viernes, 5 de julio de 2013

Leer un cuento

Érase una vez un mundo donde los ciudadanos, pese a su costumbre de adquirir libros, habían abandonado la lectura. Convertida en espectáculo de vagones de metro o en agitación intelectual de algunos pocos bohemios, ningún adulto parecía recordar que, años atrás, de niños, ellos mismos habían reclamado a sus padres cada noche que, por favor, les leyeran un cuento antes de dormir…

He realizado una rápida encuesta entre algunos padres que conozco (me pregunto si, pese al plural, debo aclarar que me estoy refiriendo a un padre o a una madre, indistintamente). La pregunta era única y clara: ¿leéis cuentos a vuestros hijos? La respuesta, casi mayoritaria, fue: no. Qué desastre. Aunque hubo quien introdujo un matiz: “no, pero sí se los cuento de memoria”. 

La encuesta deparó alguna sorpresa más. Por ejemplo, comprobar que pocos recordaban el argumento real de “El gato con botas”, confundido con los sucesos narrados en la película de dibujos animados de hace unos años y que los guionistas desarrollaron muy cínicamente sobre otro cuento infantil, el de “Juan y las habichuelas mágicas”, para mayor confusión. Ni rastro del Marqués de Carabás, por tanto, dentro del magín de mis amigos, de cuya sequía buena culpa tiene la severidad con que los mayores nos dedicamos a ser responsables. O eso quiero creer.

A mí me siguen gustando los cuentos infantiles, aunque lógicamente he dado paso en mi vida a otro tipo de cuentos, más adultos y complejos, pero igualmente percibidos de imaginación e impredecibilidad, sus fundamentos orgánicos. Disfruto leyéndoselos al enano porque los pulgarcitos, blancanieves, cerilleras, sirenitas y demás protagonistas que habitaban en aquellos mis primeros mundos de fantasía siempre se resistieron a desaparecer. La exuberancia emocional que siento al leerle cuentos al peque no se detiene en las remembranzas de mi niñez, sino por haber podido contemplar con satisfacción mi propia evolución lectora, que se inició con las recitaciones pausadas y rítmicas de mi madre al pie de la cama o en la cocina.

Las películas de dibujos, la Wii o los videojuegos son necesarios. Y las bicis, la pelota o el corre que te pillo. Qué duda cabe. Pero también lo es leer cuentos. Y de ahí el disgusto con que acogí los inquietantes resultados de mi nada rigurosa encuesta. Resultados que abundan en la dificultad de construir una sociedad de hombres libres, como mencionaba en este mismo espacio hace una semana por motivos anejos.