viernes, 8 de marzo de 2013

Carne de caballo

Cuando era niño, en el pueblo teníamos un burro y un mulo. El mulo era tosco, timorato y cobardón, pero araba muy bien la tierra y mi tío alcanzaba la perfección cuando incrustaba la reja. El burro, en cambio, era recio, valiente y sabio: deshacía las lazadas de la soga con que cerrábamos su pesebrera tirando de una punta con el hocico. Me encantaba montar en burro, aunque las alturas del mulo también me atrajesen, porque su espinazo no se clavaba en la rabadilla y de vez en cuando se detenía para que le acariciase la cerviz: en el fondo, pese a ser viejo, era mimoso.

El burro y el mulo eran, en efecto, viejos. Tanto que mi tío decidió cambiarlos por una yegua. Mi primo me avisó de la senectud de las caballerías: jamás les había visto tumbarse para dormir y ya nunca se les encontraba de pie y rumiando durante la noche. Que doblasen la rodilla presagiaba el final. Y ese final llegó. Mi tío se los vendió a un gitano que los cargó en un camión viejo. Antes de partir, yo, que atendía lloroso a la escena, le pregunté al viajante: “Señor, ¿a dónde se los llevan?” El gitano hizo una mueca (aún la recuerdo vívidamente) y respondió con voz entrecerrada: “¡Je! ¿Estos? Van p’al estarlús”.

Jamás he comprado sopicaldo. Un solo cubito me recuerda amargamente a mi burro y a mi mulo. Por supuesto que comprendo el triste final que a tantos nobles cuadrúpedos les espera al término de sus vidas. Todo se aprovecha (eso es bueno). Mi abuela me reñía por hacerle ascos al tocino recordándome que ella vivió los años del hambre, tras la guerra. Cuando en cierta ocasión asistí a la capadura de uno de los cebones de mi familia, no pregunté lo que había en el plato aquella noche para cenar. En realidad, me educaron en el pueblo a no ser remilgado: algo en lo que me he convertido conforme fui olvidando mis raíces agropecuarias. Ahora, como tantos otros, exijo en todas partes que los productos que voy a consumir estén etiquetados, empaquetados al vacío y con un aspecto estupendo. Lo que no hago es engañarme. Sospecho de las diez albóndigas en ese plato que cuesta un euro en Ikea (aunque jamás sospecharía de bacterias fecales en su tarta de chocolate, como han comprobado los chinos) y prefiero el mercado de toda la vida a las inmediateces de las grandes superficies, a las que detesto hipócritamente.

Seguramente usted no sepa a qué sabe la leche de vaca recién ordeñada: pero no le culpo. También cree desconocer el sabor de la carne de mi burro…