viernes, 11 de octubre de 2013

Mi padre

Mi padre, Miguel Sabadell, falleció hace exactamente una semana. La muerte le sobrevino de repente, sin avisar, en el momento de irse a la cama. No sintió nada. No sufrió. Su corazón dejó de funcionar, así, tal cual, de un momento para otro. Como le gustaba a él decir, se murió de vivo.

Fue mi padre un hombre desconcertante para mí: conservador, pragmático, discutidor. Poseía una facilidad pasmosa tanto para hacer amigos en cualquier parte como para abordar los problemas de la vida: cualidades todas ellas de las que yo carezco. 

Era tranquilo, se tomaba su tiempo para todo, sin dejarse llevar por prisas ni agobios. Los berrinches le duraban un minuto; los enfados: diez segundos. Le recuerdo especialmente apasionado con su trabajo. Este salmantino, nacido burgalés, acabó siendo adoptado por Zaragoza, ciudad en la que crecimos todos sus hijos y a la que ofreció sus muchos conocimientos de horticultura y jardinería: él fue quien, año tras año, hasta su jubilación, se encargó de coordinar la Ofrenda de Flores de las fiestas del Pilar; de mantener los parques y jardines como nunca se vieron a orillas del Ebro; de articular los escasos recursos de ese ayuntamiento para obrar auténticos milagros en la ciudad y en sus barrios. Fue muy apreciado, y estoy convencido de que esa parte sustancial de su vida, que no alcanzo a conocer con detalle, le alimentó hasta el final de sus días.


Le enterramos la mañana del domingo, bajo un espléndido sol de otoño, en el cementerio de mi pueblo. En el foso, sobre su féretro, depositamos una foto de toda la familia y el libro que estaba leyendo: “La chica del tambor”, de John Le Carré, con una señal en el capítulo 2, donde aquel viernes abandonó la lectura. 

Le hemos llorado mucho. La mente aún juega a aturdirnos: le vemos en su sillón favorito, o en la barandilla del corral asomado a la huerta. El cerebro tiene estas cosas, rellena con recuerdos lo que antes rebosaba vida sin advertir la pena que ocasiona con ello.

Estos días no dejo de lamentar que, habiendo sido tan buen amigo de sus amigos, no se prodigase en mostrar cariño a los suyos ni tampoco en demandarlo. Mi madre dice que nos quería a su manera, como le acostumbraron: en cambio al enano lo adoraba, contraviniendo sus propias inercias.

Adiós, papá. Nunca tuve arrestos para decírtelo, pero quiero que sepas que en todos los días que transcurran hasta que me alcance la muerte, jamás dejaré de sentirme orgulloso de haber sido hijo tuyo.