viernes, 27 de abril de 2012

Yo, el Pueblo (y IV)

Uno es pueblo español sin necesidad de convertirse en ello, aunque en algunas partes, como Euskadi o Catalunya, esté mal considerado: igual que hay dictaduras que nunca se olvidan, hay mentiras que nunca se corrigen. Los sesgos nunca se encuentran en solo una de las dos orillas.
Primera impresión: estamos unidos en la crisis que nos azota. Unos y otros. Ninguno queremos el desastre. Todos queremos dar con la solución a los problemas emergidos desde el abismo. Algunas veces nos vence la pesadumbre, otras el desaliento. Pero frente a la desesperanza, un orgullo cierto, malherido, de muchos siglos atrás, colapsado en este presente esquivo, nos recuerda aún que somos Historia, parte fundamental de ella aun sin quererlo.
Segunda impresión: sabemos lo que hay que hacer para acabar con semejante despropósito. De una manera u otra, lo sabemos. Pero nuestros representantes se empeñan en trazar líneas con sus propias iniciativas, esas que comúnmente se encuentran alejadas de los intereses que nos convienen. Y lo que es peor, nada podemos hacer para impedirlo, pues creemos ciegamente en el mito de la representación popular, que solo por este motivo acabamos sintiendo en carne propia que esto de la democracia es, en el fondo, una gran mentira consentida, formulada desde innumerables vértices, estando nosotros mismos en uno de ellos. Esta mendacidad asumida ha ido desplazando muchas de las cualidades que nos caracterizaban, entre otras la del propio orgullo y el respeto debido, ya que hemos acabado permitiéndolo todo con tal de que nos dejaran vivir en paz.
Tercera impresión: en el camino hemos aprendido a ser ciegos y egoístas, a no saber mirar en derredor ni encontrar referencias en otras experiencias, en otros magines, sólo en los bolsillos ajenos como si estuviésemos disponiendo de los nuestros propios. Y al hacerlo, creyendo perseguir el bien de la mayoría, hemos dejado que se hundan en la miseria nuestros propios amigos, desgranados poco a poco del bien común (que no es sino el de uno mismo con tal de que coincida con el del prójimo), pasando a engrosar las terribles estadísticas de la pobreza y la miseria, cada vez más acuciante, la de los 400 euros y nada más, la de las filas ante Cáritas o le negrura absoluta como destino.
Si al final es cierto que somos un pueblo mendaz, que se reinventa, quizá lo sea también que tenemos aquello que nos merecemos, por empeñarnos en ignorar hacia dónde vamos y de dónde provenimos.