viernes, 30 de marzo de 2012

El espectador desencantado

Cómo cansa este espectáculo continuo del desastre y la tragedia. Cómo cansa (tan pronto) este gobierno de las reformas que nos grita todos los días. En alguna parte he leído que la diagnosis en España es fallida y la estrategia inexistente. El resto es una enorme incertidumbre, pero sólo para ellos, que yo tengo arraigada muy adentro la convicción de que estamos arruinados, de que este país es un vagón en vía  muerta que se mueve por inercia hasta la completa detención. Y son ellos, ellos solos, no yo, ni usted, ellos únicamente, los políticos, las elites bancarias, los de los yates en Mallorca, quienes nos han aplastado hasta sacarnos las tripas por la boca.
Ni siquiera puedo decir que contemplo las cenizas de esta península ardiente desde el desencanto, aunque desencantado me sienta. Peor que eso, soy espectador desde la impotencia, el abatimiento y la rabia contenida. Ellos, manirrotos, ruines, dictadores, estúpidos, bocazas, demagogos y adinerados, desde su casta política donde nunca llegan los helados vientos de la desgracia, siguen igual que antes, como si nada, como si tal cosa, como si no hubieran sido los responsables, como si pudiesen arreglarlo todo de manera tan eficaz a como lo han destrozado. Ellos, con sus bancos, con sus constructoras, sus carísimos pisos de mierda vendidos a precios imposibles, sus opulencias indecentes, sus barrigas asquerosas, sus esputos de poder e influencia, ellos se ríen como si fuesen tan víctimas como nosotros. Ellos, sí, zafios, patanes, que sólo saben apretarnos el gaznate, que hablan de reformas sin mencionar que primero habrían de reformarse sus cerebros grasosos, ellos son los culpables.
En Islandia, ese país pequeñito, pero qué docto y sabio, el Tribunal Supremo salió en defensa del pueblo. Y encarceló a los causantes, y alentó que se cambiase todo, sin oír más que a la propia justicia y el libre criterio. ¿Dónde están aquí nuestros jueces, dónde quienes nos defiendan de esta casta infecta, nauseabunda, mezquina, manirrota, interesada, despreciable? ¿Es que ya no quedan hombres y mujeres en esta tierra con la frente bien alta, la mirada intensa, que nos devuelvan la perspectiva de nuestra propia grandeza?
Espectador me he convertido, pero desencantado, cual alfeñique tembloroso incapaz de hacer valer su palabra, perdido en este inmenso bosque de intereses creados. Y cuando ni la palabra sirve de nada en absoluto, gritar más alto es lo mismo que callar más hondamente

viernes, 23 de marzo de 2012

Consejos vendo

Doy muy buenos consejos. Conozco en profundidad los problemas de la sociedad. Y en los muy infrecuentes casos en que mi conocimiento de las cosas se muestra frágil (nunca renqueante), acude al rescate mi brioso magín, capaz de hilvanar con puntadas tan finas y de tanto sentido común que maravilla a quienes son testigos de ello.
Los consejeros no tienen por qué poseer una edad provecta, ni disponer de una trayectoria deslumbrante. Unos lo son por haber combatido en las fatigosas ráfagas de la política. Otros por concurrencia en un matrimonio afortunado, entendiéndose por tal el golpe que ofrece el destino a varones y hembras que saben ganar barlovento desposando con cónyuges bien colocados como princesas o gobernantes. Otros son como yo, que no confluyo en ninguna de estas circunstancias y por tanto he de hacer valer las cualidades que tengo como ofrecedor de consejos a empresas, que es donde mejor puedo evidenciar mis magníficas aptitudes (las familias e individuos ya sabemos cómo son, pacatos en el reconocimiento y rácanos en la remuneración).
Escribo esta columna hoy porque quiero ser nombrado consejero independiente de, digamos por caso, Red Eléctrica Española, sin necesidad de casarme con nadie ni cosa parecida. REE es una proverbial buena empresa, casi totalmente privada (salvo un insignificante 25%) y corajuda a la hora de elegir a sus prebostes. Lean los periódicos si no me creen. ¿Qué se creía el señor marido de la señora Cospedal? ¿Que por ser “esposo de” le iban a abrir las puertas de par en par? Bien se ha visto que no. Que se vaya a otra parte a sacarse los cien miles de euros sin esfuerzo, ahí no le queremos, yo no lo quiero, así ruja o se encabrite la Cospe, da lo mismo: un político no puede enchufar tan escandalosamente a nadie, por mucho contrapunto que tenga en el himeneo. ¡Faltaría más! Este es un país serio. Tendrá jeta el tío…
Que me nombren a mí. Sé que aún falta un sillón por ocupar en ese Consejo. Yo lo merezco. Me comprometo a asesorar con dedicación y asertividad (que no sé bien lo que es, pero suena estupendo decirlo). Este país necesita gente así, desinteresada y próvida, ocupando los sillones más selectos de nuestras empresas. A cambio, aceptaré con humildad los emolumentos y dietas y prebendas que me asignen. Ciento y muchos miles de euros no son nada hoy en día. Cualquiera los gana, y más que eso. Por eso afirmo: soy un gran consejero. Descúbranme (y no me pisen la idea, que es mía).

viernes, 16 de marzo de 2012

Una historia de odio

La persona que, meses atrás, acostumbrara a habitar aquel pequeño apartamento con vistas al parque, y que a aquella hora se encontraba inusitadamente limpio y en sosiego, entró sin necesidad de forzar la cerradura ni tampoco de inventar argucia alguna, pues a nadie dijo, tampoco al comisario ni a la jueza, que guardaba una copia de la llave y sabía perfectamente que quien fuera su pareja hasta hacía pocos meses no era de aviarse en tareas tales como llamar a un cerrajero. Entró, como suele decirse, tranquilamente, paseándose por las escasas habitaciones y el angosto pasillo como si aún viviera en la casa.
Oyó el ruido del cerrojo, al que acompañaron unos segundos de extrañeza, pues la mano que abría en esos momentos la puerta no esperaba que la llave no necesitase dar las vueltas acostumbradas para desatrancar el cierre, como hubiera sido lógico y natural, y precisó de aquellos segundos, tal vez tres o cinco o siete, en discernir por qué había olvidado girar la llave y dónde tendría la cabeza en ese momento. Después escuchó desde el sillón donde se hallaba repantingado, el rumor de falda y tacones que avanzaba con firmeza por la vivienda junto a una deliciosa voz infantil repleta de candidez, ternura e inocencia.
La persona que protagoniza esta historia, y que retrataremos del sexo masculino si es que no ha quedado explícitamente detallado anteriormente, aunque algunos sin apenas conocimiento y excesivo ensoberbecimiento lo denominen género, luego declararía que tuvo una prolongada discusión con la mujer que había sido su esposa y de quien se encontraba obligado a mantener alejamiento, como había decretado la jueza, pero que los efectos del alcohol ingerido aquella tarde le habían nublado el entendimiento y estimulado a intentar una aproximación cordial desde la que buscar juntos nuevas fórmulas para la convivencia. Todo falso. Nunca pronunció respuesta alguna a las preguntas nerviosas de la mujer a la que cercenó la yugular de un solo tajo con un cuchillo de cocina y a la vista de la hija de ambos de tres años, cuyo vestidito quedó manchado con la sangre de su madre y que la vio morir entre espantosos estertores mientras su padre no quiso dirigirle una sola mirada, mucho menos una palabra o un ademán.
Y cuento esta historia de odio para reflejar que un uso aparentemente sexista del lenguaje es también un formidable medio para combatir la malignidad sexista que no se halla en el habla, sino en los sentimientos…

viernes, 9 de marzo de 2012

El spam nuestro de cada día

Como a todo buen hijo de vecino, me llega diariamente al buzón de correo electrónico una enorme cantidad de spam. También me llega al otro, al de toda la vida, el del obsoleto carta y sobre y timbre, y tiene forma de propaganda de comida china para el imán de la nevera, reparaciones baratas, almacenes con descuentos y toda suerte de papelajos que acostumbro a despachurrar con mecánica soltura. De ese ya no me quejo, porque lo de mi spam electrónico es más oneroso: tiene dos vertientes y una de ellas es muy sangrante. Por una parte están los sórdidos correos masivos con ofertas de viagra, inversiones que te hacen rico, el empleo de tu vida, chorbas que dicen hola en cinco idiomas y hasta chapistas que pueden arreglarte la azotea (que de todo llega). Y por la otra (y este es el spam que más duele, el otro es inocuo a la par que inane) están los correítos que remiten los contactos conocidos (o casi conocidos) con chistes repetitivos, vídeos desgastados, artículos del Pérez Reverte, solidaridad con niños enfermos de cosas monstruosas que van a morir de inmediato si no te adhieres, cadenas de la buena suerte que depararán mil tormentos cuando las borres sin hacer el menor caso, y los típicos manifiestos o panfletos políticos (a izquierda y derecha) incitando a la indignación cuando no a dejar a los prebostes sin sueldo ni pensiones vitalicias (o sea, lo que yo digo muchas veces en esta columna).
La de veces que advierto a mis contactos de que se abstengan de enviarme basura, porque corren el peligro de ser etiquetados como “spam” (y lo hago con una diligencia encomiable, se lo aseguro) pues desde ese momento todos sus emails irán a parar a la carpeta del correo indeseable. Pues, oiga, como quien oye llover. Las tres cuartas partes de la humanidad que me envía cosas conforman, todos juntos, una máquina muy eficiente de generar spam. Si pregunto la razón de esta obsesión por la tecla de reenvío, encuentro que el personal se siente tan divertido con un chiste o tan absorto con una cuestión panfletaria que no puede sino hacer copartícipes a todos los demás, cuantos más mejor, aunque no sepan muy bien de qué pie cojea el prójimo.
El spam es muy fácil, basta un click y listos. Lo difícil es escribir un “Javier, esto me ha llegado: seguro que te gusta leerlo”. A veces algo tan sencillo como convertir lo frío en cálido parece una misión poco menos que imposible en este mundo que ha encontrado en ser pasivo su razón de ser…

viernes, 2 de marzo de 2012

Cuatro horas y media

Es lo que se tarda en volar a El Cairo. Con media hora más, sería el tiempo que dispuso Carmen Sotillo para sincerarse ante su difunto marido. Con media hora menos, el escalofriante periplo de Jean Genet por la masacre de palestinos del 82. Pero no me estoy refiriendo a viajes, obras de literatura o capítulos horrendos de la crueldad humana. Esas cuatro horas y media dicen que son las que pasa usted, en promedio, viendo la tele cada día.
Yo no las paso. Y lo digo todo corajudo. Hace años que no veo un solo minuto de televisión, y así va a seguir siendo. Conozco a alguien que se sienta nueve horas frente a la pantalla: entre él y yo tenemos la estadística. Cuente usted, lector, las suyas y busque su contrapunto: alguien tiene que ser. Es la ventaja de hacer promedios con millones de habitantes: siempre hay un roto para un descosido. ¿Lo encontró? Ya tenemos mesa para mus.
Ahora, lector, responda a estas preguntas: ¿qué le causa tanta afición? ¿Los documentales de la 2? ¿Los concursos donde se hace millonarios? ¿Los programas de chismorreos? ¿Los telediarios? ¿Alguna ópera que se cuela en la programación? ¿Las series? ¿Los anuncios? ¿El “Vaya semanita”? ¿Todo? ¿Nada? ¿Se da cuenta de la estupidez que comete dándole tantas dosis de anti-imaginación a su cerebro? Y lo que es peor, ¿sabe usted lo mucho que deja de hacer por estar viendo la tele?
No vale irse a un chat. Eso está de moda entre quienes acaban aburridos de ver la caja tonta y prefieren aburrirse buscando “conversaciones interesantes”, que es la excusa que siempre se pone (a la postre internet acabará siendo la primera fuente de aburrimiento ocioso, pero por ahora es la segunda). Vale dormir: descongestiona el sistema nervioso y sienta de maravilla. No vale darle al palique: sea chismoso, pero en su justa medida, que cuatro horas y media de charleta es como para mandar a freír espárragos a cualquiera. Vale cocinar e inventar recetas como Arzak. Vale todo, aunque yo le recomendaría la lectura, el estudio, tocar un instrumento, irse de chatos (¡eso sí es buen chateo!) o hablar con un vecino. Y luego, si le sobra tiempo, encienda la tele, que para algo la compró.
Cuatro horas y media frente a la televisión…¡Con lo antipática que es! ¿Y aún habrá quien diga que ese engendro educa y ayuda a reflexionar? De traca, oiga. A lo mejor un día desde la propia tele enseñan a apretar el botón de apagado. Eso sí que sería un milagro y no lo de alcanzar el objetivo de déficit