jueves, 29 de noviembre de 2012

El gigante egoísta

La noticia fehacientemente valiosa de esta semana, de este mes, de todo el año incluso, se encuentra en la extraordinaria belleza que el otoño de 2012 ha querido desplegar frente a nuestros ojos. En su aire límpido, fresco, algodonado con nubes torrenciales hasta lo más alto del firmamento. Y en su luz reluciente, lustrosa, argéntea, deslizándose por entre el cielo y envolviendo cuanto existe y se mueve bajo él. O en el milagro de la seroja en los parques y en las calzadas, con su explosión ambarina de hojarasca crujiente que susurra lamentos de frío y padecimientos. O la lluvia helada, gélida, que hace olvidar, como una condolencia, la mansedumbre grasa del verano, desplegando benignidades y frescura conforme va cayendo. 

Supongo que se han percatado de las gloriosas estampas que ha ido dejando el otoño, y que por esta misma razón todo mi discurso de este viernes suena a retórica y cosa sabida. Pero me parece de crucial importancia que hoy, justamente hoy, sin importancia alguna por cuanto ha sucedido en los días previos o lo que vaya a suceder hasta alcanzar el fin de año, sea el otoño la causa única de lo que estoy escribiendo. Porque traslada en sí mismo ciertos símbolos que conviene saber descifrar. 

A mí me satisface enormemente leer con atención en las hojas secas de los árboles que arrastra el viento. Contienen testimonios mucho más reveladores que las palabras narradas en las hojas secas de los periódicos. Al igual que me complace que la lluvia empape mis ropas, parangón de las muchas lágrimas crudas vertidas a consecuencia del sufrimiento atroz con que nos castiga este presente inicuo. Como me gusta respirar el aire frío, por estar exento de los miasmas que acechan al ciudadano normal en cualquiera de las esquinas ciudadanas. 

Disfruto, por tanto, de la hermosura cautiva de este otoño fascinante, porque todos sus elementos auspician la venida de un invierno pavoroso, dispuesto a no querer marcharse en mucho tiempo de nuestro grandioso jardín, en torno al cual hemos levantado un muro tan impenetrable de egoísmo y ceguera, pues tantas era nuestras ganas de protegernos de la pobreza exterior, que las primaveras habrán de pasar de largo, una tras otra, como también los veranos, y solo la inocencia, la honradez y la franqueza, con sus tiernas manos puras sin mácula, podrán abrir los huecos por donde acaso un día, si no perecemos antes de miseria, volverá a penetrar la vida y la visión de horizontes más lejanos.