No me odie tras leer esta columna si usted es funcionario.
No me estigmatice. No me crea injusto. Tampoco me conceda el beneficio de duda
alguna. Téngame algún respeto, que no pienso faltarle a usted en nada: soy hijo
de funcionarios, hermano de funcionario, algo sé de lo que quiero decir cuando
decido escribir lo que va a leer.
Hace una semana, en una cafetería, fui testigo de una
conversación entre tres mujeres funcionarias, cada una de lo suyo: una
secretaria judicial, alguien de sanidad, una administrativa de la policía
local. Que fuesen féminas no determina en absoluto el carácter de esta
historia: es simplemente el matiz veraz de la crónica. Trasunte usted la imagen
femenil hacia la que más confianza le produzca y siga adelante con el argumento. A lo que
iba: una de ellas, la secretaria judicial, se vanagloriaba de que, tras haber alcanzado
una posición solvente en su carrera, podía permitirse el lujo de trabajar cinco
horas diarias y no las reglamentarias, y lo condimentaba con asertos como:
“hice muchas guardias y nadie me las pagó”, ¨para estar mano sobre mano, me voy
a casa”, “si yo hago esto, qué no harán los que están por encima”.
Chulesca, irresponsable, indecente, petulante, engreída…
No sé cuántos adjetivos similares le propiné en el silencio de mi mente: por
cómo se enorgullecía de su privilegio, por cómo desestimaba cualquier acusación
de estafadora al erario público, por el modo torticero de defender lo que nadie
en su sano juicio puede disculpar. Lo peor, con todo, no fue su sorprendente y
locuaz aseveración, que cualquiera en aquella solitaria cafetería pudo escuchar
con meridiana y perpleja claridad, sino que sus compañeras, trabajadoras
pulcras y concienzudas de las horas que debían entregar a cambio de un jornal,
la defendieran sin arrojarle mácula alguna de desacuerdo.
Pagué mi café y me largué con un humor de perros. Lo
primero que pensé fue que bien merecido tenían los empleados públicos al ser sacrificados
con nuevos y suculentos recortes en sus salarios, y allá ellos si seguían
perdiendo poder adquisitivo (entiéndanlo, estaba indignado). Lo segundo que
pensé fue que la solución pasaba por fortalecer el cuerpo de interventores o
inspectores o lo que sea que exista para corregir estos desajustes. Lo tercero
y último que hice fue resignarme ante la evidencia y pensar que, por mucho que
queramos, debido a este tipo de comportamientos, a todos los niveles, España se
está yendo al carajo.