jueves, 28 de febrero de 2008

Vota, que bota la pelota


Qué aburrimiento. La ausencia de televisor en casa no impide que permanezca ajeno a la carrera electoral. Y lo intento de veras. Pero, oiga. Tantos millones de espectadores ante la tele viendo un debate, y tan pocos millones (los restantes) viendo otra cosa o no viendo nada en absoluto. Yo he de estar, forzosamente, equivocado. No importa. La vida conserva sus otros muchos matices. Acudo al kiosco de prensa. Pago el euro que cuesta el diario. Vuelvo apresuradamente las páginas que informan, pormenorizadamente, sobre los incuestionables miasmas políticos. De su hedor no consigo desprenderme. Llevado por la urgencia, pues arrastro un solemne enfado hace varias páginas, aterrizo sin darme cuenta en las jocosidades hilarantes de un gol estúpido. Política y fútbol.
Recorro la calle. Mis pasos son como los de tantos otros. Nada hay en este caminar de las calles que me recuerde la disputa por el trono. Respiro aliviado. Incluso los vehículos suenan mejor en el paso de peatones. Sonrío alegremente contemplándolos calentar el planeta un nanomicrogrado centígrado. Pero qué estoy diciendo. De eso ya hablé aquí la otra semana. Me estoy repitiendo. Miro al frente, al otro lado de la calle, donde una chica joven exhibe un piercing sutilísimo clavado a su ombligo imperfecto. ¿Un ombligo en febrero? De nuevo el dichoso clima. Sacudo la cabeza. Me desentumezco. Reparo indiscretamente en mis colegas de acera y espera. A este lado del semáforo, frente al ombligo impertinente, dos ciudadanos hablan amistosamente, apasionadamente, atropelladamente, irremediablemente. Que si ganó el uno. Que si ganó el otro. Que si se mantiene el empate. Que si hubo una leve ventaja. Languidezco. En ese momento, declaran que fue anulado un chut, y no siento ni frío ni calor. Política como fútbol.
Llego al trabajo. Llego tarde, claro. Me excuso desvergonzadamente. Estuve saboreando un cruasán enriquecido con aromático café con leche. Y hubiera sido pecaminoso despreciar el sublime momento con prisas capitalistas. Lo declaro así, con chulería y orgullo, pero a nadie le importa. Viste el debate, me dicen, ni siquiera preguntan, afirman. Pues no, no lo vi. Para qué habré dicho nada, a veces soy excepcionalmente estúpido. Hambrientos de opinión, babeando ante la presa atelevisiva, ése soy yo, se disponen a contarme hasta los más imperceptibles detalles del debate. Dichoso debate. A la media hora puedo cuantificar con exactitud la largura de las barbas del que llevaba barba. Y un rato más tarde soy experto en auditar las sonrisas del que llevaba buen rollito. Por fin, me cuentan que el moderador pitó el final del encuentro. Que si voy a votar. Pero si no dejo de botar en ningún momento. De hastío, claro.