento grave, que así suenan mejor y parecen más verdaderas. Luego improvisas y fabulas y haces el cuento de la lechera. Se supone que quien habla ante el micrófono, es quien más entiende. Que por eso habla. Y los demás no. Pero sépalo usted. Las tonterías y las bobadas también pueden convencer al más pintado.

Pues a ver si le sale bien la jugada. Este Badiola ha aprovechado su momento. Se ha atrevido con un equipo que yace en la segunda división. Eso amilana a muchos. Históricos y no históricos de Anoeta. Empresarios y políticos. De modo que reconozcamos su audacia. Yo le deseo mucha suerte en las urnas.

Y dejo ya este asunto del balompié. Lo siento por los futboleros. Ya subirá la Real, si juega bien y marca goles. Porque a mí lo que me gusta, de verdad, es saber que, en lo cultural, Donosti es y sigue siendo de primera.

La caza


Creo que alguna vez les he hablado de las Arribes del Duero. Ese lugar magnífico donde el castellano río dibuja las fronteras de España y Portugal. Y de que me siento orgulloso por tener en él mi pasado. Tanto como por su grandiosidad, sus valles escarpados, su paisaje granítico y berroqueños, de difícil tránsito y cansado caminar. Ese rincón salmantino aún permanece anclado en el pasado. Muchos emigraron a estas tierras euskaldunas huyendo de las dificultades de las Arribes. Y aquí han venido haciendo patria vasca.

En las Arribes yo aprendí a ser labriego. Y criar vacas y ovejas. Admiraba especialmente a mi tío, Ángel “Perdigón”, un hombre extraordinario. Y un extraordinario agricultor. Tanto que se ganó el sobrenombre que por aquellas tierras daban a su suegro, mi abuelo, fallecido mucho antes.  Fue mi tío quien, siendo yo muy niño, me enseñó a ir de caza.

A mí era algo que me malhumoraba. Saltaba de la cama en plena noche, mucho antes de salir el sol, y desayunaba un café migado junto al crepitar de la primera lumbre. Afuera los perros alborozaban alegres e instintivos. Mi tío preparaba la escopeta, las postas, y me urgía a espabilar, que ya iba siendo tarde. Luego partíamos hacia los valles lejanos. A buen paso. En silencio y caminando. Escuchando a la mañana. Absortos en la tibieza de la madrugada. Y en el vacío de los campos, que era como a mí se me antojaba que estaban a esa hora tan temprana.

Mi tío seguía las trochas del monte hasta llegar a las peñas donde se escondía la caza. A veces se alejaba corriendo, tras los perros, saltando entre paredes, perdido en medio de los matojos. Alguna vez yo escuchaba un disparo. O una ristra de ellos. Y me parecía una irrupción inadmisible. Se trastocaba el orden de las cosas con aquel estruendo imposible. Interrumpía el sonido del regato en la ribera. Y el oreo del aire en los árboles. Todos los sonidos del monte se volvían entonces violentados. Cuando el disparo rasgaba la espesura, los perros ya ladraban tras su presa.

Mi tío era buen cazador, y se cobraba sus buenas piezas. Le gustaba la caza y disfrutaba con ella. Yo le admiraba también por ello. Su imagen de cazador formaba parte del propio monte. De las tierras. Y de la memoria que yo iba guardando de sus hechos, todos para mí tan extraordinarios. El hombre, unido a su tierra. Un canto hermoso de tonos y sonidos conformes, por desgracia ya tan olvidados.

Mi tío recelaba de los cazadores ocasionales. Y de las partidas organizadas. Y del cobro de triunfos sin esfuerzo. Entendía la caza de un modo distinto. Nunca consiguió convertirme en cazador. Pero sí consiguió una cosa. Que yo recelase del mundo de los cazadores de ciudad que salen al campo a matar por deporte.