viernes, 25 de enero de 2013

¡Vaya panorama!

El tesorero. La familia catalana. El sempiterno duque… Suma y sigue.

Tenemos el país infestado. De los arriba mencionados no voy a decir nada, por permitir a fiscales y jueces hacer su trabajo en paz (en realidad, no hace falta añadir mucho). Pero temores tengo y conciernen a los agazapados, que los hay. Brotan por doquiera que uno mire y afectan a tantas instituciones al mismo tiempo que uno concluye, a la postre, que todo el mundo es corrupto (o ha querido serlo, que es casi lo mismo). En realidad, los llamamos corruptos, pero son ladrones (presuntos, y no tan presuntos). Quizá no desvalijen cajas de caudales ni bancos, como en las películas, pero se las apañan con la menos arriesgada tarea de desviar dinero público, del que la inefable Carmen Calvo, siendo ministra, dijo que no pertenece a nadie, cuando es de la comunidad (¡que sea de todos o de nadie es algo que no incumbe a quien decide tener más derecho sobre el erario que el resto!).

Quien orquesta la forma de llevarse el dinero público a su bolsillo es, a todos los efectos, además de ladrón, expoliador. Pero necesita, digo yo que casi siempre, de un coadyuvador bien situado al otro lado de la línea que facilite el desvío o expolio. Y éste es el verdadero corrupto, pues dudo mucho que ejecute las actividades expoliadoras por el gustazo de ver la satisfacción en la cara del otro. El corrupto es quien se ha dejado sobornar. No es el corrupto quien se hace de oro, aunque lleve su buena tajada. El oro es para el ladrón orquestador expoliador, que suele ser un listo (que no, simplemente, listo).

De este juego, que precisa de dos jugadores (aunque no siempre, y ahí está el solipsismo de la tal inexistente Amy Martín y sus 3.000 euros por columna escrita), sabemos mucho en España. Si nos escandaliza en el momento actual es por el hartazgo a causa de esta crisis longeva que lo está derrumbando todo, y que impele sentimientos de edificante reparación y escarmiento. Pero, acostumbrados al expolio, siempre lo hemos estado, y si no había costumbre, tal vez condescendencia (la vasta economía sumergida ha de afectar forzosamente a muchos ciudadanos, y es la vergüenza ajena una razón excelente para no ejercitar la hipocresía de clamar por el robo ajeno sin observar el perpetrado por uno mismo).

Vaya panorama. Y lo que es peor, la corrupción pervivirá a la crisis. Por eso mismo se me antoja crucial seguir sintiendo hartura, indignación y cólera durante mucho, mucho tiempo…



viernes, 18 de enero de 2013

Coches y motos

En efecto, hoy no pienso hablar de la crisis, la corrupción o las declaraciones de la consejera Tapia sobre el fracking (cosa que seguramente haga la próxima semana). La razón es que hoy cumplo 44 años y me apetecía escribir una de esas columnas ligeras, más por divertimento propio que por atención al lector.

Uno de los recientes cambios en mis costumbres, y que más extraña a unos y otros, es haberme vuelto motero y que use la moto a diario. ¡Te vas a matar!, comentan. ¡Que el chasis eres tú!, dicen casi todos. Pero el menda, erre que erre, así caigan chuzos de punta o se congelen las aguas de los charcos, en moto cada día, salvo providencial nevada o catarrazo de impresión (eso de estornudar dentro del casco no es muy agradable). Por este motivo tengo muy asumidas las distancias existentes entre desplazarse en moto y en coche.

Antes que nada, con moto me refiero a una moto, no a un escúter. La moto tiene marchas y se cabalga, uno usa el freno motor y la cintura a la hora de maniobrar. El escúter es una camilla con faldillas (le falta el brasero, aunque no sé yo…) en la que uno se sienta como en un sofá, el motor queda debajo del culo (con perdón), no hay marchas y todo depende de los frenos y de las rueditas que, por su tamaño, convierten a ese chisme en un ratoncito capaz de hacer de todo entre el tráfico (y casi todo peligroso).

Yendo en moto soy capaz de abroncar a una docena larga de conductores por trayecto, sobre todo por las mañanas. Y no por el obvio desuso de los embellecedores que todos ponen al coche (dícese, intermitentes y retrovisores: luego dicen que no nos ven llegar… ¿Cómo iban a vernos si no saben cómo hacerlo?), sino por la enorme desatención que prestan al tráfico. Usan el móvil, leen en la Tablet, se pintan, se hurgan la nariz, encienden un cigarrillo, miran lo que pasa en el carril contrario, bostezan, sintonizan la radio… de todo menos estar en lo que hay que estar: atentos al asfalto (como sí hacemos los moteros, pues no nos queda otra).

La próxima vez que se encuentre con una moto, y no la haya visto, recuerde que la moto sí le ha visto a usted y que lo único que espera de su conducción es que, con independencia de la causa de despiste que elija para esa situación, se mantenga razonablemente en su carril. El resto, déjeselo al motero. Que la caja de pino, ese freno final que nos espera a todos por el mero hecho de ir cumpliendo años, nunca lleve el sello de su coche estampado en ella.

viernes, 11 de enero de 2013

La esclavitud social

Los últimos sucesos (espantosos, censurables) que han aparecido en los titulares de prensa, en relación con la interminable corrupción (que muchos tildan también de galopante, aunque yo piense que es una enorme marea que cubre visualmente todos los niveles políticos con capacidad de decisión), con los insultantes favoritismos (está claro que los hilos del poder son ciertamente enmarañados y van más allá de la simple función pública), con las tensiones independentistas (que aun siendo una fuga a ninguna parte, han acabado por convertirse en una obvia demostración de fragilidad por parte de las estructuras estatales consolidadas), por no hablar de los recortes que apenas nada recortan y son mostrados como una manifestación irrevocable de determinación y carácter (cuando realmente son la salida fácil de quienes no se atreven con las decisiones difíciles, como lo demuestra el vapuleo al que está sometida la sociedad civil en todos los ámbitos), todos estos sucesos, repito, manifiestan de una manera inequívoca lo poco que contamos los ciudadanos, el pueblo, en los juicios y decisiones que nos afectan.

Lamento el largo párrafo anterior. Es arduo de leer y no aporta nada que no se haya repetido anteriormente una y mil veces. Últimamente me veo sorprendido por elongadísimas y complejas cavilaciones en cuanto trato de resolver ciertas preocupaciones, y la razón de ello son las conexiones cada vez más evidentes que se vienen exhibiendo entre los diferentes asuntos desterrados por la crisis: la corrupción (¿cómo puede ser que la hayamos tolerado tanto tiempo?), las desigualdades (judiciales, fiscales, sociales… menudo cáncer que venimos soportando con estoicidad), los sacrificios (hercúleos, producto de la indeterminación o incapacidad –pues no sé cuál de los dos sustantivos viene mejor al caso, si no son los dos al mismo tiempo- de extirpar lo que sobra de donde no hace falta, ya me entienden ustedes), los fanatismos territoriales y sus trifulcas y sinrazón mutua…

¿Se dan cuenta de que todo ello nos afecta y nadie nos pregunta lo que nos parece? Al contrario, nos intentan convencer del karma sacrificante y penoso que, impuesto por el destino a través de un inevitable proceder, nos ha tocado en suerte a los que nada pintamos, nada podemos y nada pretendemos.

Es una voz impostada que surge de las gargantas de los oligarcas y las elites para que no dudemos y siempre les acabemos otorgando nuestra ciega aceptación de esclavos.


jueves, 3 de enero de 2013

Líderes navideños

Hay que sentirse muy líder, no digo que haya que serlo, fíjese lector en la diferencia, para dirigirse a un pueblo con el anuncio de las intenciones que han de dirigir sus pasos en el futuro inmediato. Más propio de una épica mesiánica, pues me resisto a denominarlo de otro modo, aunque lo piense, me resulta particularmente asombroso que, por el fin de cada año, los diferentes presidentes autonómicos se planten frente a una cámara de televisión (la propia, claro), y emulando los discursos monárquicos, que tampoco comprendo del todo, aunque sí un poquito más, le hablen a su pueblo cuales adalides electos por el alzamiento de las voces unidas de las masas que les eligieron.

Un despropósito, pero muy significativo. Y tanto lo es, que año tras año, por estas fechas, compruebo que ninguno de ellos decepciona mi esperanza de querer saber de sus discursos y panfletos. Ojalá lo hicieran, en primer lugar porque nunca he entendido muy bien lo que quieren representar, y ése es error exclusivamente mío, y después porque quizá espere que la mudez les haya sobrevenido por el cierre a cal y canto de sus televisiones propagandistas. Pero no. Ni las cierran, ni se abstienen de sus mensajitos fangosos, encajonados, con los que, bajo la excusa de los buenos deseos por el año en ciernes, envían a quienes desean verles las grandes líneas de sus actuaciones venideras.

Creo que Euskadi fue la primera en emular el monárquico patrón. No lo sé seguro, pero ese dato da lo mismo ahora, momento en que al unísono una veintena de gargantas aparecen en su casi propia televisión con altivez para dirigirse al pueblo que les aclama con un mensaje repleto de gloria, aunque no sea de gloria en las alturas. No discutiré que haya quien diga cosa alguna sensata, pero lo mismo hubiera servido una bien redactada carta en plaza pública o un ingenioso parlamento en las sedes faraónicas que ellos han erigido ladrillo a ladrillo hasta extraer del pueblo (al que pretendidamente se dirigen) las voluntades que les corresponde gobernar. En realidad, me atrevería a decir que lo mismo vale, si no más, el silencio curtido de esfuerzo y trabajar sin grandes alharacas el resto de los días, pero bien sabido es cómo se orienta la política en este siglo XXI.

Hay que sentirse muy líder para manifestarse ante el pueblo a través de una pequeña pantalla. Y hay que sentirse muy adlátere para tragarse, año tras año, la majadería de sentirse proclamado casi dios en las alturas.