Qué asco me produce la noticia de los dos niños
cordobeses asesinados por su propio padre y quemados hasta que no quedase ni
rastro de su ADN. Qué náusea tan infinita se abre paso por mi garganta. Y qué
pena siento por esa pobre madre que lo ha perdido todo excepto la tenacidad de
su empeño.
Me pregunto cuánto tiempo tardará en disiparse de mi
memoria los restos de esta noticia. He querido sepultarla bajo decenas de
comentarios y análisis sobre la crisis económica: parecía buen recurso, pero ni
aun así he logrado alejar este terror de mi cabeza. Anoche me desperté agitado,
apenas veinte minutos después de conciliar el sueño, porque la mirada de esa
bestia humana (el asesino, el padre) se estaba colando en mis fabulaciones
mientras dormía, helándome el corazón. Apenas logro recordar el rostro de esos
dos chiquillos (seis y dos años, qué espanto): cuando miro las fotografías
publicadas en la prensa solo alcanzo a contemplar la cara de mi propio hijo en
lugar de las suyas. Qué angustia leer cualquier cosa de este crimen, qué
desazón inmensa si me sobrepongo al pavor que inspira la información de lo que
está sucediendo.
No dejo de preguntarme todo el tiempo: ¿pero qué clase de
hombre o de engendro es éste? ¿Qué especie abominable de alimaña se esconde
tras él? Sobrecoge pensar que el objetivo era causarle daño a la madre. Su
odio, su inquina, su rabia interior son inconcebibles. No conservó ni un ápice
de amor por sus propios hijos. Ni siquiera se dignó quitarse la vida tras
cometer el crimen. Ahí está él: ufano, chulo, frío, desafiante, calculador, jugando
al abstruso enredo de los informes y el ADN para tratar de esquivar a la
justicia.
No nos acostumbramos a convivir con este tipo de crueldad
humana. En cada ocasión que se repite surge regenerada la voz del horror y la
indignación, entremezclada con otras más sabias, más pacientes, con mayor perspectiva.
Tal como está sucediendo ahora: mientras media España quiere moler a palos a
ese abyecto criminal, la otra media pide sangre fría y que se cierna todo el
peso de la ley sobre él. Pero, ¿qué peso es ése? ¿Quince años de cárcel a
cambio del resto de una vida (la de la madre) de pena y desconsuelo? Si me dejo
llevar por la indignación y la rabia, casi prefiero la ley mosaica.
Y para colmo, este asunto ni siquiera lleva la impronta
de una impecable actuación policial, de una exquisita respuesta de nuestras
autoridades. Solo esa pobre madre ha sabido estar en su sitio..