viernes, 28 de septiembre de 2012

Adiós, España

Aunque sigamos siendo una nación, y España lo es, qué duda cabe, sin necesitar sentirse como tal, razón de fondo de los nacionalismos bruscamente devenidos en independentistas; aunque el resto del siglo XXI siga cobijando en lo internacional únicamente al país que acuña los pasaportes que debemos presentar allende Europa; aunque se mantengan intactas las estructuras sociales, industriales y administrativas, y la gente siga viviendo con felicidad su siesta, su paellita, sus regatas o su txakolí; aunque todo se mantenga más o menos igual de aquí al futuro, porque las tensiones secesionistas no logren romper nada y todo vuelva a la moderación beneficiosa que siempre surtió efecto por encima de los intereses particulares; aunque todas estas circunstancias coadyuven a superar las actuales dificultades económicas, será tremendamente complicado que en los libros de la Historia no aparezcan estos años que estamos viviendo como prueba ominosa del empobrecimiento cultural, intelectual, político, ideológico y emocional al que estamos condenados sin remisión. 

No culparé a los políticos de ello. Ya no hay necesidad. Así mire hacia Moncloa, Ajuria Enea o el Palau de la Generalitat, por ejemplo, solamente contemplo mediocridad demagógica, espantosa ineptitud a la hora de encarar los problemas y acérrimo egoísmo partidista en la toma de decisiones, lo que define el modo como tratan a quienes dicen representar. Tampoco culparé de ello a las oligarquías económicas, ni a los distintos agentes sociales, ni a los poderes fácticos. El desmembramiento de este país, su hundimiento a todos los niveles y en todas las fronteras, la horripilante sucesión de turbiedades encaminadas a destrozar nuestra autoestima como nación donde conviven muchos pueblos con idénticas (o muy parecidas) necesidades, tiene su justificación y su culpa en todos y cada uno de nosotros, porque todos hemos contribuido, en mayor o menor medida, a que el nombre de España aparezca en lo más contemporáneo de la Historia como ejemplo de cómo todo un pueblo, a todos los niveles, destrozó el único futuro que tenía por no saber unirse para salir juntos del más espantoso atolladero en el que jamás se vio inmerso. 

Este país merece por todo esto un lastimoso adiós. Adiós a España. Y con ella, adiós a Euskadi y Catalunya, así se desprendan o no del Estado al que pertenecen. De igual modo a como nosotros y nuestros hijos y nietos habremos de despedirnos de nuestro previsto futuro.

jueves, 20 de septiembre de 2012

Galgos o podencos

Me pregunta un lector, con cierta indignación, por qué he escrito públicamente la semana pasada que apoyo la secesión de Cataluña del Estado español. Interesante interpretación de mis palabras, cuando lo que dije, exactamente, es que me sentiría cómodo con una Cataluña independiente siempre que me dejasen ir por allí como hasta ahora. En realidad, el tan traído asunto de la independencia catalana antes me parece un sinsentido que un asunto factible. Es como las trochas de las montañas, no sabes hacia dónde te conducirán, ni si podrás regresar de vuelta por ellas. 

Hay un asunto subyacente a todo este jaleo secesionista que, hasta hace no mucho, aparecía en las primeras planas de toda la prensa: el déficit fiscal, la aspiración de la Generalitat a alcanzar su propio concierto económico. Tanto han alimentado los políticos en Barcelona aquello de que están siendo sostenida y repetidamente expoliados por Madrid, que las masas populares han acabado aceptando esa explicación como veraz e irrefutable. De un tiempo a esta parte todos mis amigos catalanes me sueltan a la cara eso de “Madrid nos roba”. Si tenían algún motivo de queja por el alucinante despilfarro en que han incurrido sus mandamases los últimos años, ya no queda nada. La culpa de todo la tiene Madrid. Allí es donde, a mandíbula batiente, cuales corsarios mezquinos, los Grandes del Reino se reparten el ingente caudal que los sufridos catalanes entregan a cambio de migajas. Valiente forma de hacer política, y valiente conducta social, tan mendaz como vergonzosa. A esto ha conducido la majadería de los balances fiscales. 

En democracia, solo hay un motivo por el que uno paga más de lo que recibe a cambio: ser más rico que los demás. A menos que uno sea vasco o navarro. El cupo de Euskadi es una insolidaridad abrumadora y una injusticia atroz con el resto de los españoles, pero aparece tal cual en la Constitución y ahí se va a quedar. Cataluña se mira en este espejo sin prestar atención a lo que supone, y si se lo presta, lo hace regocijándose en la opulencia pretendida a costa de menospreciar a quienes le rodean (los demás) y no en la equidad que, más lentamente, pero con armonía, revierte en su propio futuro. Pero claro, Madrid roba, lo roba todo menos la desvergüenza. 

La política es así, en lugar de mejorar lo que ya funciona, prefiere reinventar la rueda porque dice que se lo manda la calle (nunca las urnas, obviamente). Los galgos y podencos, que dijo el otro…

viernes, 14 de septiembre de 2012

Un nuevo estado

El millón y pico de personas que salieron a la calle en Barcelona el pasado martes, pidieron la independencia de Cataluña. Exactamente eso, aunque algunos de los políticos que salieron a manifestarse el pasado martes, lo que pidieron fue más dinero. A mí no me extraña ni lo uno ni lo otro. Hace muchos años que voy regularmente por allí y me he acostumbrado a que llamen España a todo lo que no es Cataluña (ojo, para ellos Euskadi también es España). También me he acostumbrado, como todo hijo de vecino, a las fagocitosis de sus líderes honorables, sobre todo de un tiempo a esta parte. España, o mejor dicho, el gobierno residente en Madrid, suele callar o minusvalorar el clamor de los catalanes con idéntica prontitud a como accede a negociar (en secreto) cuánta pasta le concede a sus próceres. Era cuestión de tiempo, y una abrupta crisis, que el sentimiento nacionalista se convirtiese en ansia de independencia. 

Yo me sentiría cómodo en una Cataluña convertida en nación siempre que pudiese seguir circulando por allí de igual modo a como circulo por muchos otros lugares del mundo. No tengo ni idea de las consecuencias que ello supondría, pero supongo que el empeoramiento mutuo (dudo que haya mejoría en ninguna de las dos partes) es perfectamente asumible: también es nación Macedonia, y mucho menos poderosa que las cuatro provincias catalanas juntas. Por tanto, si me preguntan, respondo que sí, que Cataluña sea nación, que ya veremos cómo se gestiona ese lío, porque lo de ver a Cataluña como un estado miembro de la UE pasa indefectiblemente por la aprobación en Bruselas del gobierno de Madrid, y a lo mejor resulta que España no acepta y ya está montado el tinglado, esta vez internacional. O a lo mejor no, quizá todo sea mucho más fácil de lo que pensamos y nos llevemos de maravilla, como me llevo yo de maravilla con cualquier catalán, y ahí está mi apellido para corroborarlo. Pero lo que ha de terminar es esta acritud entre lo catalán y lo español, que ha superado todo umbral de tolerancia (he de reconocer que me siento tan absolutamente cansado de ello que lo único que deseo es que me dejen en paz, unos y otros). 

Y si usted, lector, me pregunta si deseo lo mismo para Euskadi, le contestaré que algún día sí, pero hoy no, porque aquí aún sobrevuela cierta necrosis que no acaba de desaparecer del todo, y mientras no suceda tal cosa, mi respuesta seguirá siendo la misma. Aunque a usted mi respuesta le importe un bledo.

viernes, 7 de septiembre de 2012

Sicalipsis

Esta misma mañana recibo un correo con un extraño mensaje: “¿Te has enterado de la noticia morbosa de la semana? Está en Los Yébenes”. Respondo de inmediato: “Ni idea”. Pero en el preciso instante en que mi dedo presiona el botón izquierdo del ratón y la contestación es remitida, ya la curiosidad que impera dentro de mi mente se ha puesto en marcha. ¿Qué noticia, calificada de morbosa, es la que se me ha podido discurrir de entre los dedos durante toda la semana? Pronto la biblioteca de Babel, el todopoderoso Google, da con la respuesta: una concejala de esa localidad manchega ha dimitido a causa de un vídeo erótico protagonizado por ella, para consumo conyugal, que alguien cazó y difundió por Internet. Esta es la noticia morbosa que ha concitado mi curiosidad y que ha protagonizado un encendido debate en las redes sociales. Ver para creer. Luego me preguntan por qué a veces actúo como un misántropo… 

La susodicha concejala es una mujer muy guapa cuyo delito es vivir en un pueblo pequeño, en una sociedad acostumbrada a alzar la voz por cualquier nadería, en un país donde la privacidad ajena es lo que más gusta andar en boca de las gentes, y en un mundo donde las redes sociales reflejan, con enorme fidelidad, la podredumbre moral, decadente y superflua de una cierta masa social hambrienta emociones fuertes y sexo, pero no el que debería ocupar sus propias sábanas, sino el de las ajenas. Y así nos va. En cuanto uno es mínimamente conocido, por el motivo que sea, arriba el espectáculo del acoso y derribo sin otro fundamento que el chismorreo: que si fulano es un donjuán, que si fulana es muy ligera, o mira tú esa guarra lo que le envía a su marido… 

Imagino que la concejala, harta del escándalo y apabullada por una elemental vergüenza, pensó en dimitir de su cargo por creer que era lo que mejor le convenía. No se le pasó por la cabeza, en cambio, declarar que vaya asco de ciudadanos los que la han convertido en objeto de risitas envidiosas y onanismos hipócritas a consecuencia de una muy sana sicalipsis conyugal suya. 

Pues no. La concejala a seguir en su puesto, que no fue elegida por sus picardías íntimas. Y los demás a callar y aprender, que no vivimos en un mundo moderno por gratuidad ajena. Con la de problemas que tenemos ahora mismos cernidos sobre cada barrio, pueblo y ciudad, y la noticia ha de ser un vídeo casero que ha corrido como la espuma y que, para colmo, ha derivado en una absurda guerra política. Qué país.