jueves, 8 de noviembre de 2012

Serafín

Hace una semana falleció un viejo amigo: Serafín. Su apellido poco importa: los héroes anónimos, como él, no dejan rastro alguno en la Historia. Era un hombre muy querido por mí, que hubo de acompañarme en la época más profundamente rica de mi vida, cuando yo pasaba los veranos enteros, uno tras otro, ayudando en las tareas de recolección de mi pueblo. 

Entonces las cosas eran muy diferentes a como son ahora. Los terrenos vecinales estaban salpicados por miles de fincas poco más grandes que el salón de una casa, cual enjambre de fronteras marcadas con surcos entre peñascos. En el pueblo había agricultores ricos y pobres, según sumasen las parcelas de cada uno. Los agricultores ricos (con tractor y segadora) se unían a los agricultores pobres (con, todo lo más, un carro y una mula) para hacer juntos la cosecha. Mi familia siempre tuvo muchas tierras. Serafín, en cambio, apenas un puñado. Mi tío, rico, y él, pobre, trabajaron juntos a lo largo de una década. Así es como le conocí. 

Un tiempo de su vida fue pastor. Un invierno, mientras cuidaba los rebaños, una gripe mala y mal curada le produjo la ulceración de un ojo, el izquierdo: sin embargo su vista siempre fue aguda. Cuando niño, al saltar una pared de piedra yendo de caza, se le disparó la escopeta y perdió los dedos pulgar e índice de la mano derecha: sin embargo su habilidad y pericia en los más variados oficios fue admirable. 

Yo siempre le quise como a un padre. Todos mis años de jornalero, compartidos con Serafín, contribuyeron al crecimiento de mi admiración por él: por su sentido de la justicia, su honradez extrema, su sinceridad inquebrantable, su grandeza de espíritu, su desinterés por nada que le impidiese dormir tranquilo por las noches y trabajar con humildad sus cuatro tierras. Serafín fue uno de los hombres más razonables que yo haya conocido. Y de los más desentendidos de cuanto corrompe este mundo actual, repleto de egoísmo, avaricia y desconfianza. La pobreza suele ser así de limpia. 

Quiso la vida que yo estuviese el pasado fin de semana en el pueblo, con mi hijo. Pude contemplar cómo su familia enterraba a Serafín en la última de las hileras del camposanto, bajo una lluvia llorona y el frío de otoño de este noviembre espectral. Con los restos bajo tierra de Serafín, que acompañan a los de mis tíos y mi abuela, sé que quedan definitivamente sepultados también los vestigios de mi vida labriega, bajo terrones húmedos que sólo pueden anunciar ya el olvido.