jueves, 25 de octubre de 2012

Mensaje al fin del mundo

Le escribo esta semana a alguien con quien me voy a encontrar en Chile dentro de un par de semanas, por un asunto profesional. Redacto con lánguida resignación, hablándole de España, donde estamos viviendo el otoño más triste y amargo en décadas. 

No hablo de oídas, aunque apenas ya importa lo que cuentan los periódicos o el rumor de la calle y de los pasillos, donde las lamentaciones de la crisis han sustituido el acostumbrado bullicio de un país en marcha. Lo que se mueve, se está parando. Las cosas habituales (tiendas, empresas, industrias) van deteniéndose, y en cada detención surge más sufrimiento, más miseria, más paro… Es como si brotase a borbotones una gangrena que nadie sabe cómo revertir y que, estúpidamente, desde fuera, otros acentúan mientras anuncian la salvación.  

En este contexto, le digo a mi interlocutor, las reuniones a las que debo asistir a pocas partes conducen. Diría que solo a una: al abismo, a la sima horrenda en la que, cual pájaros dodó, todos, empresas y ciudadanos, saltamos sin saber qué hacer para dar la vuelta y no despeñarnos. No hay final del túnel: esto es como una cueva, más adentro no hay salida, no hay luz alguna, no hay aire limpio para respirar. Nos engañan con brotes y destellos. Pero son falacias, mentiras, embustes, como patraña es lo de los Presupuestos o la obligatoriedad de entregar miles de millones de euros a esos bancos que nos han arruinado de por vida, porque sin ellos no hay esperanza. Como no la hay es así: salvando cajas y estafando a los ciudadanos, practicando políticas que en ninguna parte han demostrado resolver nada de nada (¡¡pero qué ciegos y contumaces son, por favor!!) 

Concluyo la carta a mi lejano contertulio diciendo que, curiosamente, al mismo tiempo que voy sintiendo desasosiego por mi situación laboral, voy también reduciendo mi actividad personal a unas pocas cosas sencillas y gratas que me sirven de apoyo. Cual escudo protector. Todo lo demás, ya sean relaciones sociales o búsquedas de horizontes, los voy extinguiendo lentamente, acaso por el temor a establecer o estrechar vínculos que, no muy tarde, a consecuencia de esta debacle que es España, deba forzosamente romper. Como si de repente me hubiese vuelto un fantasma: no un ser humano, compuesto de hueso, carne, piel y fluidos, sino de ectoplasma y rastros fácilmente deleznables, porque acaso sea la invisibilidad la consecuencia última de una crisis que aún no sé cómo pasará a la Historia.

viernes, 19 de octubre de 2012

Huelga inconcebible

No entiendo la huelga en la educación secundaria. Lo siento, no la comprendo. La enseñanza recibida, casi en mayor medida que la ansiosamente buscada desde un desconocimiento enciclopédico que nos arrastre a querer siempre saber más de todo, es el único camino posible para lo que hemos de ser en tiempo futuro. 

Comprendo que un obrero, un trabajador asalariado, proteste contra el patrono de cuyo trato se siente descontento, incluso encolerizado. Comprendo que un país entero deje de trabajar significando con ello la inmensa contrariedad de unas políticas que solo añaden sufrimiento a la vida. Pero dejar de aprender, de estudiar, de formarse: ¿para qué? ¿Para expresar protesta ante los sablazos en el presupuesto destinado a comedores, libros de texto, transporte escolar? ¿Para manifestar la indignación que producen los recortes denominados, cínicamente, reformas? Salgan todos ustedes, alumnos y padres, a protestar el sábado, con una inmensa manifestación y una gran pitada. Pero, ¿dejar de acudir a clase? ¿Tan ímproba es la simbología de una huelga que no basta con la simplicidad efectiva de la protesta en la calle cuando cierran las aulas? 

Como ya en casi todo lo que sustenta la civilización en la que vivimos, nuestro país es reflejo de las peores políticas educativas que imaginarse pueda, improbidad de la que nadie se ha responsabilizado nunca y cuyo desastre solamente la ceguera masiva inadvierte. Ahí quedan los informes PISA, que recomiendo que se vayan comparando uno tras otro. Y aunque temo como a nada en el mundo las reformas educativas que cada Gobierno emprende, no puedo dejar de constatar que la que se necesita, la verdaderamente proverbial y notable, jamás se ejecutará: el rollo relativista que impera la actual pedagogía, basura donde las haya, y que ha larvado hasta las mentes de quienes ya ocupan puestos de enorme responsabilidad en la sociedad, es defendido sistemáticamente por cualquier padre o alumno a quien toque bregar con las etapas escolares. 

¿Huelga en la enseñanza? ¿Desde las proclamas cuasi marxistas de quienes dicen defender no sé qué bondades de la actual bazofia educativa? De risa. 

A la postre, como en tantas cosas, cuando contemplo tamaña sinrazón de una huelga inconcebible, me queda solo la resignación, el encogimiento de hombros ante lo que el futuro depara: sin madurez ni conocimientos, sin amplitud ni horizontes. Sólo reivindicaciones, todas falsas, y la más absoluta y atroz decadencia.

jueves, 11 de octubre de 2012

Día de la banderita

Hasta que no la suframos en nuestra propia carne, no caeremos en la cuenta de lo terrible que es la miseria. Mi abuela solía decirnos a mis hermanos y a mí que ojalá nunca nos tocase vivir una guerra: no por la muerte que en ella se encuentra, sino por la inmensa pobreza que le sigue. Como tanta gente que nació en el primer cuarto del siglo XX, de los que cada vez ya van quedando menos, le horrorizaba la abundancia en que estábamos creciendo. 

El “Día de la banderita” de la Cruz Roja Española, celebrado este pasado miércoles, por si no se habían dado cuenta, no ha sido destinado a erradicar el hambre en el mundo, sino a ese 20% de ciudadanos que han cruzado el umbral de la pobreza a consecuencia de la crisis económica. Sin esperarlo, sin apenas darse cuenta, de repente hay otras 300.000 personas para quienes la vida diaria también carece de una mínima dignidad (ya había dos millones antes). ¿Han echado un vistazo a la web de Cruz Roja? El pobre de ahora es más joven, proviene de un contexto económico seguro, y solicita atención básica de emergencia: comida, ropa, pago de la luz y el agua. Son personas en cuyas familias todos los integrantes en edad de trabajar se encuentran en paro. Han perdido la vivienda a causa de los desahucios y no están acostumbrados a solicitar ayuda. 

Quizá hayan visto en la tele o en internet un anuncio en el que aparecen un padre y sus dos hijos en la cocina, junto a un frigorífico vacío, con una tortilla de un solo huevo como única cena. Acaba con la frase “cada vez más gente de la que imaginas necesita ayuda en nuestro país”. A mí me parece una campaña durísima, como hace tiempo no la recuerdo, porque –no seamos hipócritas- el hambre en el cuerno de África no nos causa demasiada mella (queda muy lejos), pero el hambre que se sufre en el segundo piso de nuestro edificio le corroe las entrañas a cualquiera. No valen las excusas, a menos que uno viva complacido en la más egoísta indiferencia. 

Qué quiere que le diga, dudo que desde la ciega política se vaya a echar una mano si no es para hacer que la lista de pobres aumente. Hemos de ser nosotros. Este impuesto sí lo pago sin rechistar. El hambre no figuraba en el horizonte de este país. Si por algo deseo que acabe la crisis, es para que ni una sola persona más tenga que acudir día tras día a los contenedores de basura para abastecerse de lácteos caducados, frutas pasadas, verduras pochas, pan rancio, carnes podridas o pescados malolientes.

Enlace para hacer tu donativo a Cruz Roja Española

viernes, 5 de octubre de 2012

España marcada

Cuánto se habla de la “marca España” últimamente. Como si las sensaciones que despertásemos en el mundo dependiesen únicamente de una eficaz labor propagandística. Algo de eso he tenido la oportunidad de comprobar en persona durante esta semana. La cosa suena un poco a aquellos chistes de “érase un alemán, un inglés, un italiano y un español”. Pero allá voy. 

Nos miran con lástima. Eso lo primero. Quienes acostumbran a compartir con nosotros, los españoles, proyectos o reuniones o trabajos, sienten una inmensa lástima por lo que nos está pasando. No entienden por qué ocurren tantas cosas negativas en nuestro país y por qué cuesta tantísimo ponerle freno. Una cosa es la crisis económica, e incluso lo de los bancos, y otra muy distinta no saber articular una respuesta coherente y digna de cara al exterior. El alemán mira al español como lo haría el poderoso que concede su magnanimidad a cambio de bien poca cosa. El inglés ahonda en las diferencias que le hacen distinto y se congratula de ello. El italiano mira de reojo al español, sabe que es el siguiente, pero, sumamente ladino, astuto, ejerce su sensibilidad agudísima para convertir el drama propio en tragedia ajena. El español (yo) sólo sabe hacer una cosa: aparentar cuadratura mental, apurar la pinta de cerveza y soltar aquello de “porco governo”. El español comienza a querer ser como los demás, tan harto se siente de su propia miseria política y el vacío inmenso que se despliega ante sus ojos. 

Hay un punto en el que tanto el alemán, como el inglés, como el italiano, confluyen con interés: seguimos siendo el puente hacia Latinoamérica, donde los países son todos emergentes (salvo la Argentina kirchneriana, pecado sin redimir) y su futuro podría trazar una línea perfecta desde España. Algo que depende solo de nosotros. El alemán llega incluso a espetar “si hacéis caso omiso a vuestros gobernantes y os dedicáis a trabajar como sabéis, saldréis de la crisis mucho antes de que ellos (los políticos) se den cuenta”. 

La marca española de la que habla el Gobierno es cosa del pasado. Ahora mismo no hay nada de eso: por desgracia somos la comidilla mundial que aparece en los chistes taiwaneses, los debates yanquis y los murmullos belgas. Individualmente seguimos siendo la caña allá donde vamos, pero como conjunto, como país, no dibujamos sino una patética semblanza de hidalgos empobrecidos súbitamente (fehaciente demostración de lo mal que se han hecho las cosas aquí).