Detestable e inveterada costumbre es ésta de los
gobiernos al querer modificar el modelo educativo cada vez que acceden al
poder. Uno tras otro, con rigurosa exactitud, todos tratan de convertir lo
perenne en pura caducidad. El problema es que no solamente lo intentan, sino
que lo consiguen. Como bien revelan los sucesivos informes PISA, tenemos en
España la educación que nos merecemos a tenor de los recursos destinados:
cambiante, desarrollada a bandazos, insatisfactoria y con mucha mediocridad
ideológica embutida dentro.
Por mediocridad ideológica me refiero a la renuncia al
conocimiento que tan evidentemente impera en nuestras escuelas. Los pedagogos y
educadores llevan veinte años insistiendo en la necesidad de aprender jugando,
y a nadie se le ocurre ahora pensar que jugando se aprende más bien poco: en
cuanto los conocimientos alcanzan un nivel de exigencia tal que empiezan a
contemplarse como aburridos, se abandonan. Y por mediocridad ideológica me
refiero también a la laxitud con que se ha permitido que la labor del profesor
se haya visto despreciada paulatinamente por padres y alumnos, sin que nadie
haya intentado siquiera ponerle remedio.
La responsabilidad hacia nuestros hijos merece que
estemos atentos a lo que sucede en clase, no a justificar que nuestros hijos
adolezcan de indolencia o agresividad y mucho menos verter en profesores y
educadores la frustración que produce comprobar que no hemos llegado a ser nada
de lo que pretendíamos. Cuántas veces sospecho que si los adultos no deseamos
exigencia y calidad para la educación de nuestros hijos es porque nosotros
mismos la rechazábamos o no lográbamos dar la talla en la escuela, y en el
fondo deseamos que nuestros retoños sigan esta misma senda de mediocridad común
y lasa.
Soy muy crítico con la educación: me horrorizan tanto las
faltas de ortografía (cada vez se ven más) como la defensa a ultranza de la
enseñanza poco exigente. Esta actitud crítica no la mantengo por gratuidad:
creo que el actual sistema educativo produce ignorantes funcionales, seres que
hacen pivotar su existencia en valores tan poco edificantes como el
aburguesamiento, el hedonismo, la continua avenencia intelectual, la
simplicidad como forma de vida, la tele (mucha) o el chat (mucho), los cero
libros leídos (pero docenas en los estantes), la pasión por el dinero, la
indulgencia con la incultura… En suma, la escandalosa levedad que ofrece una
educación caduca que no enseña gran cosa.