viernes, 31 de agosto de 2012

Dos niños quemados

Qué asco me produce la noticia de los dos niños cordobeses asesinados por su propio padre y quemados hasta que no quedase ni rastro de su ADN. Qué náusea tan infinita se abre paso por mi garganta. Y qué pena siento por esa pobre madre que lo ha perdido todo excepto la tenacidad de su empeño.
Me pregunto cuánto tiempo tardará en disiparse de mi memoria los restos de esta noticia. He querido sepultarla bajo decenas de comentarios y análisis sobre la crisis económica: parecía buen recurso, pero ni aun así he logrado alejar este terror de mi cabeza. Anoche me desperté agitado, apenas veinte minutos después de conciliar el sueño, porque la mirada de esa bestia humana (el asesino, el padre) se estaba colando en mis fabulaciones mientras dormía, helándome el corazón. Apenas logro recordar el rostro de esos dos chiquillos (seis y dos años, qué espanto): cuando miro las fotografías publicadas en la prensa solo alcanzo a contemplar la cara de mi propio hijo en lugar de las suyas. Qué angustia leer cualquier cosa de este crimen, qué desazón inmensa si me sobrepongo al pavor que inspira la información de lo que está sucediendo.
No dejo de preguntarme todo el tiempo: ¿pero qué clase de hombre o de engendro es éste? ¿Qué especie abominable de alimaña se esconde tras él? Sobrecoge pensar que el objetivo era causarle daño a la madre. Su odio, su inquina, su rabia interior son inconcebibles. No conservó ni un ápice de amor por sus propios hijos. Ni siquiera se dignó quitarse la vida tras cometer el crimen. Ahí está él: ufano, chulo, frío, desafiante, calculador, jugando al abstruso enredo de los informes y el ADN para tratar de esquivar a la justicia.
No nos acostumbramos a convivir con este tipo de crueldad humana. En cada ocasión que se repite surge regenerada la voz del horror y la indignación, entremezclada con otras más sabias, más pacientes, con mayor perspectiva. Tal como está sucediendo ahora: mientras media España quiere moler a palos a ese abyecto criminal, la otra media pide sangre fría y que se cierna todo el peso de la ley sobre él. Pero, ¿qué peso es ése? ¿Quince años de cárcel a cambio del resto de una vida (la de la madre) de pena y desconsuelo? Si me dejo llevar por la indignación y la rabia, casi prefiero la ley mosaica.
Y para colmo, este asunto ni siquiera lleva la impronta de una impecable actuación policial, de una exquisita respuesta de nuestras autoridades. Solo esa pobre madre ha sabido estar en su sitio.