Compre usted hoy las rosas más hermosas que
encuentre, y compruebe que su aroma es agradable y delicado. Reserve una mesa,
siempre para dos, en el restaurante donde mejor crea encontrar esa atmósfera de
ternura que le acompañe en la velada. Invoque, definitivamente, al amor, y
encuentre en la invocación el gozo y la alegría por la vida. Hágalo Aprovéchese
hoy, día de San Valentín, porque el amor hace tiempo que, para muchos,
desapareció del mundo.
Se fue sin dejar rastro, o acaso con un rastro
lesivo y cruento. La cuestión es que desapareció para una cantidad ingente de
almas crepusculares. No sé dónde estará, porque tampoco lo sé ya. Pero si usted
lo recuerda tan nítidamente como yo aún lo recuerdo, es probable que intuya con
acierto que todo él se encuentra encerrado. Presumiblemente en los corazones de
una pareja que no necesita de símbolos para hacerse esta noche un amor extraño y
perfecto. Y a usted, como a mí, solamente nos cabe respirar las virutas
encendidas que ellos dejen. Si alguna dejan.
Desenamorados. Lo dicen las estadísticas, pero no
la publicidad engañosa e interesada. Nuestro ser humano lucha cruentamente en la
guerra del desamor y el desencuentro. De su voz acatamos cabizbajos un
mandamiento jamás escrito. Que nos impide alcanzar a ver horizonte alguno. Y en
esta ceguera, consumimos hasta la felicidad de nuestros hijos.
No es hoy San Valentín. Ni día de los enamorados. Quienes lo
tienen, no precisan de un reconocimiento tan fútil. Es, precisamente, para
quienes viven amedrentados por la intermitencia del amor, el gran símbolo de una
mentira que parece oropel.
Me he preguntado en numerosas ocasiones, qué nos queda
entonces. Formamos muchos ya un batallón roto en la niebla de los corazones
hendidos. En ocasiones no advertimos esa circunstancia, porque nos aferramos
estrictamente a los ojos de nuestros hijos, las víctimas absolutas de nuestros
errores. En otras ocasiones, quiero pensar que caducas, nos aferramos a un
mundo irreal que inventamos para creer que ni estamos solos ni somos unos
fracasados. Otras, quizá las menos, seguimos viviendo, porque el olvido siempre
permanece. Pero no mata.
Permítanme que, por una vez, me jacte del amor industrial.
No lo hago con malicia ni con rencor. Sino con infinita pena. Quiero que esos
amores inmensos, magníficos, de corazones bordados en terciopelo, y cajitas de
chocolates riquísimos, y veladas junto a una botella de vino, cobren todo su
sentido. El sentido que ya no tiene para tantos desamantes que avanzamos por la
vida con un trapo hediondo que nos cubre la nariz. Que nos impide olfatear de
nuevo la felicidad. Ésa que una vez supimos depositar, dijimos que para
siempre, en el corazón de quien estábamos enamorados.