viernes, 28 de junio de 2013

6,5

Como el ministro de Educación ya ha puesto la marcha atrás, podré hablar claro.

El acceso a la Universidad que siga siendo amplio, bastante: el que quiera ha de poder estudiar. Por desgracia, no es gratis (tampoco es la única opción para ser alguien en la vida). En cambio, las becas para la Universidad deberían establecerse con una nota de corte superior, por ejemplo de 7,5. Mi dinero, para los mejores. Y con generosidad, que no les falte de nada: debería aumentarse la dotación. Las becas no son un sueldo por estudiar, sino para estudiar. Que sean para quien mejor lo merezca y no tenga recursos económicos. La falta de ingresos familiares se compensa con la excelencia, no con el mero interés. Los ricos (denostada clase, envidiada por tantos) no necesitan de mi dinero y pueden hacer lo que quieran.

Los que nos hemos matado a estudiar para obtener el máximo rendimiento académico de que éramos capaces, sabemos muy bien lo que ello implica. Por eso no es una cuestión de pobres o ricos, sino de preguntarse qué deseamos para nuestra sociedad. Personalmente, estoy cansado del café para todos, de los títulos sin calificación final, de no distinguir a nadie por sus méritos, de la equiparación de cualquier persona con el más mediocre de sus congéneres, de tanto enemigo declarado del talento, del esfuerzo o de la brillantez. Este cansancio es fútil: hacia este horizonte se dirige la sociedad española, si es que no la ha alcanzado ya, y nada podrá cambiar la extendidísima idea de que todos lo merecemos todo y si no lo tenemos es porque no hemos abandonado las profundas huellas del fascismo (hace unos días, un poeta columnista equiparó el 6,5 al apartheid y ni siquiera le temblaron los cancanujos al hacerlo: en esas estamos, madre mía).

Pese a todo, puedo asumir que usted desee conceder una beca a todo aquel que quiera pasar por la Universidad, estudie o no. Casi me sorprendería que desease lo contrario. Como puedo asumir que usted no entienda que de este modo el enorme talento escondido en algunas mentes, al no exigírsele esfuerzo bastante para continuar, se desvanecerá en el mar del botellón sin descubrir su enorme potencial, beneficioso para todos. Así no se construye la sociedad de los hombres libres, críticos, sino ésta en que ya vivimos, adocenada, adicta a la PSP, tan satisfecha de haber logrado que todos nos igualemos en todos los aspectos de nuestras vidas: aspiración última de quienes nunca alcanzaron el ramplón 6,5.


viernes, 21 de junio de 2013

American Shpion!

El título les habrá llevado al “Uno, dos, tres” de Billy Wilder. Si no la recuerdan, no pierdan el tiempo y vuelvan a verla. Ya sé que no vivimos en plena guerra fría, ni corremos el riesgo de ser detenidos por temibles soviéticos acusados de ser agentes occidentales, y que todo lo más que puede sucedernos hoy en día es ser estafados por el director de una sucursal bancaria que nos encasqueta cierto producto financiero tóxico. A cambio de tal benignidad, amodorrados por los parabienes con que los políticos han ido regando nuestras vidas para bienestar y seguridad nuestra, siempre a cambio de esquilmarnos el bolsillo, aunque no llegue para nada más, hemos dejado de ser críticos, detestamos la escuela pública y votamos por conductismo ideológico: lo contrario es una veleidad hippie. Vivimos en la cúspide de la ineptitud social y nos vanagloriamos de ello.

Y aun inmersos en esta inepcia, sordos no estamos: oímos hablar, por ejemplo, de los excesos y mentiras del Estado, pero miramos rápido hacia otro lado, no vaya a difundirse un aburrimiento tenaz. ¿Qué más da que se ajusticie a un soldado de 25 años por difundir vídeos donde se observa cómo el ejército más poderoso del mundo asesina a ciudadanos y periodistas iraquíes? ¿Qué importa que un analista de la CIA de 29 años desvele la impunidad de un país democrático en su afán por tenernos controlados como borregos? Todo eso, y mucho más, nos lo han venido contado (de otra manera) las divertidas películas de acción y tiros que nos zampamos entre barreño y barreño de palomitas cutres, aunque está claro que ninguna le llega a la suela del zapato de Wilder.

Además. ¿Vamos a defendernos nosotros, pobres inútiles sociales, de la obsesión protectora de estos oscuros totalitaristas que nos gobiernan, si no somos nadie y lo que toca es aquello de oír, ver y callar? Seamos serios aunque en todos estos asuntos ande metido por medio Obama, el líder negro de la casa albina y supuesto adalid cuasi divino de la libertad y el entendimiento: seguro que algún secreto motivo le mueve y por ello hemos de callar. Total, permitimos complacidamente que nos dejen en calzoncillos en medio de un aeropuerto y nos requisen ciento un mililitros de desodorante: ¿cómo no vamos a permitir cualquier otra barbaridad, cuando está visto y comprobado que los espías y traidores brotan entre las esquinas como agua de la fuente? A mí usted me deje en paz de bobadas, que ya comienza el programa ése del Gran Hermano (de qué demonios me suena ese título, de qué me suena tanto…)

viernes, 14 de junio de 2013

Inseguridad social

Mantuve una curiosa conversación estando a punto de embarcar el lunes en Barajas. Mi destino de esta semana ha sido la Alemania de doña Ángela. En la espera del embarque, un caballero ya mayor, de rasgos más envejecidos de lo que su aspecto señalaba, nos oyó discutir a un colega y a mí sobre la mala situación de la industria. Entonces fue cuando intervino. Por supuesto, abundó en nuestro análisis (que todos sabemos ya de carrerilla) diciendo que llevaba cuarenta años trabajando y que bien tenía ganada su jubilación. Que había pagado mucho dinero para disfrutarla. Le repliqué con cierta ironía diciendo que yo no pago a la Seguridad Social: a mí me lo quitan.

Algunas veces tengo la sensación de que muchas de las conquistas sociales que en nuestro fuero interno creemos que son parte de la declaración de los derechos humanos, son en verdad el modo con que han comprado nuestro voto. Poder, por seguridad. ¿Tan exigentes nos volvimos en el trueque que hemos acabado por arruinar esa seguridad, forzando a los políticos a entregarnos todo cuanto se nos antojaba? Aquel caballero, tan orgulloso de sus pagos y tan emprendido de su pensión, solo contemplaba una posibilidad: que le dieran lo prometido. Todo lo demás, indiferente. Pero la sociedad tenia que cumplir con lo estipulado. En realidad, todos deberíamos gritar que lo prometido antaño, que lo suscrito en los argumentos electorales, es el más firme contrato entre los gobernantes y nosotros. Pero somos los ciudadanos el puntal último que sostiene esto que llamamos país. Detrás no hay nada que se responsabilice de nuestros errores. Por eso los sacrificios siempre nos alcanzan y en el sufrimiento encontramos el remedio a todos los desastres. Por este motivo no me escandaliza saber que nada ni nadie habrá que pueda asegurarme la "seguridad" por la que sustraen mi esfuerzo en cada salario.

La modificación del sistema de pensiones, y los interminables reajustes del resto de nuestro Estado del Bienestar, me llevan a pensar que los mandamases, cuyo única función no es adoctrinar ni moralizar, sino gestionar el dinero público, están obligados a irnos devolviendo a los ciudadanos el control del Estado. Es decir, han de ir reduciendo su capacidad de gestión y su presupuesto. Les hemos entregado demasiado poder y demasiado gobierno. Han fagocitado los recursos hasta hacernos creer que, en realidad, eran suyos. Que lo pierdan, por no haber sabido darnos lo único que reclamábamos.

viernes, 7 de junio de 2013

Líneas rojas

No se pueden traspasar. Esta metáfora, tan habitual en el uso político, y cuyo origen fetén hemos de situar en la Guerra de Crimea, se ha extendido rápidamente por los debates sobre la crisis, siempre como defensa última, casi numantina, del Estado del Bienestar. Para quienes aluden a ello, son varias las líneas que no han de ser traspasadas bajo ningún concepto: la sanidad, la educación, la dependencia, las pensiones o la prestación por desempleo… sin aclarar hasta dónde han de abarcar o hasta dónde se puede llegar. Porque la cuestión no es defender nuestro bienestar, sino decidir cuánto hemos de gastarnos en ellas sin que el invento se caiga por sí solo.

En las redes sociales, y allá donde la indignación forma coros vocingleros, suelen gritarse abominaciones contra la Troika, señalando así al enemigo del que hemos de defendernos tras la línea roja. Nada de recortes. El dinero que sustenta a nuestra sociedad avanzada y rica ha de fluir a chorros porque sí, porque los mercados existen para financiarnos a nosotros, que ésa es su obligación. Y si no nos financian, que lo haga Bruselas, el FMI o el BCE, pero esto (y “esto” son 40.000 millones de deuda cada año) no puede parar. Evidentemente, las voces contra los recortes claman en apoyo del crecimiento, que de lo contrario no iremos a ninguna parte (en realidad, sí: a la ruina), razón por la que es ineludible apostar por aquello en lo que somos fuertes (“apostar por” significa gastar más dinero del déficit).

A los amantes de las líneas rojas que abarcan todo el bienestar que cabe imaginar, y enemigos de la Troika, no les entra en la cabeza que nuestro déficit se paga con impuestos futuros, que una vez que estemos muertos, lo que hayamos disfrutado en vida lo seguirán pagando nuestros hijos y nietos. Y si se les recuerda esta certeza, suelen responder con lo de “pues que se eliminen coches oficiales y asesores”, sin querer entender que solo esa medida, por higiénica que sea, no basta. Será que nadie quiere descargar de Internet los Presupuestos del Estado, de visión mucho más aburrida que las pelis, donde se descubre que los políticos están jugando a engañar a la misma Troika que los indignados insultan.

Solo hay una línea roja que, a día de hoy, estoy convencido de querer defender a ultranza: que ni un solo niño en toda España esté desnutrido. Porque los hay, a miles. Póngame usted, señor ministro, el impuesto que considere necesario y destine todo ese dinero a tal fin…