viernes, 29 de noviembre de 2013

La pianista de Puigcerdà

Este asunto venía preocupándome desde hace un par de semanas, cuando me enteré, Que una joven pianista acabase sentada en el banquillo, cual delincuente, pendiente de una posible condena de seis años de prisión por tocar el piano, me revolvía las tripas. Al parecer, a una vecina lo que se le revolvían eran las meninges cada vez que escuchaba ensayar a la intérprete, y consiguió que prosperase alguna de sus denuncias. Y héteme finalmente aquí al fiscal (siempre hay un fiscal de por medio) solicitando que enchironen a la concertista durante seis años, seis, no dos ni uno ni sobre todo cero, que es lo que este insigne profesional de la justicia tendría que haber requerido al juez que acabó absolviendo a la joven.

Porque la pianista ha sido absuelta. Y la sentencia es además una patada en los testículos (iba a escribir en el culo, pero así duele mucho más) del profesional del Ministerio Público que, visto lo visto, ha errado por completo el rumbo de su vocación, posiblemente por vivir en la creencia (acaso convicción, cosa que me espanta infinito) de que la práctica pianística es delito de lo más grave y que las rutinas y ejercicios atentan al medioambiente, el calentamiento global, la supervivencia del lince ibérico y la liturgia sacramental.

El piano como instrumento de tortura. Lo que nos faltaba por oír. Que no hablamos del aporreo despiadado de los chiquillos que empiezan a dar clases, situación que para muchos oídos bien podría significar suplicio. Hablamos de la práctica resuelta de concertistas que tocan como ni usted ni yo. Al parecer, esta actividad es a partir de ahora sospechosa, delito mayúsculo a poco que concurran un vecino gilipollas, que siempre los hay, y un fiscal de difícil (y arriesgada) calificación.

Que finalmente el juez haya absuelto a la joven, criticado al acusador público y humillado a la denunciante, no basta para que se me retire la sensación que tengo de vivir en un país que se ha vuelto anormalmente insano. Y estas cosas pasan factura: vaya que sí... Quizá por eso empiezo a contemplar a mis conciudadanos, tan callados y resignados ellos por mucha indignación que digan metabolizar en el estómago, como cascarones vacíos de homínidos rellenos de ultracuerpos malignos en pos del dominio del planeta. Que hayan querido acallar la música, aun sin conseguirlo, lo demuestra. Pero eligieron mal: con este país nuestro lo único que llegarán a dominar alguna vez es el sublime arte de hacer el ridículo.

viernes, 22 de noviembre de 2013

La Orgasmus

Llaman así a las becas Erasmus que el inefable Wert quiso desterrar de un plumazo por cuenta propia. Los gestores europeos las fundamentan en la movilidad, el intercambio, la cualificación y la transferencia. Lindos conceptos (si fueran ciertos). Pamplinas. Las becas Erasmus, de las que España es su principal consumidor (tanto por solicitantes como por estudiantes extranjeros recibidos), son la mayor banalidad educativa que se pueda concebir. Sirven para que cualquier universitario (con padres pudientes) se dé la gran vida durante un año en el extranjero a cambio de nada. Sin más. Ya era así en mi tiempo. Y lo seguirá siendo. Conviene advertir que no es una beca para pobres: su dotación es ridícula.

Las Erasmus no sirven de mucho. Son estética pura. Lo sabemos todos. Las becas europeas de verdad son otras, aunque para acceder a ellas hay que estudiar fuerte y tener un currículo capaz de competir con los mejores de cualquier país. Hay gente muy buena ahí fuera, igual que aquí dentro, por mucho que el resplandor de las juergas orgasmus impida vislumbrarlo, y es a esa gente brillante a quien deberíamos orientar nuestras miradas. Un universitario con un expediente obtenido a base de esfuerzo y muchas horas de estudio es un estudiante que ha entendido lo que vale disponer de una oportunidad única en la vida. Porque obtener un título a trancas y barrancas lo hace cualquiera. Pero lo otro, no. Yo nunca solicité la Erasmus, no quise: pero sí la prestigiosa Marie Curie de movilidad de personal investigador. Y la obtuve. Fue lo que abrió mi futuro.

Si los gestores europeos pidieran mi opinión, que no la piden, les diría que dedicasen el programa Erasmus a los estudiantes de mejor expediente y que cubriese todos los gastos que supone residir y estudiar un año en el extranjero. Ya saben de mi apuesta por la excelencia (teoría en retirada) frente a la universalización de la mediocridad (teoría vigente). Por decir tal cosa, una vez me llamaron fascista (fue un Erasmus quien lo dijo, precisamente), cosa que tampoco me quitó el sueño. No sé qué fue del insultador: la última vez que supe de él trataba de procurarse los favores de alguien para que le enchufase en una empresa. Porque se puede clamar al cielo por toda la extensa colección de derechos que uno cree merecer, pero al final la única convicción útil es asumir que vale la pena esforzarse más ahora y disfrutar luego de todo lo que le depara el futuro a los se lo han merecido...

viernes, 15 de noviembre de 2013

Desde el chiquero

Recuerdo nítidamente la última vez que un lugar me pareció un establo, un chiquero, una porqueriza. Fue hace años, en la vivienda de un músico chileno sita en Viña del Mar. Este artista, de talento mediano, aunque muy vital, moraba en una casa que en otro tiempo debió ser preciosa, pero que entonces me repugnó tanto por los fétidos miasmas como por la inconcebible cantidad de basura y polvo acumulados. Huelga contar la repugnancia que sentí cuando tuve que hacer uso del cuarto de baño… Paseando estos días por Madrid he experimentado una sensación similar a aquella. En la otrora bella capital de nuestro país se amontona la basura, cual paradoja terrible de en lo que se ha convertido nuestra vida: comida basura, televisión basura, política basura. El deseo de ahorro de una alcaldesa incompetente, al permitir rebajas escandalosas en una licitación a priori revolucionaria, ha desencadenado finalmente tanto la ira del madrileño como la indignación de todos los demás.

No sé de qué me sorprendo. Vivimos regidos por ineptos que se creen muy listos porque tienen poder. Y por ineptitud me refiero a casos como éste de las basuras de Madrid. O a la basura que mencionó un alto cargo de la UE sobre la propaganda del cada vez más entontecido ministro Wert. O a la basura que nos endiña cualquier ciudadano de cualquier país del mundo cuando habla sobre España (qué atrás quedaron aquellos no tan lejanos años de la admiración y el elogio universales). Admitámoslo: solo bajo el efecto centrífugo de una descomunal especulación inmobiliaria hemos conseguido no parecer el país de la chapuza, la mediocridad y el corcusido.

Y mientras nuestras empresas luchan, contra viento y marea, por salir a flote y acabar con los números rojos, los demás seguiremos tapándonos la nariz ante la fetidez que causa ver a tanto listillo acaudalado pasear tranquilo por las aceras después de haber arruinado una caja de ahorros, un ayuntamiento o una comunidad. Ante el hedor de esta apoltronada justicia nuestra capaz de culpar a un barco (¡a un objeto!) del mayor desastre ecológico de la costa gallega. Ante la pestilencia lejana de una clase política incapaz de alcanzar un solo acuerdo que abra la vía que saque al país de la inmensa bolsa de basura en que se ha convertido, repleta de amargura, desesperación, pobreza y miedo, donde los ciudadanos no somos sino deslustrados cebones de chiquero a los que otros sacrifican con tal de retener sus hediondos privilegios.

viernes, 8 de noviembre de 2013

Sobremesa en Praga

Miércoles noche. Comparto sobremesa con un amigo italiano tras una suculenta experiencia culinaria en Praga. Llueve en la capital checa. La noche, fría, húmeda, y la abundante cerveza, invitan a charlar. El tema es un clásico ya: la crisis que nos asola como una peste mortífera. En esta ocasión yo guardo silencio. Mi amigo italiano, expresivo, empresario, que ha preferido mi compañía al partido de fútbol de su equipo, necesita desahogarse. Y me refiere instantáneas que podrían perfectamente ajustarse a las experiencias provenientes de cualquier parte de España.

Por ejemplo, no entiende, no acepta, las sangrantes deudas estatales que arrastran muchas empresas. La administración no paga, o paga muy tarde. Pese a esta evidencia, los acreedores están obligados a abonar religiosamente al deudor los tributos (elevados) exigidos por ese mismo deudor. Un disparate. Cuando el Estado no paga se enciende la mecha de un barril explosivo que provoca paro, quiebra, deudas, y todo en cadena, afectando a numerosas otras empresas.

Mi amigo tampoco entiende, ni acepta, que el Estado haya decidido no reducir drástica y críticamente su tamaño para orientar esos recursos a empujar, siquiera mínimamente, el país hacia arriba, aun infructuosamente: ¿Cómo si no justificar las brutales ayudas a la banca (muchos de ellos muertos ya, aunque coleen) y a la vez explicar el cerrojazo a la inversión, a la I+D y a servicios sociales básicos? ¿Dónde han quedado las supuestas beneficiosas consecuencias de tan tremendo apuntalamiento bancario? ¿Por qué no están percibiéndose por quienes sí pueden sacar al país de esta ruina (y no son la banca)?

Por último, mi amigo italiano no entiende, ni acepta, que a la peor crisis de la reciente historia europea estemos enfrentando el peor grupo de políticos que alguna vez haya pasado por los sillones del poder, acaso porque cómodamente hemos renunciado a la seriedad en favor de exacerbadas posturas ideológicas, siempre tan mediocres...

Reitero: no soy yo quien habla en la fría sobremesa. No respondo. Asiento. Coincido. Porque en puridad no puedo estar más de acuerdo. Incluso en una de las conclusiones más ásperas que expone mi amigo: que nada de lo que digamos, nada de lo que nos quejemos, va a resolver esta situación, tan atrozmente gestionada por nuestros ineptos políticos, tan brutal con el futuro de las personas, una situación que cada día depende más de nuestras esperanzas y menos de las antesalas del poder.


viernes, 1 de noviembre de 2013

Reformar el desastre

Me increpa un lector por hacer yo leña, en su opinión, con la situación de nuestro país y calificarla como desastre sin aportar datos o valoraciones cuantificadas. Supongo que del hastío general surgen contrapuntos: estamos tan cansados de esta derrota continua que necesitamos creer que las cosas están mucho mejor de lo que nos cuentan. Por desgracia, hoy no concederé espacio alguno para las esperanzas infundadas. De ellas ya se encargan (y muy mal, por cierto) nuestros prebostes del Gobierno.

Y sí, son infundadas las esperanzas. Porque un trabajador en España cobra mensualmente entre 200 y 500 euros menos de salario que un trabajador de la Europa a la que nos parecemos. Porque, de acuerdo al INE, en renta estamos más cerca de Chipre que de Francia. Porque en el ranking de países que abrasan a sus ciudadanos a impuestos, ocupamos el quinto puesto (sexto, si nos referimos a empresas), pero en recaudación somos la última de las grandes economías. Porque es vergonzoso que hayamos aumentado el déficit en 40.000 millones de euros para rescatar cajas de ahorros y que nunca haya dinero para paliar la pobreza. Porque es un suicidio que cumplamos con las exigencias de la troika (palabro que remite a la época del Gulag) cebándonos en la inversión, la I+D, el gasto social (todo lo que tira hacia arriba del país) sin sacar adelante ni una sola reforma que redimensione la administración, tan ineficiente como desmedida.  Porque la realidad es que la política, hoy por hoy, constituye el mayor fracaso vivido en treinta años.

¿No es España, por todo ello, un puro desastre?

Lo es. Como desastre es el Gobierno que gobierna. Como desastre es el Presidente que preside. Como desastre es la perpetuidad del contubernio cada vez más descarado del poder político con el poder económico. Como desastre es que me pregunten desde Perú si es cierto que aquí la gente busca algo para comer entre las basuras, imagen que recuerda a la Argentina del corralito, imposible de creer en Europa.

Todo, todo es un desastre. Del independentismo a la educación, pasando por la hacienda pública, el nivel industrial, los muchos Bárcenas, la casa del Rey y el voto de los ciudadanos. No me increpen, por tanto, con cuestiones de fácil respuesta. Háganlo porque les parezca yo despectivo, negativo o criticón. Pero la sociedad civil ha de hacerse oír cada vez más alto y claro, y a este objetivo pienso entregar con alguna frecuencia los 2.450 caracteres de esta columna.