jueves, 27 de diciembre de 2012

Inocente, inocente

Hace unos días me contaron la inocentada que les voy a referir. Es desternillante. Casi gloriosa. Qué buen rato debió pasar quien la perpetró…

La inocente de la historia es la tía Clemencia, una nonagenaria natural de Salamanca que desposó, hace muchos años, con un gallego de buen corazón, motivo por el que ha vivido casi toda su existencia en una aldea próxima a Arteixo, en Galicia. Se siente gallega de pies a cabeza, allí parió a sus cinco hijos y ha visto crecer a una larga docena de nietos y no sé cuántos bisnietos.

La tía Clemencia sabe leer y las cuatro reglas básicas. No tiene mayores conocimientos, pero ella misma lleva las cuentas de la casa y su hacienda. Desde la muerte de su esposo, hace treinta y muchos años, ha ido repartiendo tierras, ganado y ahorros entre sus retoños, por ayudarles a superar los baches habituales de los tiempos modernos. Poca gente se explica cómo de unos caudales tan exiguos ha sabido forjar tanto. Pero así son los milagros de las pequeñas economías domésticas.

Recibe todos los meses su pensión en la cartilla familiar que, ya en tiempos, abrió su difunto esposo en la Caja de Ahorros de toda la vida. Guarda la cartilla debajo de la ropa en el tercer cajón de su cómoda. Y en una pequeña alacena, disimuladamente, esconde un sobre con algunos billetes envueltos en plástico, porque es conveniente tener algún dinerillo en casa…

La inocentada a la que me referí en el principio de esta columna se produjo no un 28 de diciembre, sino el día en que a la tía Clemencia le dijeron que había perdido todos sus ahorros. Abrió los ojillos, de entre las arrugas de su curtida cara, y preguntó al encargado cómo era eso posible. No entendió mucho de la respuesta: que si no sé qué de unas preferentes, que si firmó un documento, que si… Los “quesis” de la vida son así, balbuceantes. El encargado le mostró una copia de un contrato donde, explícitamente, se había marcado, sobre su temblorosa firma, que tenía conocimientos medios en finanzas, que anteriormente ya había ejecutado inversiones de riesgo, que estaba familiarizada con operaciones bursátiles y que, por todo ello, aceptaba el nuevo destino de sus ahorros. Ella, una anciana de 94 años, que sabe leer y poco más, resultaba ser un bróker de Wall Street.

La inocentada, de todos modos, no es que haya perdido todo su dinero. La inocentada realmente divertida es que ninguno de los que participaron de alguna manera en el timo, han ido ni irán a la cárcel.