viernes, 26 de diciembre de 2014

Hartura de 2014

Si echo un vistazo a los asuntos que me han interesado en 2014, encuentro: el invisible camino de una recuperación económica que dicen que alucina al mundo entero y que los demás calculamos en términos de millones de desempleados y familias en una atroz situación; el aplastamiento fiscal al que nos someten como única forma de salir del atolladero, dada su infinita incapacidad para renovar un Estado (central y autonómico) demasiado grande y caro, mandato inequívoco por el que obtuvieron una mayoría política sin ambages y que han lapidado lo mismo que los tontos asan la manteca (y caro les va a costar); las sucesivas idioteces que sueltan los portavoces de todos los partidos políticos, esa maquinaria sin talento alguno, reconvertida en parrilla de televisión y de obviedades gástricas, porque al parecer la opinión pública ha desistido de la reflexión y se ha sumado al griterío y las banderas, como en los partidos de fútbol; la eternidad del conflicto independentista, teñido de objetivos que nadie sabe definir y de razones pésimamente descritas, muy capaz de crear atmósferas opiáceas en las mentes humanas de unos y otros, porque actúa de tal manera que lo ha desvirtuado todo, no solo el presente y el pasado, también el futuro, haciéndonos caminar por un sendero de incierto fatal destino, que no hay mejor alucinógeno si descontamos las píldoras "anti casta" que otros, en otra batalla, sueltan en sus discursos (quizá por carecer de otro); la sensación de agotamiento en unos servicios públicos que, no obstante, parecen ya dispuestos a prender al morlaco por sus más empitonadas astas, aunque falta por ver si por fin empiezan a fucionar como siempre hemos esperado de ellos, que no en pos de la fama o el dinero o los intereses de otros, sean estos otros poderosos o no; y la corrupción, esa presencia hamletiana que afecta a todos los estamentos administrativos, unas veces en beneficio de unos pocos y otras veces en beneficio de los partidos políticos, los mismos que la niegan (tampoco pueden hacer otra cosa), y que retrasa e incluso inhabilita el progreso de este país, impidiendo que seamos ciudadanos libres y satisfechos de nuestras instituciones y en el dinero que a través de los aplastantes impuestos hemos venido dejando en ellas...

Nada de todo esto ha pasado solo en el 2014, lógicamente. Pero sí es cierto que en este pobre año que se nos va la suma de todas estas circunstancias ha devenido en un único grito: basta.

Feliz Año.

viernes, 19 de diciembre de 2014

Diez años junto a Queco

La última vez que escribí su nombre, Queco acababa de cumplir cuatro añitos. Ayer hizo diez. Diez: toda una década de mi vida junto a él, tan completa que nada de cuanto yo fuese anteriormente tiene sentido. Día a día lo compruebo, y día a día me empeño en no olvidarlo nunca.

Dirán ustedes que son palabras de padre, cargadas de emotividad y ternura. Y palabras son: no encuentro mejor manera con la que expresar mi alborozo de tan grande como es su presencia, de tan limpio y minucioso su cariño. Y aunque no necesite narrar o compartir lo que siento, que cualquier padre sabe perfectamente lo que estoy diciendo, quiero escribir hoy la columna por puro capricho: las mejores circunstancias de la vida no se producen por necesidad, sino por satisfacción, y la mía es infinita.

Queco ya no es aquel niño que imaginaba tigres a los que yo debía hacer huir con una vara imaginaria y que lloraba cada mañana cuando le dejaba en el cole. Ha crecido mucho. Ya no siente miedo del tigre y acude a clase sonriendo: pero sigue abrazándose a mí en el sofá cuando vemos juntos una de sus películas favoritas, aún me muerde con cariño en la nariz diciendo cuánto me quiere, aún reclama cosquillitas en la espalda porque le gustan y sabe que nunca se las niego. Y aunque yo no sepa cuánto más podré disfrutar de su infantil cariño, he decidido no apenarme por el sombrío porvenir que tantos otros padres auguran. Cada día que paso junto a él es un milagro y los milagros solo admiten una única responsabilidad: disfrutarlos sin pensar que un día han de acabar.

Bien sé que el tiempo transcurrirá deprisa y que se llevará a mi pequeñín de mi lado para que construya su propio camino. Y llegado el momento, será a mí a quien el tiempo aparte del suyo, como apartó a mi padre hace un año para que yo advirtiese, lúcida y tardíamente, lo importante que me resultaba su presencia. Pero antes, ojalá, un día Queco tendrá entre los brazos a su propio hijo recién nacido, y desde ese momento ya solo tendrá ojos para la sonrisa infinita de cuerpecillo frágil que le mirará con inmenso amor. Entonces olvidará que una vez él lo fue todo para mí y que sin él no puedo vivir porque tengo tácitamente mi alma encerrada en su cariño hasta el punto de sentirme perdido cuando no le veo con mis ojos o no le siento en mis oídos.

He de ser yo quien, desde ahora, aprenda a disculpar sus descuidos y a quererle tanto como lo he venido queriendo en estos diez brevísimos años ya transcurridos


viernes, 12 de diciembre de 2014

Un tal Nicolás

Al término de una siempre importante reunión con empresarios del metal, celebrada este miércoles en Madrid, justo en los momentos en que se comparte mesa, los allí congregados, que no serían más de una docena, empezaron a reír abiertamente con toda serie de chascarrillos y chanzas referidos a ese personaje tan curioso como esperpéntico llamado "el pequeño Nicolás", a quien por cierto llaman Franky los entendidos en estas cuestiones palaciegas. Quedé estupefacto porque las informaciones de café parecían mucho más sólidas y amplias que aquellas leídas por mí en los periódicos, y si ya a estas alturas del fenómeno me sentía desconcertado por el grado de saturada estupidez que parece correr por los despachos oficiales, tal y como es manifestado en las tremendas revelaciones periodísticas, en esos momentos creo que mi rostro dibujó una expresión de total abatimiento y mi mente empezó a elaborar una teoría particular por la que se declaraba que todo cuanto estoy viviendo estos días es un sueño, que nada existe en realidad, aunque yo no lo pueda distinguir, porque sabido es que en los sueños impera el absurdo, el contrapunto irreal, la figuración más ominosamente espantosa, la entelequia abominable de la sinrazón.

Por los motivos arriba apuntados les dirijo esta columna hablándoles como se habla a los productos de la mente que aparecen en nuestras ensoñaciones. Ustedes no existen, no son reales, no están, o al menos no en sentido físico, tangible bajo experimentación. De ahí que me atreva a preguntarles, con todo el respeto que se puede albergar en un mal sueño, si ustedes, al interesarse tanto por las aventuras y desventuras de este rapaz lenguaraz y pertinaz, no se han vuelto tan estúpidos como los roles palaciegos y gubernamentales que están apareciendo en el embrollado tinglado de esta esperpéntica farsa, para vergüenza eterna de sus amigos, correligionarios y familiares.

Porque, oiga, lo pregunto en serio, que aunque esté soñando aún mantengo vigentes mis cavilaciones más capaces. Todo el asunto hiede, es una mierda inmensa que no se le ocurre ni al magín más experimentado en pergeñar bestsellers de lectura inmediata. Yo que pensaba dedicar unas palabras al despropósito marciano de enviar seres humanos al planeta rojo para que mueran allá bien lejos, en la remota soledad de sus insensateces, y resulta que el filón se encuentra aquí, en un crío deslenguado y demente capaz de arrasar en cuota de pantalla narrando el más invertebrado culebrón desde que Angela Channing cambiase las uvas por el punto de cruz. Lo tiene todo: timo, dinero, poder, no creo que falte de nada, ni siquiera las obligadas putas o los maletines del FBI con billetes marcados (ríase el CNI cuando se persone en el juzgado).

Y ahora, si me lo permiten, voy a pellizcarme, por ver si despierto, que esta pesadilla, tan mediática e inefable, tiempo ha que superó todas mis tolerancias y la práctica totalidad de mis desdichas.

viernes, 28 de noviembre de 2014

Esperpento

En Liverpool, desde donde les escribí la semana pasada, me preguntaron italianos, alemanes, belgas, ingleses, franceses y checos por España. ¿España?, un esperpento, simplemente grotesco, respondía yo. Somos un azud que saca agua putrefacta y corrompida, por hilaridad o morbidez: ambas justificaciones son ya la misma. No solo parece pútrido el Gobierno, con sus ministros imputados y sus obcecaciones tecnocráticas (¿a esto se dedican los abogados del Estado?), su flema impertérrita, su gobernanza de calavera y su descrédito en aumento. También se pudren en las cloacas súbitamente emergidas los figurones de ahora y de siempre, apegados a sus poltronas y a sus autos descapotables; y el periodismo de medio (mediático) pelo, capaz de estremecerse en carne viva con los pleonasmos de un mequetrefe veinteañero metido a tahúr y embaucador de grandes; o los orgasmos (que rima, no solo lingüísticamente, con pleonasmo) de una población civil no digo narcotizada, digo delirante, que acepta con total naturalidad los discursos fútiles de un mesías con coleta surgido del mundo televisivo. Somos un país estancado (y parece que a gusto) en una decadencia infinita, sin capacidad para articular un modelo económico correcto (dichoso amiguismo), y sin reacción ante los estímulos externos porque los internos, ay, hace tiempo que fueron sepultados por un hedonismo ultrajante.

Usted dirá que todo esto son tropelías, que en los próximos comicios todo volverá a su cauce de futuro.

Y un cuerno. No basta quitar unas personas para que entren otras; hay que restaurar las doctrinas más puras y acorazarse contra la transigencia: la intransigencia es el síntoma de la honradez (Azaña dixit). Todos, usted también, especialmente si alguna vez se vio favorecido, hemos condescendido demasiado, por no decir estúpidamente, con la especulación, el nepotismo, el favoritismo por encima de las cualificaciones, las fórmulas carpetovetónicas del “colóqueme usted a un primo que tengo en ese puesto de allí que ya me encargaré de decírselo a todos para que le voten”. De tamaña condescendencia, prolongada durante décadas, provienen estas aguas putrefactas que nos sumergen ahora en un esperpento atroz y basto, difícilmente tolerable ya, porque en los tiempos de bonanza hasta las bragas pueden compartirse, pero en las dificultades de ahora solo puede repartirse la miseria, y a esa nadie la quiere. Y nadie la desea.

En fin. Me voy a Colombia. La próxima semana les cuento.

viernes, 21 de noviembre de 2014

Otra Cataluña

Van a pensar que viajo demasiado. Y es cierto. Esta semana vuelvo a deambular por tierras inglesas, concretamente por la beatleniana Liverpool. Algunos amigos preguntan, con cierta frecuencia, si realmente me pagan por desempeñar este trabajo o soy yo quien paga por él.

A lo que iba. Ayer por la noche, miércoles para usted, tras disfrutar de una sabrosa cena en el mejor restaurante indio de los renovados diques de la ciudad en compañía de unos colegas belgas, holandeses, franceses, checos y eslovacos, nos dirigimos a un pub (obligada costumbre) para trasegar una buena cerveza inglesa. En realidad, finalmente cayeron varias pintas, no podría ser de otro modo. Algunos de mis colegas optaron por un gin&tonic (una vez más, resultaron ser varios, tantos como pintas ingerimos los restantes). En un momento de la velada, tras exhaustar algunos temas clásicos de conversación internacional (fútbol, crisis, fútbol, la reina de Inglaterra, fútbol), a un belga se le ocurrió preguntar, mirándome con expresión sarcástica: "¿Y Cataluña, qué?".

Entonces me di cuenta de que todos ellos, salvo el segundo belga, que conoce muy bien España, se adherían a la independencia de Cataluña como previamente se habían adherido a la independencia de Escocia. Los belgas, obvio es, por sus dos mitades felizmente bien coordinadas. El checo y el eslovaco, por similares razonamientos. El francés, porque sí. Y el holandés, por aquello de no quedar conmigo y el otro belga en minoría. Evidentemente no fue un charla seria. Se trataba de una conversación sarcástica aderezada por los gin&tonic y con una clara intención de afrentarme. Pero no me dejé.

Dejo para otra ocasión los detalles de los sarcasmos que continuaron. Pero sí quisiera compartir con ustedes la siguiente idea: Cataluña, o Artur Mas, como quieran, ha logrado hacerse oír. No estaba muy seguro de ello, pero ahora sí lo estoy. Muchos europeos creen, o parecen creer, que Cataluña fue una nación independiente en el pasado y que actualmente es una región con todos el derecho a existir al margen, quizá contra, España. Seguramente contra.

El éxito de esta estrategia de comunicación, bien eficaz, contrasta dolorosamente con la imagen de tenaz inmovilismo del Gobierno, o de Rajoy, para ser precisos, que en esto, como en tantas otras situaciones, sigue dando puntadas sin hilo, aparentando estar sobrepasados por los acontecimientos, que ya es decir. Una pena.



viernes, 14 de noviembre de 2014

Lo de Cataluña

Nuestra implantación identitaria tiende a proclamar que es testimonio vivo de alguna minoría. Esta ansiedad está muy extendida y viene entremezclada con versiones rudimentarias de discursos sobre derechos adquiridos (o heredados), como si tal dialéctica desencarnase al sujeto del capitalismo transnacional en que vivimos envueltos, y a su trascendencia histórica. En Iberoamérica, muchos indios se autoproclaman solamente para tener el derecho a ser reconocidos. En Europa, lo identitario es más complejo y busca ser Estado.

El mercado provee identidades a lo largo y ancho de este planeta como si fuesen jabones (viaje un poco y lo comprobará). El mercado, en este caso, es la política: al ciudadano sagazmente ha de bastarle con el cuidado y fomento de su propia identidad, sus acervos culturales y su folklore más autóctono, pero al político tal menester siempre ha de parecerle insuficiente y, por tal razón, tiende a convertir la identidad en un problema de Estado (o de falta de Estado) y a convencer a las masas de la imperiosa necesidad de resolver tal desorden innatural de los hechos. Este modelo (que se denomina nacionalismo) actúa al principio en defensa del ciudadano-víctima “diferencial” frente a su contrario histórico, aunque dicho contrario no exista o sea de ingeniosa invención, y trata de imponer un desarrollo de la diferencia cultural hasta convertirla en dominante. Esta imposición asfixia y enmudece a quienes no la aceptan y realza a quienes sí la asumen. Huelga decir que dinero y poder garantizan ciertos objetivos.

Y digo ciertos porque en Cataluña hemos visto que el ciudadano ha superado las imposturas absolutistas y no está en la brega de resignarse al nacionalismo separatista. La consulta (o como se llame) del domingo ha reflejado que Cataluña y España son una misma unidad, no por quienes acudieron a los colegios a depositar su papeleta en la urna sino por deseo implícito de quienes no acudieron a hacerlo. La clave hay que saber leerla: Cataluña quiere disponer de un espacio propio como nación sin Estado y para ello la mayoría de sus habitantes está pidiendo que Cataluña reconecte con el resto de España, no con su Gobierno, para lograrlo. No existe una clara mayoría separatista, pero sí es mayoritario el sentimiento de buscar un esquema político más autónomo y verdadero. En este sentido deberían trabajar los dirigentes.

Como es habitual, los dirigentes andan enzarzados en disputas mediocres y sin sentido.

viernes, 7 de noviembre de 2014

Estando lloviendo

Fue hace unos días tan solo. Encontrándome leyendo a uno de mis columnistas favoritos, topé con el gerundio de repetición, la extravagante forma de gerundiar, según Sainz de Robles, que acuñase Cela tras los decisivos estudios de Fabià Estapé, uno de los más influyentes economistas políticos de nuestra Historia reciente, quien además columbrase, para inteligencia y entendimiento del vulgo (usted y yo), cómo el gerundio fue eliminado en la Segunda República a golpe de leyes por afrentar la plasticidad del castellano. Es de común conocimiento que el gerundio fue ampliamente usado durante la dictadura de Primo de Rivera y en la de Franco, quien por cierto protagonizó la anécdota “gerundiense” más afamada de todas, a causa de una escopeta Pudsley.

Pues bien, estando lloviendo el pasado martes, tanto que no podía distinguirse en toda Donostia el embite de las olas en La Concha de los golpetazos inmisericordes de la galerna contra el suelo, no logro recordar que sucediera cosa más merecible de recuerdo que los estruendos formidables de los truenos que, en aquel momento y durante toda la noche, cubrieron la ciudad con su retumbar de ultratumba. Con razón este Diario Vasco comentaba, a la mañana siguiente, que había caído más agua en una sola tarde que en un mes completo. Y tampoco por Bilbao, el antagonista complementario, hubieron de quedarse mancos, porque estando comiendo muy cerca del Nervión, vi caer agua a mantas y a espuertas (yo no sé cuál de las dos escoger) como si hubiese surgido una disputa adicional entre las capitalidades vascongadas por ver quién arrojaba más litros por metro cuadrado sobre la rúa.

Por si no lo han percibido, aunque convencido estoy de que sí, trato hoy de ejemplificar el estrépito de un meteoro con el acallamiento momentáneo de los muchos ruidos políticos y sociales que proliferan a cada instante en estos tiempos líquidos que vivimos, y no líquidos porque caiga más o menos agua. En la parte vieja de Sanse las gentes se apostaron bajo los dinteles de los bares de pinchos para contemplar el majestuoso espectáculo brindado por la tormenta, tanto la que rasgaba la mirada con hilos continuos de refulgente transparencia, como la que discurría calle abajo en riada. Por un momento, incluso el partido de fútbol, no digamos ya los partidos políticos, quedaron mudos.

Y estando contemplando la tormenta, supe que el discurso de la lluvia, por repetido, pronto habría de concluir. Pero no los restantes...

jueves, 30 de octubre de 2014

A los palacios subí

En el libro de Ciencias Sociales del enano (5 de Primaria) comienzan el programa lectivo explicando que hubo un periodo, llamado Edad Media, que dio inició con la caída del Imperio Romano. No explican qué fue el tal Imperio Romano o quiénes eran los germanos que saqueaban sus ciudades, aunque lo mencionen todo en negrita: como en la célebre novela de Cela, eso no viene, y tampoco parece importar demasiado.

Me resultó sencillo explicar a mi hijo lo de los estamentos: nobleza y clero (privilegiados), campesinos (oprimidos). Es lo que vemos en nuestro turbulento presente. Juzguen los motivos por los que el mundo está cada vez más dividido, o por qué los bancos centrales golpean impíos a la clase media hasta dejarla en la pobreza, o por qué las medidas políticas siempre benefician a los mismos… Se trata de la eterna defensa de los privilegios: una palabra que implica, sin ambages, desigualdad y corrupción.

Corrupción. No sé si es sistémica o una suerte de metástasis apoderada de todo. A este paso acabo abandonando mi habitual abstencionismo y voto a los del gurú pablemos en las próximas elecciones, aunque sea simplemente por chinchar. Todo, absolutamente todo, está putrefacto y sangra por los costados. No las instituciones, sino los nombres propios que han pasado por ellas (¿acaso hay alguno que se salve?). Hay tal abundancia de mangoneo redundante y rutinario en el que han incurrido en cuanto han tocado poder, tanto saqueo continuado al billón largo de euros del dichoso PIB, tanta codicia y tanto hermetismo entre todos los que menudean por los despachos, sin importar signo político, formación o aptitudes, que dan ganas de engendrar una nueva revolución a la francesa y acabar de una vez por todas con tantos “pujoles, granados y blesas” que abundan en estas aguas. Acaso no haya otra manera de curación: el perdón nada soluciona. Y créanme que con lo de revolución no me refiero a las asambleas emergentes de nuevo cuño (eslogan obamístico incluido) que nada han demostrado aún, acaso intolerancia.

La Edad Moderna se inició con la imprenta y terminó con las decapitaciones de La Bastilla. Nuestra Edad Contemporánea aún no ha visto su ocaso, o quizá sí y no lo hayamos advertido, de tanta ceguera tecnológica que manifestamos. Pero que se anden con cuidado, porque siempre ha sido en Europa donde, hastiados de oligarquía estúpida y egoísta, los ciudadanos solemos asestar golpes de mano capaces de hacer temblar la Historia.

viernes, 24 de octubre de 2014

Salir fuera

Escribo esta columna desde la comodidad de un pub próximo al Parlamento Británico, en Londres. Estoy esperando la comanda. He pedido "fish and chips" y una pinta de cerveza oscura. Todo un festín. El lugar no se encuentra masificado, pese a los prejuicios iniciales de su localización. Seguramente todo el paisanaje aquí reunido sea de cualquier lugar excepto de Londres. Como yo. Disfruto de la tranquilidad y la comodidad que me produce estar en un bar donde nadie habla en voz alta y el personal que sirve las mesas, todos muy jóvenes, es amable y atento. En la calle, ajetreadísima, como no podía ser de otra manera, la vida transcurre a otro ritmo.

Me ha traído a la City unas reuniones sobre metales y minerales que se celebran durante toda la semana. En ellas, un puñado de profesionales muy eficientes, que no saben hablar de otra cosa, exponen los planes y estrategias que esperan al sector del zinc o del cadmio durante 2015 y más allá. Anoche cené con los organizadores en un restaurante maravilloso ubicado a dos manzanas de Oxford Street. Durante la cena no se habló de otra cosa que, adivinen, zinc o cadmio. La comida, de diseño, pequeña en tamaño, magníficamente presentada, era una mera excusa para exhibir prosperidad, poder, seguridad. Ignoro la cuantía de la factura. Sólo puedo decirles que me aburrí soberanamente.

En las pocas noticias que he seguido estando aquí se hablaba, principalmente, del incidente armado ocurrido en Canadá. Ni una palabra del ébola, de visas negras, de corrupción, separatismo o de Podemos. Todo lo más, la única concesión, ciertas menciones a la paliza propinada por el Real Madrid al Liverpool. Resignación y encogimiento de hombros. Es en lo único que he podido encontrar cierta similitud a lo que hablamos en España.

Esta sociedad es educada y discreta (salvo cuando se emborrachan), y se nota. No observo crispación ni sobreactuaciones a causa de la indignación política y social. Todos parecen estar por la labor de arrimar el hombro, superar las diferencias y continuar hacia la prosperidad y la paz cívica. A nadie puede extrañar que Londres sea el lugar preciso para los negocios, el mercado, las inversiones y el futuro. Nosotros, tan descreídos, cainitas e iconoclastas, vivimos inmersos en la ira y la venganza, en el separatismo a ultranza y la envidia al prójimo. Por este motivo las buenas oportunidades siempre se las llevan los demás. Lecciones de estar fuera. Lecciones de democracia, supongo.

viernes, 17 de octubre de 2014

Yo no soy Teresa

Quizá muchos de ustedes se identifiquen con Teresa, la auxiliar de enfermería contagiada de ébola, cuyo nombre recorre diarios, redes sociales y whatsapp. Yo no. No soy como ella, ni por asomo: carezco de la vocación y voluntad suficientes como para dedicar horas enteras de mi vida a cuidar enfermos. No dispongo de tal abnegación: aunque quisieran retribuirme con unos emolumentos generosos (que, desde luego, Teresa y tantos otros no perciben ni percibirán jamás). Yo no soy Teresa. Ni he enfermado del dichoso virus, ni lucho por sobrevivir. Eso ha de quedar claro.

Sucede que tampoco me identifico con las miríadas de voces que se han alzado alrededor de este caso. Me han podido indignar sobremanera las burradas proferidas por un médico que ejerce en Madrid de Consejero de Sanidad, tanto o más que el descontrol manifestado por nuestras autoridades a la hora de tratar la crisis del ébola. ¿Qué les puedo decir? Esto está sucediendo porque vivimos en un país donde el presidente de Gobierno parece no existir, donde el propio Gobierno carece de credibilidad (he ahí a la ministra del ramo, por mostrar un ejemplo), y donde las instituciones estatales se encuentran en una situación tal de descomposición (venida de arriba abajo, que no de abajo arriba) que apenas se observa salida alguna, justa y juiciosa, a esta decadencia atroz que nos atenaza y oprime.

Decadencia que no se deduce de calamitosas decisiones sanitarias, de manifestaciones repudiables de ciertos responsables políticos, o del alarmante nivel de incompetencia que se observa en los más altos despachos ministeriales. Es una decadencia proveniente del vacío absoluto en el que, paradójicamente, sigue funcionando nuestro país, así sea en un hospital, una comunidad autónoma o el consejo de administración de una caja de ahorros. Cualquiera pudiera pensar que en el vacío es imposible que pueda subsistir nada, pero llevamos años viendo que no es así, que en ciertos vacíos el sistema político se torna nepotista y oligarca (casta), y que cualquier cosa que caiga en ellos es de inmediato engullido y reconvertido en algo capaz de sobrevivir e incluso vivir muy bien, mejor que usted y yo.

Creo que esto del ébola hubiera sucedido con cualquier gobernante de cualquier ideología de las últimas décadas. La ineptitud está así de extendida. La política es, desde hace mucho, ficción. Y muchos de nosotros vivimos contagiados no de ébola, sino de decadencia. Y al vacío es adonde acudimos.

viernes, 3 de octubre de 2014

Octubre

Desde el año pasado le tengo al mes de octubre un cierto recelo indisimulado. Le asocio alguna de mis peores catástrofes, esos momentos negativos, desquiciantes, de inquietud exacerbada casi rayana en lo angustioso, en los que la rabia, la pena, el dolor y las lágrimas se combinan para producir desgarro y rencor. No un rencor humano, producto de la envidia o la soberbia, no hablo de rencores procedentes de pecados más o menos capitales, sino rencor irracional hacia algo tan artificial como es un calendario, rencor justificado solamente en la coincidencia fortuita de sucesos y almanaque. Ya ven ustedes, qué simplificad de enconos llevo dentro de mí…

Octubre me arrancó, hace un año, de la vida, de mi existencia, al hombre que me dio el ser y el apellido. Y sé perfectamente que en la batalla contra la muerte no hay posibilidad de victoria, si acaso de despiste, por aquello de engañar una vez más (qué listos queremos parecer a veces) al espectro maléfico del vacío eterno, como si en tal ilusionismo hubiese una verdad no sustentada en trucos y embustes. No hay cosa peor que creernos las propias mentiras, pero en esto de enfrentarnos a la parca y reír a mandíbula batiente ante los amigos de la proeza de seguir vivos, creo que no puede haber sino tolerancia infinita.

Siempre hablo con melancolía, y sentido desasosiego, del otoño. Hasta el año pasado, por la convicción de las hojas mustias, amarillas, arremolinadas en las veredas de los parques o sobre los sumideros de las alcantarillas, donde se pudren (o fallecen) sin darnos cuenta siquiera de la hermosura que impregna en nuestros pasos su color ambarino, azafranado. Desde hace exactamente un año, porque sé fehacientemente que mi vida ha entrado ya en su otoño más largo y prolongado, mucho más que las inocencias de la vernal infancia o los estivales atolondramientos de juventud. Sigo preguntándome, por ello, qué me ha de deparar el invierno, y qué sensaciones llevaré dentro…

Hoy no me apetecía hablarles a ustedes de ninguna de las noticias que se repiten en los telediarios o en las tertulias de los bares. Hoy mis dedos solo saben escribir con la tinta áurea de las hojas caídas y de una tierra removida antaño y reposada ya sobre los huesos en descomposición de quien una vez fue mi padre, convertido ya en polvo y recuerdos, testimonio de mi más melancólico otoño, de la más honda y sincera pena del corazón, el mío, que llora sin consuelo alguno ni esperanza alguna de ello…

viernes, 26 de septiembre de 2014

Dimite, que algo queda

No me interesa la dimisión de Alberto Ruiz-Gallardón como ministro de una Justicia de la que, no quedando apenas nada, quiso acabar con lo restante. Se trata de uno de esos tantos adioses protagonizados por los políticos, capaces de morir y resucitar infinidad de veces, de fingida humildad y lealtad hacia el inquietante preboste máximo que, cual dedo de Dios, va señalando a las almas el camino de su destino final: infierno o cielo (curiosa esta concepción de serial-killer que le están adjudicando a nuestro presidente, cuando resulta obvio que se limita a contemplar los suicidios colectivos ajenos).

Decía que no me interesa mucho el suicidio político de Ruiz-Gallardón, hombre constantemente obsesionado por el poder, el ninguneo corporativista, las relaciones empresariales de alto riesgo (y mucho dinero), los líos de faldas y no sé cuántas otras más. Pero mucho menos me interesa la dimisión del presidente de RTVE, un tipo al que no conozco de nada (supongo que le conocen en su casa a la hora de comer) y del que antaño se escribieron ríos de tinta tildándole de afamado gestor y reputado mandamás (aunque fama y reputación, bien se sabe, valen lo que cuesta que otros la refieran).

Si no me interesa la historia del tal Echenique, a mí que hace ya una década que no veo ni un solo programa de esa cadena ni de ninguna otra, no es por su edad, similar a la mía, ni por las hondísimas esperanzas puestas otrora en él por los muchos autores que ríos de tinta sembraron en los medios lisonjeándole, como bien dije antes. Querer salvar la tele pública y perder 300 millones de euros es hacer bien las cosas, digo yo. Pongamos al margen la lucha por la audiencia o los escándalos informativos y la vuelta de tuerca a los contenidos televisivos que, como suele decirse, se deseaban de gran calidad. Digamos bien alto que de lo que se ha tratado, y supongo que aún se trata, es de cómo meterle mano a un pedazo de corporación con más de 6.000 empleados, muchos de ellos brillantes (aunque me temo que a los mejores los prejubilaron hace tiempo), y al inmenso agujero negro que se esparce sobre los resultados económicos de semejante mostrenco.

Sinceramente, me preocupa poco la dimisión de Gallardón, pero mucho menos la de Echenique, porque sin la tele puedo vivir y de hecho vivo tan ricamente (les aconsejo que tiren el trasto al punto limpio y lo comprobarán), pero sin Justicia no. Y hace tiempo que quería ver la Justicia sin al ya ex ministro.

viernes, 19 de septiembre de 2014

Alba

En gaélico escocés, Alba es el nombre con que se denomina a Escocia. El país que ayer (hoy, cuando escribo esta columna) votó sobre su independencia.

Viví un par de años en Edimburgo. Eso ocurrió hace ya un tiempo, cuando todavía los escoceses se limitaban a comentar, con evidente satisfacción y orgullo, que ellos no eran ingleses. Hospitalarios, el pueblo escocés acoge al extranjero con exquisitez, brindándole descubrir no solamente las tierras altas donde Rob Roy combatió a los ingleses o la cabeza del célebre monstruo que aparece y desaparece en las frías aguas del canal de Caledonia, también su cultura propia, su historia, leyes, religión… su tierra. “Algún día volveremos a ser un país”, se limitaban por entonces a proclamar en los pub jugando a los dardos (en esto no se distinguen mucho de sus vecinos). En la década que ha transcurrido desde que abandoné Edimburgo, es evidente que las mentes de los escoceses han avanzado mucho por el trecho que lleva del lugar donde arraigan los sentimientos nacionalistas hasta el pozo de la política secesionista (iba a escribir que es un pico, pero lo he cambiado), donde aquellos se convierten en punto sin retorno.

La política no es nada sin un Estado donde desarrollarse. La política que se fundamenta en sentimientos provenientes de la historia y de la cultura, pero no en presupuestos ni en leyes orgánicas, no puede llamarse política. Es algo muy distinto. Yo mismo comienzo a darme cuenta de que las mareas humanas, conformen se van nutriendo de más y más almas que proclaman una misma consigna, por convicción o por adhesión, con razón o sin ella, son imparables y quizá deban ser atendidas con mejores intenciones. Ignoro bajo qué negociaciones (de paz, siempre) o qué condiciones se han de efectuar las solicitudes. Pero es evidente que, mientras el clamor siga creciendo, los oídos sordos solo pueden conducir al distanciamiento. El clamor con clamor se responde. Al clamor secesionista solo se le puede oponer el clamor que boga en pos de la unión de los pueblos. Y encabezándolos, solo pueden emplazarse políticos de inteligencia y firmeza. No son los nuestros, por desgracia.

En Escocia se ha disputado no la identidad de un pueblo, cuestión evidente de por sí, sino la forma política y social de reconstruir una antigua nación hasta ahora diluida. Y se ha efectuado conforme a la ley y al diálogo. Por eso mismo, y sin saber cuál ha sido el resultado, yo he votado figuradamente por Alba.

viernes, 12 de septiembre de 2014

La muerte de un banquero

No sé quién era Emilio Botín. Conocía al banquero, al igual que ustedes. Por la prensa. Por las notas informativas. Por Wikipedia. Jamás me lo encontré en Santander o en Madrid por la calle. He aprendido más de él en los últimos dos días que en el resto de mi vida. En realidad, el banquero de la corbata roja nunca me interesó más allá de lo que puede interesar alguien reconocido por ser un muy notable empresario. Pero, fíjense qué enorme es la diferencia: el banquero muere y de inmediato le sucede otro banquero, pero muere el hombre y nada puede ocupar su puesto. El nuevo banquero es su hija. Mismo apellido. E idéntico desconocimiento mío sobre quién es esta mujer que asume el sillón desde el que gobernaba su padre. Uno concluye que los banqueros son de quita y pon (las grandes maquinarias parecen no poder caminar solas), al igual que los productos financieros y las donaciones.
Sigo sin saber quién era Emilio Botín. Y, realmente, tampoco me importa, dicho sea con todo el respeto del mundo, pues no deseo significar indiferencia o crueldad con esta aseveración: solo decir que la persona escondida bajo el presidente del mejor banco de España, en puridad, nunca significó nada en mi vida, al igual que tantos y tantos otros personajes ilustres de nuestro tiempo. Casi me da más pena advertir la desaparición del banquero (a quien algo conocía) que al ser humano (de quien lo desconocía todo). El hombre, una vez muerto, es, antes o después, pasto del olvido, al igual que su sombra deja de producirse y del nombre solo queda una lápida escrita. Las lágrimas se secan. El dolor deviene rutina. El recuerdo, pena. Todo acaba diluido como si jamás hubiese existido. Será su mujer, su hija (no la banquera), sus amigos, quienes acometan el ingente esfuerzo de vencer la inercia de su ausencia. Pero ese hombre, Emilio Botín, presidente de uno de los bancos más importantes del mundo, jamás fue nada para mí.

Leo con pesar algunas manifestaciones sin respeto alguno por el descanso eterno de Emilio Botín. Mal signo de estos tiempos tan líquidos. Se habla demasiado. Se insulta demasiado. Se opina demasiado. Ni siquiera sé por qué debo escribir esto mismo cuando, entre personas de madura sensatez, debería resultar obvio. Acaso sea el estigma de los banqueros: ser vociferados incluso después de muertos. Aun así, ¿qué importa? Siempre escupen los mismos. Cuando sean ellos quienes desaparezcan, también sus nombres se borrarán para el olvido...

viernes, 5 de septiembre de 2014

Seguridad planetaria

Los godos saquearon el Imperio Romano tanto de oriente como de occidente. La debacle imperial comenzó en el momento en que Roma decide externalizar en ellos la defensa y seguridad de sus fronteras. Los godos, perseguidos por los hunos, comenzaron así defendiendo al Imperio de vándalos, de hunos, de revueltas… para finalmente acabar destruyéndolo. Roma se barbarizó desde dentro. 

La historia de Alarico y Honorio continúa vigente. El 11-S convirtió en asaltador del nuevo imperio a quien no tantos años antes se había identificado como luchador por la libertad en Afganistán. Algo así ha sucedido con los islamistas del IS en Siria e Irak. Estados Unidos primero bombardea una ciudad, una región, un país, protege al islamista que considera aliado, y luego descubre con estupor que ha de volver a bombardear esa misma ciudad, región, país, porque había dejado su protección en manos desalmadas manos por no poder mantenerla. Barack Obama protesta desde la Casa Blanca y reinicia los bombardeos en Irak mientras sigue tratando de negociar un régimen de bombardeos con el régimen sirio, contra quien había armado previamente a los ahora repugnantes terroristas decapitadores. 

Teorías hay muchas, todas variopintas y convergentes. Desde las que hablan de la defensa de la industria armamentista y los contratistas privados de seguridad, a las más recientes sobre el control de las rutas del gas. El punto focal es, en uno u otro caso, siempre el mismo: monetario e ideológico. El panorama, en cambio, diverge hacia un escenario que parece repetirse con idéntica pauta: la generación, primero, de inseguridad, para que nazca, acto seguido, el pérfido terrorista cortacabezas y de él se derive, como colofón, una sensación planetaria de peligro. Ahí están las absurdas normas de seguridad del tránsito aeroportuario o las múltiples y obsesivas vigilancias estatales para demostrarlo. Y mientras todo esto ocurre, mientras las televisiones de medio mundo programan la escenificación de ajusticiamientos y decapitaciones (completamente hollywoodiense, dignas del mejor director para la más abundante audiencia), los señores de la guerra y los señores del poder continúan pergeñando cuál será el protocolo de seguridad que, sin cortar la cabeza del dragón, permita la coexistencia de ambas realidades igualmente bárbaras e igualmente innecesarias.

Para Baudelaire, Satanás negaba siempre su existencia. Para los que no llegamos a ser poetas, lo que acaso no debió existir nunca es el infierno que protege.


viernes, 29 de agosto de 2014

Historia de una infamia

Septiembre otra vez. Y otra vez comienza todo. 

Es desesperante comprobar que continuamos en la cresta de una ola que sigue soltando sucios espumarajos conforme avanza. Particularmente significativo es el golpetazo contra la costa del otrora insigne presidente de la Generalitat: el padre de la patria catalana, llamado a cambiar el estado español (con permiso de Euskadi). En la rompiente, la ola presenta ese característico hedor que manifiestan la mentira y el dinero. No ha sido el único caso. Ahí siguen también, estrellándose con la marea, los restos casi putrefactos de mil otras corruptelas en tantas otras partes de la piel de toro. Porque el mar que rodea a nuestra península y nosotros dentro, con permiso de Portugal, lleva millones de años de lento pero constante azote, devolviendo las efímeras miserias humanas.

Una de las cualidades que más aprecio del mes de septiembre es su manera enérgica, pero cariñosa, de devolvernos a todos a la realidad tras la hipnosis estival. ¿Cariñosa?, se preguntará usted. Sí, es cariñosa, amable, él se anuncia despacito durante semanas sin hacer ruido, sin molestar: sabe que solo su nombre ya produce pesar, nosotros sabemos que en su determinación es silenciosa. Y una de las cualidades que más detesto del mes de septiembre es el empecinamiento de muchos en reiniciar los distintos cursos (lectivo, político, judicial) sin haber aprendido nada del anterior (o habiéndolo olvidado todo). No cambiar nada para cambiarlo todo, que dice el lema, solo que en esta ocasión la consecuencia apenas se produce.

En este septiembre quizá veamos algunas circunstancias en las que la expiación emerja del humus en que la clase dirigente ha situado su propio ecosistema. Jordi Pujol ya lo ha intentado, con más artimañas que sincera contrición. Imagino que la losa del engaño es demasiado pesada incluso para dinosaurios astutos como él, tan afectados de cinismo y doble personalidad. Jugar con los presuntos destinos (en caso de que haya más de uno) de la gran Catalunya y erigirse en el patrimonialista de todo su pueblo para acabar derrumbado por la evidencia más grasa y casposa, es algo muy similar a desaparecer de la Historia y acabar tus días en El Caso por infamia. Hay expiaciones que no sirven absolutamente de nada. Mejor le iría un tratamiento psiquiátrico que lograse refrenar en él, para que sirva de ejemplo a muchos otros, esas pasiones por el dinero y el poder que le han hundido lejos de la costa.


viernes, 22 de agosto de 2014

El camposanto

Hemos venido al cementerio a colocar unas flores en la tumba de mi padre. Estamos casi todos los hermanos y nietos acompañando a mi madre en este momento triste y emotivo. El sol aplana sombras y tumbas dejando un raso de tierra amarillenta y polvo ocre. En la parte más nueva las lápidas son grandes, negras, ostentosas, muy distintas de las acostumbradas pequeñas cruces blancas, íntimas, silentes. Diríase que ahora es habitual sustituir la repetida visita al montón de tierra removida por una incoherente y única expresión de altivez orgullosa. 

Conozco, mejor dicho, recuerdo, a muchos de los seres que yacen en este apartamiento: Alicio, Rufino, Victoriano, la tía Encarnación, Serafín, el tío Cambón... Pero les voy olvidando poco a poco y ya apenas hablo con sus familiares sobre ellos o sobre nada en absoluto. Ahora me arrepiento de no haber pasado más ratos, cuando pude hacerlo, escuchando sus historias de otras épocas y momentos. Pero el camposanto no tiene respuestas para mis olvidos. Es solamente una extensión de tierra donde crecen los hierbos y el silencio, donde las preguntas se dispersan por el viento, donde sólo se escucha el eco de los lloros vertidos el día que removieron la tierra para alojar un féretro y abandonarlo allí para siempre. Es acaso lo más triste. Contemplar la desmemoria que produce este bosque de troncos blancos marcados con nombres y fechas que ya nada expresan.

No soy capaz de asociar el lugar donde yace mi padre con ninguno de mis recuerdos de él. Le veo en el viejo coche aparcado en las leñeras, en el sillón donde sesteaba, incluso viniendo a casa por la calle, despacio, mirando al frente y sonriendo como solía. Pero no puedo emocionarme ante los terruños con flores ni ante su nombre esculpido en mármol. Por instantes me niego a la evidencia y quiero pensar que, en algún momento, en alguna oportunidad, él volverá a acompañarme a la estación o al examen de conducir, que la vida es cíclica y se repite, y morimos y volvemos a vivir, porque los seres queridos nunca se van para siempre, sólo se ausentan un rato.

Vivimos inertes, por resignación o por adecuación, a la falta de quienes se marcharon. Acaso porque no queremos ver que el destino de cada ser humano es vivir en la memoria efímera de unos pocos y en la inmensidad de todos los olvidos. Por eso resulta tan valioso tratar de perpetuar en nuestros días lo poquito que tenemos de las vidas ajenas. Por eso me resulta cada vez más inútil dedicarle tiempo a todas las cuestiones que, por codicia o soberbia o egoísmo, apartan al ser humano de lo único que importa.


viernes, 15 de agosto de 2014

Escribir para leer

A finales del mes pasado coincidí en el AVE a Barcelona con una lectora empedernida, quien, una vez acomodada en su asiento, abrió un Kindle y se embargó en la lectura sin apenas levantar la vista hacia los arbolitos durante todo el trayecto. Llegando a Sants, una compañera suya le formuló las consabidas preguntas sobre libros electrónicos: cuántos caben, etcétera. Ella repuso a cada inquisición de su amiga y aprovechando que el pasaje se agolpaba en el pasillo del vagón en espera de la apertura de puertas, dedicó unos cuantos elogios a su voraz pasión lectora. Por suerte para mí, que no me atrevía a entrevistarla, su amiga preguntó por el contenido de sus cincuenta lecturas anuales, y ella muy solícita respondió sin contemplaciones cuánto le gustaban los best-sellers. Sólo en una ocasión nombró a un escritor por mí conocido, Vargas Llosa, lo restante eran escritores que gustan de misterios templarios, enigmas eclesiales, asesinatos complejos y entramados empresariales de turbias organizaciones clandestinas. No dudé ni por un instante de la cantidad de páginas por ella devoraba: pero ni una sola albergaba la literatura que yo aprecio.

Este curioso incidente me llevó a considerar en qué épocas de mi vida he leído más, aunque no tanto como esta lectora, me temo, y sobre todo con qué intención. Y la respuesta fue muy clara. Cuando estoy escribiendo (un libro de relatos, una novela, una narración en suma) es cuando más intensamente acudo a la literatura. Han de perdonarme los lectores de best-sellers, pero no incluyo estas obras entre las necesarias para alimentar mi inquietud escritora. Los considero libros escritos, al igual que los manuales de autoayuda o los ensayos sobre extraterrestres, pero no libros de literatura. Yo, cuando abro una novela, exijo que la inteligencia del escritor sea magna en argumentaciones, generosidad en la caracterización de personajes, distancia ecuánime entre el autor y los hechos narrados. Esta razón es la que justifica que, cuando me entrego a la creación literaria, busque pistas y ayuda en quienes supieron resolver previamente estas cuestiones. Como justifica que la crítica social de Galdós o Azorín sigan vigentes un siglo después de haber sido formuladas, y tantas novelas modernas mueran a la semana siguiente de nacer.

Leer para escribir. Y escribir para volver a leer. Uno quisiera encontrar mayor cantidad de lecturas, si bien es tarde para rellenar los huecos intelectuales nunca cubiertos. Y seguiré sin acudir a las brillantes ediciones de libros para leer vendidos por millares e incluso millones, y que llenan tanto las horas de un viaje en tren como las estanterías de muchas viviendas.

 

viernes, 8 de agosto de 2014

Desde el olvido

A la casa de mi pueblo se accede por un corral circular que se abre al fondo de un callejón y en el que antaño podían verse corretear gallinas y pavos picoteando en la tierra removida o entre la paja usada. El ganado durmió en los casillos o junto a las pesebreras hasta que empezaron a construirse las naves del exterior. Quizá por ello guardo del corral sensaciones tan vívidas y gratas, porque representa el pequeño universo familiar accesible y cotidiano, con sus lugares para la leña, los aperos, los cuartos de las patatas y del pienso, el pajar o la bodega. Mi abuelo, minutos antes de morir, postrado en la cama, lo último que pidió a sus hijos fue que le dejaran despedirse del corral.

Me cuesta reconocer que uno de los mayores disgustos de mi vida lo llevé cuando uno de mis tíos vendió el carro del mulo. A ese carro yo le tenía mucho cariño. Se estaba llenando de telarañas y polvo, como velando en sueños los recuerdos pretéritos. En casa había otro carro más, el que tiraba la pareja con el yugo, que mi tío recompuso para que pudiera engancharse al tractor. Se le daba mucho trabajo, porque a algunas tierras no podía llegarse con el remolque y, entonces, era imprescindible usarlo. En cambio, el carro del mulo nunca más se movió. Permaneció allí inmutable, sereno, somnoliento, vestigio hermoso y veraz de la historia familiar. Al morir mi abuela, mi tío lo vendió por cuatro perras. Creo que su comprador lo aderezó una pizca: una sola de las ruedas fue vendida por cien veces el precio del carro. 

Yo jamás hubiese permitido que se desprendieran de él. Durante mucho tiempo fui incapaz de comprender por qué mi tío lo hizo. Según él, estorbaba. No sé por qué, pues en su lugar solo quedó el vacío más triste. Quiero pensar que no deseaba conservar recuerdos, motivo por el que se deshizo de todos los aparejos y útiles de agricultura que atesorábamos en casa. Hoy entiendo que, de verlos diariamente desde su infancia, jamás logró sospechar su valor auténtico. 

Aunque las distintas piezas en que fue desencajado nuestro carro reposen como reliquias en alguna pared urbanita de alguien que jamás lo haya visto en marcha, en el olvido se encuentra ya y allí, olvidado, permanecerá. Cada vez que paso junto al hueco donde dormitaba el carro creo ver los cestos, la matrícula agrícola, las telarañas y las bieldas y cueros. Porque en aquel carro yo monté algunas veces, correteando por los caminos, y eso es algo que ninguna pared puede exhibir.


viernes, 1 de agosto de 2014

Anochece en agosto

Me gusta mirar anochecer en agosto. Durante el descanso estival suelo carecer de motivos para levantarme pronto y mirar al hermano distante, el amanecer, esa pasión de poetas y trasnochadores que unos asemejan al nacimiento de un hijo y otros simplemente al amor. 

Me gusta ver cómo se pone el sol y avanza la oscuridad, poco a poco, con pinceladas de color difuso que va llenando los vacíos dejados por el calor, el canto de las chicharras o el polvoriento camino que se hace pesado al andar. En las fronteras diluidas de mi campo charro, allá donde el Duero traza la linde entre dos países que debieron ser uno solo, los últimos rayos de luz solar se filtran por entre las encinas y los robles, reverberan sobre el musgo del granito y encienden el amarillo intenso de las pocas espigas que aún permanecen. Cuando desaparece, del todo, la luz, y se enciende la noche, todas las cosas inertes o vivas parecen respirar aliviadas. 

Antes, años atrás, en agosto terminaban de aparecer los rastrojos. Ahora los campos se vuelven claros y comienzan a dormirse. Es lo que tiene el éxodo de los campos de labranza, que todo lo deja mustio y triste. Recuerdo los agostos de niño y de joven y se me antojan perdidos. Tampoco ha pasado tanto tiempo. Pero ya no están Serafín, ni mi tío Ángel, no se hablan a voces Jesús y Mauricio cuando iban juntos a recoger las hacinas, ni se juntan Germán y “El portugués” a partir las eras: sencillamente no queda nada de eso. De ahí que, cuando anochece ahora en mi pueblo, no parece que los sonidos se callen: hay el mismo sonido en la oscuridad que durante el día.

Me doy cuenta de que va pasando el tiempo y que, aunque soy consciente de ello, quiero fingir que no lo advierto. Y no pasan los años porque mi edad crezca o las arrugas ahonden en mi rostro. No solo por eso. Sobre todo siento que todo va quedando muy atrás porque no han vuelto las tertulias en la calle tras la cena, ni el trasiego de carros o tractores o los gritos de boyeros y pastores llevando el ganado a su encierro. En las ciudades, y en los pueblos grandes, donde la modernidad ha ido ocupando los espacios desalojados por el pasado, la sensación que se tiene es de continuidad: que todo es distinto pero, a la vez, igual que antes. Aquí no. En mi pueblo nada es lo mismo. No hay modernidad que haga de okupa. Solo queda una lánguida y melancólica evocación de lugares olvidados.

Anochece en agosto. En realidad, hace mucho que anocheció en mi pueblo.


viernes, 25 de julio de 2014

Otra desvergüenza más

Desde que se originó esta crisis de nunca acabar mi desconcierto y turbación se ven afectados, casi siempre, por una mezcla de vergüenza y odio. Odio, sí: han leído bien, una cólera imprudente que me embarga y con la que se hace añicos (una y otra vez, no importa que se acabe restañando) mi confianza en el orden establecido.

Escuchar al Secretario de Estado de Economía decir que la venta de Catalunya Banc al BBVA es algo positivo, cuando en esa operación se han perdido más de 12.000 millones de euros, es simple y llanamente una desvergüenza. Como alguien ha dicho anteriormente, esa cifra equivale a la cantidad ofrecida a Ucrania por la UE para evitar su quiebra económica o al monto de los recortes educativos y sanitarios perpetrados en los dos últimos años.

Es posible que Catalunya Banc no valga un carajo: pero que lo digan, que den la cara y expliquen que fue imposible no perder dinero con ello. Que digan de una maldita vez que optaron por salvar a las cajas quebradas por no saber hacer lo contrario. Que mintieron al asegurar que no iba a costar ni un euro. Lo hiriente no es la millonada perdida (total, qué más da si nos hemos amoldado a hablar de miles de millones de euros en el bar como quien cuenta los garbanzos de una partida de mus). Y si me apuran, tampoco los conejos de la chistera (ergo, reformas) con los que pretenden hacer ver que arreglan las cosas. Lo que indigna es el asqueroso silencio político que perpetran los del pepe y los del pesoe (¡ah, claro!, en esta ocasión ha pillado de pleno a uno de los segundos, pero luego volverá a tocar a alguno de los primeros). ¿Y qué decir del silencio sepulcral con el que la justicia responde a la vasta impunidad política aflorada en esta ajada piel de toro? Nunca hay motivos para enchironar a los tipejos de las cajas quebradas.

Nos chotean expolíticos de puertas giratorias que se rasgan las vestiduras diciendo que no fueron responsables de nada (lo fue la crisis, o una criada suya), que plañen hipócritamente mientras cierran a cal y canto el bolsillo de sus indemnizaciones y pensiones, que mientras tanto siguen girando los pomos que han de llevarles a un nuevo consejo de administración, a una nueva poltrona, a seguir forrándose y ostentando poder e indignidad a partes iguales.

Luego alguno se echará las manos a la cabeza por el crecimiento de Podemos. Pues que se pasmen y queden bien pasmados, que dan ganas de apuntarse al carro y mandar a todos a freír espárragos

viernes, 18 de julio de 2014

El caradura

Los caraduras tienden a repetir sus mentiras cientos, miles de veces, por aquello de verlas devenidas en verdades. Y tanto y con tantísimo empeño algunos las reiteran que logran engañar a casi todo el mundo en un momento dado (es difícil engañar para siempre).

He ahí, emergido del oscuro mundo de la Bolsa y de los mundos digitales (vaya combinación), el tal Jenaro García, cuya empresa (Gowex) a mí me sonaba de algo sin saber exactamente de qué, hasta advertir que aparecía en los kioskos de prensa: ahora sé (porque de ello se ha escrito mucho, quizá demasiado) que ofrecía wifi gratuito y lindezas similares, de esas que por incultura uno no acaba de entender bien (por ejemplo, por qué Facebook vale 180.000 millones de dólares).

Menudo personaje el tal Jenaro, con jota y sin ser napolitano. Menudo estafador, dirá usted. Alguno pensará que su buen mérito tiene al engañar a miles de personas y de inversores con proverbial agudeza durante una década, pero se me antoja a mí una cualidad harto sospechosa para admiración: de hecho, lo que me asombra a mí es la forma en que nadie, ni los auditores, ni los inversores, ni las instituciones públicas encargadas de que estas cosas no pasen, fueron capaces de desentrañar tan gigantesco tocomocho. Y digo la forma, porque el fondo bien sencillo es de colegir: Gowex movía muchísimo dinero en los círculos bursátiles y su propietario, el tal Jenaro, movía muchas alabanzas de arriba abajo en el suelo patrio.

Pase que al inversor le cegase la avaricia de las abultadas cuentas de resultados y optase por no preguntar. Pase que al auditor de cuentas le inhibiese el entendimiento, la labia y locuacidad del tal Jenaro. Pero, ¿y las instituciones públicas? ¿Por qué no quisieron ver? Habida cuenta de los palacios en que se ubican y la grandeza de su soberbia orgánica, más valdría preñarlas de salarios muy ajustados y desproporcionadas comisiones al desvelar trampas como aquesta, que nada aguza el ingenio más que ser pobre y vislumbrar una puerta a la opulencia.

Me da igual que el tal Jenaro haya admitido su fechoría en público. Lo hizo tras ser descubierto, no antes, que esto de las contriciones siempre llega satisfecho el pecado y lleno el bolsillo. Me pregunto si devolverá al menos los premios y condecoraciones que aún no le han retirado, porque el dinero lo tendrá a buen recaudo bajo pertinente amnesia. Y si las escuelas de negocio le convertirán, esta vez, en epigrama de mentiras estrelladas.


viernes, 11 de julio de 2014

Pasión por el fútbol

Hace unos días, un amigo, visiblemente harto de tanta información sobre el Mundial en Brasil, declaraba en su cuenta de Facebook que no le agrada nada el fútbol. Yo le contesté que a mí siempre me ha encantado: lo que no hago es verlo ni seguirlo en ninguna de sus facetas (qué rollo). Pero echar un partido y dar pases y meter algún gol, siempre me ha gustado. Y aún hoy me gusta. ¿A quién no? Es divertidísimo.

Admito que muchos millones de personas en todo el mundo experimentan alguna forma de disolución cerebral ante los partidos de la tele. Todos esos millones de personas que vocean, se enfadan, se alegran o les da un ataque de histeria contemplando a sus equipos favoritos son los que, al unísono, permiten que el fútbol deje de ser un juego para convertirse en otra cosa. Algunos lo llaman la pasión del fútbol. Pasión: qué palabro.

Los futbolistas que más apasionan son ricos, muy ricos. Están atesorando muchos millones de euros mientras usted grita su nombre. Y son hombres. Todos ellos. No conozco a ninguna mujer que, jugando al fútbol, gane igual cantidad de millones que ellos. Por tanto, ese deporte, si se le puede denominar así, y todas sus circunstancias (dinero y gestión del dinero), son una muestra inequívoca de sexismo. El griterío, no. Chillan por ellos lo mismo hombres que mujeres. Pero los talones con muchos ceros van siempre hacia los machos, los viriles, los que tienen manos por pies, los pobladores de sueños infantiles (y no tan infantiles), los que huyen por la puerta de atrás cuando pierden y los que quieren mucho a sus seguidores cuando ganan (ya se sabe que en esto de las asimetrías sociales nada es lo que parece). Juegan muy bien, para qué vamos a negarlo, pero se pasan la vida hablando: además, hablan fatal y siempre demasiado y nunca dicen nada que no se sepa antes. El panem et circenses de Juvenal jamás columbró sofisticación más plena y absurda.

Pese a todo lo anterior, me gusta que la gente siga el fútbol con pasión. Y con cabeza. Queco, que va para madridista, como me descuide pronto empieza a soltar barrabasadas contra el Barça o el Atleti o el Éibar. Y yo quiero enseñarle a respetar al contrario, aunque sea mejor o pegue más patadas, y a aplaudir los goles adversos y enorgullecerse por el disfrute de ver un buen partido de balompié. Soy un iluso, ya lo sé, no hace falta que me lo diga. Esto del fútbol es una guerra, aunque incruenta, que no se acaba con el pitido final, sino que empieza.

viernes, 4 de julio de 2014

Montoro y tú

Lo de Montoro no tiene nombre. Le salen los apaños ensortijados al pretender que con tanto enredo la peña acabe perdiéndose en sus lozanías de tesorero. Porque apaño, que no reforma, viene siendo lo pergeñado por él en materia de impuestos. Y apaño malo. Por oscuro. Y falaz. Porque por mucho que se intente atisbar en tan tremendo carajal, no hay forma de hallar en claro ni el beneficio anunciado, ni tampoco su empaque. En puridad, no creo que ni él mismo lo sepa. Lo cual tampoco me extrañaría…

Digo una semana sí, y otra también, que en este Gobierno hay de todo menos planificación, rigor, determinación y ganas de alumbrar al futuro venturoso que proclaman. Les pierde tanto el inmovilismo y el intentar restañar infructuosamente un sistema político en pleno hundimiento (del que solo ellos y los que son como ellos no se dan cuenta) que desinflan en un tris hasta las novedades más pretendidamente sólidas. ¿Reforma fiscal? ¿Comisiones de expertos? El viernes nos anuncian la liebre en el puchero para que, bien estofada en la salsa de los medios de comunicación durante todo el fin de semana, encontremos el lunes que no había otra cosa que gato despellejado.

Tan a corto plazo iluminan sus focos, y son sus fingidos movimientos tan convulsivos, que ni siquiera comprendo cómo pueden esperar obtener algún voto de ello. Porque voto, y no otra cosa, es lo que quieren cosechar en esta tierra quemada en que han convertido el suelo patrio. Los votos de los grandes titulares (lo único que se lee). Y es que, lector mío, en la letra pequeña se esconden los grandes desastres que han de ver nuestros ojos. Y la reforma fiscal tiene mucha, muchísima letra pequeña. Casi toda, benefactora para la banca y miserable para con usted o conmigo.

¡Qué tendrán los bancos que a todos los políticos vuelven idiotas con sus cantos de sirena! Pues, ¿qué van a tener?, pensará usted, no sin razón: ¡dinero!, el que necesitan sus aparatos electorales y las obras (ya no emblemáticas, que para tanto no da) con las que agasajar las cansadas mentes de los ciudadanos.

¡Qué cansancio y qué hartazgo, madre mía! Hace unos meses lo dije: de esta mierda nos sacarán las empresas y lo que cada uno hagamos en pos del bien común, cada cual a su forma y parecer. Pero no nos sacarán de la crisis ni los vientos ni las mareas del Consejo de Ministros (Desaparecidos, habría que apostillar) que cada viernes sacan de la chistera un conejo blanco, relleno de mentiras e inepcias


viernes, 27 de junio de 2014

Una historia infame

Ella es una comercial que vende, y muy bien, consultoría y auditoría a empresas. Es una de esas morenas estupendas a quienes los hombres miramos dos veces por la calle. Quienes la conocen, destacan de ella no sus poderosas curvas, sino su faz sonrosada y la sempiterna sonrisa que blande sin prejuicios. Cualquiera diría que la vida le es grata, pero la realidad es tozuda en querer lo contrario para esta mujer.

Está divorciada de un esquizofrénico que la maltrataba día sí y día también. Vive huyendo de él y siente un miedo terrible por su vida. Se queja de la justicia, que pretende convertir a ese monstruo en víctima, y del poco amparo que le cabe esperar ya. Piensa, no sin razón, que solo la harán caso cuando aquel loco la mate en mitad de la calle. Ahora convive con un culturista dedicado a sus videojuegos y al autismo social que propician las redes: la trata bien, en el sentido de que no recibe palizas ni gritos, pero le gustaría encontrar en casa algún asomo de cariño, de conversación o de generosidad.

Hace unas semanas tuvo que renunciar a un jugosísimo contrato. El gerente y el consejero delegado de la empresa a quienes pretendía vender una auditoría quisieron firmar el contrato en una habitación de hotel para los tres. Por lo general, muchos de sus clientes y compañeros de trabajo masculinos la requiebran sin descanso, tirándole los trastos sin ningún rubor a cualquier hora del día o de la noche. Por eso desconecta el teléfono al llegar a casa. Hace tiempo que ha abandonado la idea de que, alguna vez, alguien la contemple con indiferencia sexual. Sus compañeras de trabajo no se lo ponen más fácil: por envidia o estupidez, le reprochan que, provocadoramente, se está buscando que los tíos quieran acostarse con ella. Lo curioso es que viste con moderación y jamás ha accedido a ningún desliz, a diferencia de otras que la critican. En una ocasión, una sola, un cliente la pretendió con amabilidad y finura, pero cuando ya estaba firmado el contrato, por aquello de no mezclar las cosas y actuar con cierta dignidad. Le rechazó, claro está, pero sonríe cuando se acuerda de él. Fue una excepción.

Quizá sea usted, lector, uno de esos ejecutivos que, cuando se reúne a solas con esta comercial que le habla de auditorías y otras historias, solo piensa en cómo llevarla al huerto y si debajo de la blusa lleva lencería negra o seda fina. Si es así, sepa que siento por usted, como hombre, el más repugnante de los desprecios.

viernes, 20 de junio de 2014

Empeño naciente

Cómo cuesta encajar la tozudez con que los periódicos parecen querer endosar al rey Felipe VI la obligación de regenerar este país. Diríase que forcejean todos ellos en sus páginas primeras con vocear más alto que los republicanos e indignados (muchas veces son lo mismo), quienes han tomado la calle e internet agitando paños tricolores e incultas consignas con las que revelan lo poco que han leído en los libros de Historia. Nada más efectivo que inventarse una realidad (de esto sabe mucho Artur Mas). Nada más vergonzoso que pretender imponerla al resto.

Regeneración… menuda palabra. Lo que necesitamos es liderazgo e inteligencia en las acciones de gobierno. El Rey puede ser líder, y muy listo, pero no redacta leyes ni establece cuadros macroeconómicos. ¿Acaso se puede cambiar alguna cosa sin gobernar? Quizá la forma de dialogar con el pueblo, que no es poco. En estos años hemos visto cómo los gobernantes (de España, de las CCAA, etc.) han sido incapaces de dirigir, de acuerdo a la voluntad de quienes les ha elegido, las riendas (económicas, sí, pero no solo) del trozo de Estado que les corresponde. La indignación surge porque nadie quiere explicar las causas de que se desista de las promesas efectuadas para abrazar el sacrificio impuesto y despiadado del pueblo.

El reinado de Felipe VI se produce en un momento de recuperación económica, con todos los indicadores balbuceando, pero orientados hacia la salida de un pozo aún demasiado profundo. Un momento, por contra, en el que la razón de Estado ha cedido y estalla en todas sus costuras porque aquí cada cual va a lo suyo y le importa un rábano el bien de todos, que al fin y al cabo en eso está consistiendo el rabioso independentismo de tantos y las bobadas utópicas de algunos líderes, tan sedicentes como novatos. Supongo que devolver la calma a los asuntos de España y articular alguna bisagra para que el entendimiento recobre su lugar es algo que perfectamente puede intentar nuestro Rey. Su padre lo hizo, en otro momento, y lo hizo bien. Felipe VI también puede, y debe, lograrlo.

Los demás también tenemos nuestro empeño. Calmar los ánimos. Reflexionar mejor como ciudadanos. Si queremos ser exigentes, primero habremos de ser templados. Se oyen demasiados insultos, demasiados desprecios y demasiadas tonterías. Porque aquí, en España, vamos todos. Y seguiremos yendo. Pero no podremos arribar a buen puerto sin dejar de hacer estallar revoluciones innecesarias y espurias.

viernes, 13 de junio de 2014

Hundimiento de lo bello

Finalmente me encuentro en Venecia. Llevaba media vida suspirando por la muerte que el visitante halla al encontrar su belleza. Y justo ahora, cuando dispongo de la oportunidad de descubrir los misterios del icono insustituible del agua y la arquitectura, mis sentimientos navegan contrariados entre la decepción y el desánimo. Deduzco que ha de existir tal belleza, por supuesto, e incluso se podría morir en esta ciudad por ella. Pero qué tino y audacia la de la sabiduría popular cuando asegura que la fascinación crecida en los entresijos de la mente inquieta acaba siempre en un placer y un asombro que nunca son los esperados.

No sé por qué, visto lo visto hasta ahora en esta Europa decadente e incapaz de encabezar el progreso de nuestra sociedad moderna, pero me ha sorprendido que el alcalde de Venecia y una treintena más de personalidades italianas (desde políticos a agentes del fisco) hayan sido encarcelados por corrupción del proyecto Moisés, el descomunal empeño humano llamado a salvar la ciudad de las aguas del Adriático. Qué irónica contradicción: querer salvar la belleza no por la belleza en sí misma, sino por la fealdad de la más ruin avaricia. Uno acaba pensando que, por la obstinada repetición de estas situaciones tan sórdidas, merece Europa acabar sumergida en el caos, en un mar oscuro de olvido, oprobio y lamento. Sólo así podrá resurgir, si lo hace, limpia de pecados, desengrasada de intereses espurios y agobiante plutocracia.

Durante décadas hemos encarnado la prevalencia de los valores eternos de la libertad y la democracia, a pesar de todas las guerras y todos los desencuentros. Pero hoy en día toda esa proclamación está muerta y acabada. Prueba de ello es el modo en que muchos europeos parecen estar deseando abrazar, una vez más, los griteríos obsoletos de extremistas e intolerantes, convertidos de súbito en partidos parlamentarios, tanto a izquierda (como en España) como a derecha (otros países): con lo que estuvo cayendo el pasado siglo, como si fuese lo mismo ser venezolanos o de aquí. Sepultar todo bajo las aguas de la indignación y buscar remedios en las guillotinas pacifistas no es buena garantía de nada.

En Venecia es obvia la indiferencia del ciudadano, absorto en los cabrilleos del agua de los canales y los pináculos bizantinos de su arquitectura mientras desoye entontecido los chirridos del hundimiento. Tanto pasado vertiginoso, tanta autoridad moral y tanto orgullo de ser el continente viejo o la cuna de la civilización, para qué: para acabar olvidando las más básicas lecciones de nuestra reciente y controvertida Historia, para limitarse a escupir a la cara de nuestros representantes por su adormecimiento y su docilidad indecente a los dictados capitalistas recalcitrantes, y abogar por alternativas y políticas populistas e insanas, que desde hace cien años todos sabemos a dónde conducen.

Europa quiere morir buscando muchas cosas, ninguna de ellas la belleza


viernes, 6 de junio de 2014

Juego de tronos

Señor articulista, me dirá el lector, usted que dice ser republicano abogará por un referéndum sobre continuar o no con la monarquía, ¿verdad? Pues no, no quiero ese referéndum. No me convencen los argumentos de quienes lo propugnan. Leer barbaridades como las proferidas por el líder de IU (“O monarquía o democracia”) es una invitación a olvidarse del asunto, cosa que no voy a hacer porque entiendo que mis lectores exigen un ejercicio de opinión en esta columna, no un escueto pasatiempo dialéctico.

Digo no a la república porque la figura del Rey es la de un representante privilegiado de cuanto se cuece en España: algo que ha funcionado muy bien durante muchos años, aunque entiendo que ese rol solo puede ser forjado con tiempo (mucho, mucho tiempo). Pero digo sí a la república porque quisiera que el Jefe del Estado pudiese velar además por el buen gobierno de este país (por su pueblo): justo lo que no ha sucedido, no sé si porque no debía o porque no podía. Tantos parados, tanta pobreza, tanta corrupción… Quedarse en meros discursos institucionales y continuar como si tal cosa con lo suyo (cacerías, viajes, asuntos personales, enredos de la familia…) es lo que ha masacrado la regia figura en estos tiempos convulsos.

Digo no a la república porque el debate se está forjando a golpe de desahogo, de iconoclasia, como si la tricolor representase modernidad cuando, realmente, espanta lo obsoleto que ha quedado tal símbolo. Pero digo sí a la república cuando suponga la única vía de regeneración cuando la Casa Real pierda por completo el significado de sus atribuciones (algo así ocurrió hace un siglo en España, pero no sucede ahora).

Y digo no a la república por la convicción que pesa sobre mí de que, en el fondo, el Rey ha ejercido bien su función, aunque él personalmente haya fracasado al final de su reinado en mantener intactas la respetabilidad y admiración que el pueblo español sentía por su figura (es lo que sucede cuando se mezcla lo humano con lo regio).

Además: la república perdería el referéndum que propugnan algunos con tanto extremismo como mediocridad. El pueblo puede sentirse decepcionado con D. Juan Carlos, pero no existe tal decepción con la figura del Rey: de ahí que Felipe VI pueda ser el monarca que necesitamos para esta España del siglo XXI. En el fondo, el Rey de nuestra Constitución no deja de ser un Jefe de la República con obligación de mantenerse al margen de ideologías y partidismos.


viernes, 30 de mayo de 2014

No se puede

Traigo a colación la Philosophiae Naturalis de la semana pasada, donde explicaba por qué prefería abstenerme en las elecciones al Parlamento Europeo, porque me ha escrito un lector para preguntar, tal cual, si no me da vergüenza haber permanecido impasible mientras se gestaba el mayor logro de nuestra democracia: el fin del bipartidismo.

Uno se precia de la inteligencia de sus lectores tanto como se asombra de la audacia de estos. Pese a no ver razón alguna por la que mi comportamiento electoral deba ser calificado de vergonzoso (el mío y el de muchos otros millones de ciudadanos), sí acierto a observar justificaciones suficientes de lo que ha ocurrido entre quienes eligieron pasarse por el colegio electoral a votar. No diré que ha arribado el fin de una era hegemónicamente gobernada por dos antagonistas con más soldaduras que bisagras, pero sí que ha empezado a caer del cielo el hartazgo proverbial que venía murmurándose por todas las aceras hasta devenir en griterío.

Personalmente, lo que me preocupa de ese hartazgo es el cariz con que muchos lo han empleado para orientar su indignación. Que un partido como Podemos, cuyo programa electoral está preñado de fábulas estupendas e inconcebibles quimeras, haya emergido de los resultados cual faro iluminador de las necesidades citadinas, resulta cuanto menos preocupante. ¿Realmente la solución a los desvaríos de la oligarquía son otros desvaríos, tan absurdos como opuestos a los primeros? ¿Hay quien piense que el grueso de la sociedad, por muy harta que se encuentre, va a apoyar masivamente unas ideas que de inmediato nos habrían de ubicar debajo del betún de los zapatos que se usan en Bolivia, Argentina o Venezuela?

Cuando me preguntan, y esto sucede pocas veces, siempre digo que ansío encontrarme un buen día, mientras desayuno, con el mensaje razonable y esperanzador de un líder sólido y decidido, que posiblemente provenga de los mismos lodos en los que ahora chapotean los mismos políticos que no saben hacer otra cosa que atender las demandas de oligarcas y plutócratas, pero con una audacia y una seriedad tan arrolladoras que convenza a muchos de que hay otro modo de hacer las cosas sin caer en desvaríos ideológicos o propuestas vesánicas.

¿Fin del bipartidismo? Me conformo con ver llegar el fin del pasado reciente y sus coletazos en forma de ministros y presidentes sin capacidad alguna para orientarnos o reflejar luz alguna que no sea la de los siempre poderosos.


viernes, 23 de mayo de 2014

Yo me abstengo

No pienso ir a votar este domingo. Por varias convicciones.

La primera, que tengo al Parlamento Europeo por una suerte de Senado. Dícese, una cámara donde alguien sigue a pies juntillas las órdenes del respectivo grupo político, gana más de quince mil euros mensuales entre salario, gastos y ayudas al transporte (en business, claro), y no hace absolutamente nada de nada. Porque en Europa, seamos francos, quienes mandan de verdad son los gobiernos patrios y quienes trabajan de verdad (y bastante bien) son los funcionarios. Toda eso de la importancia de los asuntos que se discuten en el Parlamento Europeo y blablabla es monserga pura. Los gobiernos lo necesitan para fingir, con los boletines oficiales, que estamos en una democracia. Pero no engañan a nadie. En los últimos años, los de la crisis, hemos aprendido mucho sobre cómo funciona la Unión Europea: unos pocos deciden (los que tienen el dinero), los demás se amuelan (los que necesitan el dinero). Ni Parlamentos ni hostias.

La segunda. Podría perfectamente asumir que lo anterior es el funcionamiento óptimo para Europa, que es mucho mejor que el Parlamento Europeo siga siendo estrictamente un retiro dorado para elefantes políticos caducos, y por ello ir igualmente a votar. Pero sucede que no lo asumo: el quid de la cuestión. No es el funcionamiento óptimo, quizá lo sea para los banqueros, pero no lo es para nosotros, los de a pie, los de siempre. Desde la Unión Europea se ha avalado las quiebras de bancos al tiempo que se exigían reformas con tal de alcanzar ciertos guarismos económicos, reformas que han ido siempre contra los ciudadanos normales sin que a nadie se le haya caído de la vergüenza ni su iPad ni sus dietas por viajes.

Y tercera. ¿Por qué he de votar a los políticos que aquí, en suelo patrio, despilfarraron el dinero cuando corría cuales ríos de miel en Arcadia? ¿Porque el uno representa al antizapaterismo y la otra el antimachismo, que ya tiene bemoles la calidad de los mensajes que se han dedicado a lanzar al electorado para obtener su voto? ¿Porque el resto de aspirantes entretienen mucho pero, seamos francos, no van a hacer nada distinto de los grandes colosos?

Ya ven que no he tenido en cuenta la idiotez supina (o desvarío irresponsable, si quiero decirlo más calmadamente) de que, absteniéndome, indulto a los corruptos. Madre mía, lo que hay que oír. Algunos parecían prometer mucho, pero qué deprisa la frescura deviene agua de borrajas…


viernes, 16 de mayo de 2014

Apellidos vascos

Estuve viéndola el pasado fin de semana por acallar presiones del tipo “vete a verla”, “no seas tan soso”, “¿es que no te ríes nunca?”, aunque lo que me decidió fue una reseña que leí del estilo “una comedia valiente, lejos de miedos y sobre todo lejos de convencionalismos y temas tabú”. ¿Miedos? ¿Tabúes? ¡Pero si se trata de hacer reír!

En fin. Que la vi. Y la resumí del siguiente modo: un malagueño que interpreta a un sevillano, uno de Álava a un guipuzcoano, una madrileña a la hija de éste… porque la cosa va de estereotipos, no de divertidas situaciones inteligentes, muy en la línea de las españoladas de antes (dicho sea con todo el respeto), y concluye cual típica comedia romántica de final feliz (lo más decepcionante) con explotación amable de sucesos absurdos y exagerados.

Entiendo, por tanto, que mucha gente se lo pase fenomenal con la película. Pero, ¿dónde está la supuesta valentía? ¿En que de un tiempo a esta parte proliferan los vascos que se toman afectadamente en serio serlo y les puede sentar mal ver en la gran pantalla estereotipos extravagantes sobre lo vasco? ¿Y qué? Paco Martínez Soria explotó (con enorme talento) sus entrañables personajes básicos y baturros y en Zaragoza (donde me crie) la gente se desternillaba con sus películas. ¿Hablamos de clichés regionalistas, entonces? A lo mejor la valentía de este filme estriba en las secuencias donde se hace uso del sentimiento independentista (de algunos) y de la fingida afiliación del sevillano a un comando de la ETA. Pero no deja de ser una caricatura más, sin trasfondo dramático alguno, y con poca mala baba (los abertzales más fanáticos son representados aquí como gente ilusa y bastante inofensiva: caen incluso bien, vaya). ¿Acaso alguien ha sido incapaz de ver que todo el filme ensalza, implícitamente, lo vasco?

Personalmente, el guion de la película me parece muy flojo y plagado de apaños (la precipitada boda, por ejemplo), y la película demasiado simplona. Sin embargo, llega en un momento muy preciso. Parece como si, de un plumazo, barriese las tensiones políticas entre vascos y españoles para decir que da lo mismo de dónde sea uno: aquí vamos todos en el mismo carro y es mejor que nos lo volvamos a creer, cuanto antes mejor, que nos hemos dejado emponzoñar demasiado por los políticos. Por eso mismo, aunque no sea el tipo de película que me gusta, espero ansioso una comedia afín entre un madrileño y una catalana, o viceversa (o como sea)...

viernes, 9 de mayo de 2014

La recuperación

Semana de la Feria de la Construcción en Madrid. Ahora se llama de otro modo: SICRE, o SCS, depende: el título correcto es una argamasa insufrible de siglas y acrónimos que no aportan nada de nada. Imagino que el objetivo es hablar de la construcción sin mencionar el término construcción, tan mal visto, causa primigenia del derrumbamiento de nuestra economía (aunque yo sigo pensando que, en realidad, la causa se halla en el comportamiento de los bancos ante constructores y políticos con ganas de mover el ladrillo).

Hablo con un funcionario del Ministerio de Industria, Energía y Turismo (MINETUR se llama ahora). Me dice que, en puridad, debería denominarse Ministerio de las Eléctricas y el Turismo, porque a la industria propiamente dicha, a la que se supone que defienden, la están dejando temblando con la cantidad de empellones y codazos que le propinan. Menos mal que en España, me dice, hay buen sol y buenas playas, porque de lo contrario…

Almuerzo con un empresario del sector metal. Coincidimos en que hay señales que anticipan una recuperación económica “de verdad”, sostenida, no un simple brote que, crecido bajo la atávica incontinencia verbal de los políticos, a duras penas alcanza a ver el sol. Sorpresa: ambos nos pisamos al tiempo la coletilla inevitable: “parece que va todo mejor… pese al Gobierno”. Total acuerdo. El Gobierno ha ajustado todo un país, para satisfacer los objetivos de Europa o Alemania o el BCE o de todos ellos a un mismo tiempo, recurriendo a la asfixia del ciudadano y desplomando cualquier traza de inversión y desarrollo.

La conclusión es que nadie se atreve a cantarle las cuarenta a los bancos y las cajas (de ahí que no sorprenda lo que del MINETUR en favor del Ibex o las eléctricas y contra todos los demás). ¿Qué importa que de ese modo avancen las desigualdades, la pobreza y se destruyan las perspectivas de la gente? La gente es menos importante que el Ibex, la pobreza se combate negando las estadísticas y la desigualdad se pierde en cuanto hablen las urnas (la gente siempre vota a alguien).

Quizá a usted le parezca una conclusión bien fea. Como a mí. Pero es la cruda realidad de este mundo que nos toca vivir. Hace ya un tiempo que pasó el discurso del “vivir por encima de nuestras posibilidades”. El discurso oficial, abogado por Gobierno, bancos, Ibex y organismos oficiales, resultó ser este otro: “deja que vuelva a vivir yo muy bien primero, que luego quizá te toque algo a ti”. Quizá…


viernes, 2 de mayo de 2014

Palabra de horda

Primero fue, si no recuerdo mal, de Guindos, el día que mandó a tomar por el culo a los periodistas que cubrían una de sus apariciones en Bruselas. Luego le llegó el turno a la Vicepresidenta, quien, respondiendo a esos mismos (o parecidos) periodistas, mentó algo tan equívoco como su vida puta (pues al parecer su situación siempre fue bastante acomodada) para referir la indignación de que la designen receptora de sobres poco albos. En el fondo, nuestros políticos son mucho más callejeros de lo que quisieran y mucho menos intelectuales de lo que presumen.

Pero, ¿de qué nos espantamos? Un paseo rápido por Facebook, o similares, permite descubrir que el mundo se encuentra latente de rabia, de odio visceral, y que el medio más común empleado para expresar tan inopinada ira no es otro que el insulto y las palabrostias. En Internet, ese lugar que, por su síntesis y formato, habría de propiciar lo que Jürgen Habermas consideraba una situación ideal de habla (intercambio de ideas, confrontación racional, argumentación fundada), los mecanismos más seguidos a la hora de debatir no son otros que los característicos de las hordas: llegar, arrasar y alejarse (como los hunos, a quienes les iba fenomenal hasta que les dio por atender embajadas ajenas). Tras el linchamiento, no vuelve a aparecer ni una brizna de hierba ni de pensamiento (y maldita la gana de que crezca). Son tantos en las hordas, y actúan tan al unísono, que apabullan sin remisión con sus bien orquestadas imprecaciones.

Y no solo sucede en lo político, asunto hacia el que parece aceptable cierta tolerancia: al fin y al cabo las cosas se jodieron demasiado hace cinco años y aún queda un tiempo indeterminado para que millones de ciudadanos dejen de pasarlas putas en este país. No: las hordas actúan en cualquier territorio de la vida: cuando no son las golpizas a Rajoy (por una cualquiera de sus manifestaciones, atribuible o putativa, todo vale), son las argumentaciones ad hominem vertidas hacia el pobre infeliz que osa criticar (positivamente) a un escritor, cantante o cineasta por quien las hordas se sienten eucarísticos.

El Ministro y la Vicepresidenta se disfrazan de horda cuando, creyéndose liberados de ataduras públicas, eligen expresiones soeces para ser mejor entendidos, sin reparar en que un culo o una puta, dispuestos de esa guisa, lejos de aportar clarividencia a lo que en ese momento dicen, lo que hace es arrojar luz sobre lo que justo no desean exhibir.

viernes, 25 de abril de 2014

Libros de texto

Hay libros que no merece la pena leer (aunque para advertir esta conclusión uno haya debido leerlos primero). Lo digo así de tajante. Casi me atrevería a decir que a nadie debería merecer la pena escribirlos, pero esta afirmación, tan subjetiva, es refutable porque de intereses diversos se encuentra colmada la humanidad. Y no me estoy refiriendo con ello a ciertas muestras de mucho éxito en la literatura actual, que podrán parecernos mejores o peores de acuerdo a la mente lectora que acuda a su encuentro (allá se las compongan luego autor y lector según su ingenio). Me refiero a unos cuantos engendros cuyo choque intelectual solo puede resolverse con una risotada de proporciones colosales.

En tiempos pretéritos estaría hablando de Von Däniken o de cualquier otro voceador de la implantación alienígena en nuestro planeta. Pero en estos tiempos actuales la cuestión es de mucho más empaque y afecta a un amplio panorama de letras impresas: desde los cientos (miles) de libros de autoayuda que puede hallarse colmando las estanterías de El Corte Inglés, a lo pergeñado por Belén Esteban o Risto Mejide en beneficio de sus exclusivos bolsillos. La cosa tendría un pase si se quedase ahí. Lo sangrante es ver cómo arrumban algunas apariciones espantosas e indignantes con forma (y fondo) de libros de texto (bien modernos son) que por sí solos hablan de cuán bajo venimos cayendo y lo poco que aún se avista el fondo al que vamos a estrellarnos sin remisión.

Basta aproximarse al debate sobre la sucesión dinástica de Ramiro II y Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, para entender de qué estoy hablando (por no mencionar aquí otras recurrencias muy del gusto de quienes beben del independentismo moderno). O al irrisorio catálogo de autores en lengua castellana que se enseña (y supuestamente han de leerse) en el bachillerato. Y no digamos ya de la literatura universal, donde apenas aparece Shakespeare. Todos estos libros tienen como característica común la de ser textos donde falta mucho, pero sobra aún más: donde lo importante ha sido detenerse en cuestiones irrelevantes y olvidar lo esencial.

Obviando los manuales de psicología casposa y los panfletos para el cuarto de baño, uno puede encontrar aún textos (quizá no tan modernos) donde realmente iluminar el propio entendimiento con cierto sentido crítico y sabiduría. Pero hay que buscar. Hay que ser exigente. Y hay que querer aprender (algo más que a descargar gratis películas).


viernes, 11 de abril de 2014

La terraza de Lucio

De repente se disiparon las ganas de escribir sobre los miasmas de los dedazos autoritarios de la política. Para qué, me dije en la vista de lo que engullía mi atención: de la autoridad mandona que exhiben nuestros prebostes siempre hay rastros suficientes para cualquier otro momento. En cambio, no sé cuántas veces más podré escribir sobre Víctor Erice… Porque la noticia de la que hablo sucedió hace apenas unos días, cuando el cineasta y Antonio López se reencontraron en Madrid para dialogar, ante una audiencia entregada, sobre el proceso creativo de aquella inclasificable joya fílmica llamada “El sol del membrillo”, nacida de un proyecto abortado sobre el cuadro del pintor al que el título de esta columna hace mención.

Años atrás, en una tarde muy desapacible de otoño, tuve la oportunidad de charlar en el vestíbulo del hotel Niza, donde se alojaba, con Víctor Erice. Valiéndome del puesto que entonces desempeñaba, me inventé una muy buena excusa, con el fin de acercarme al único cineasta, junto a Andrei Tarkovski, por quien haya sentido fascinación. Encontré que Erice es un hombre pausado, tranquilo, que habla como escribe y filma, poseedor de una vasta riqueza cultural (lo ha leído todo) y muy clarividente por su solidez intelectual. En realidad, del autor de la inacabada “El Sur” o de la perfecta “El espíritu de la colmena” uno espera que sea, en efecto, el hombre singular e irrepetible que siempre ha tenido en mente. Y él lo era.

De aquella hora de charla con Erice recuerdo especialmente la quietud y la paz con que transcurrió todo el diálogo. Fue la misma sensación que, posteriormente, y acaso también con anterioridad aunque no la identificase de igual manera, he descubierto al sustraerme del ruido mediático, de la televisión o de la actualidad política o social, al sumergirme en el reposo de la lectura, de un concierto o de una tarde de juegos con mi hijo. Es una sensación de silencio, de tiempo interior esculpido con delicadeza, de éxtasis sublime, una sensación que solo el arte, como expresión humana, en cualquiera de sus maneras, sabe desvelar.

La grandeza de contar con un cineasta como Víctor Erice estriba en que es el testimonio vivo de una forma de observar, de pensar y de crear que se ha perdido a causa del ruido de las masas, de la taquilla y de las alfombras rojas. Su trabajo ya no interesa a las distribuidoras. Tampoco al público. Pero, de todos ellos, solo él perdurará, inmortal, en el futuro.


viernes, 4 de abril de 2014

¡Pobre Ministro!

¡Qué frase la de Montoro! La pronunció al ser preguntado por el incremento de la pobreza en España: “eso de erradicar la pobreza con gasto público está bien para economías de planificación central”. Claro está que la remató con otra igual de grandiosa: “Lo único que sirve para erradicar la pobreza es el crecimiento y el empleo”. Blanco y emana de las ubres de una vaca.

Este catedrático sin obra relevante irrita cuando ejerce no ya de político, sino de Ministro (que no deja de ser un empleado público, escogido de manera oscura, al que siempre se le olvida por qué está ahí). Despreciar un informe como el de Cáritas, que es serio, científico, firmado por catedráticos que, al contrario que nuestro Ministro, sí poseen obra propia, con descalificaciones sobre la validez de los datos aportados, es obstinarse en insultar a todo el que evidencie, mejor o peor, que en realidad sucede lo contrario de lo que predica el Gobierno.

Insistamos: la acción gubernamental se reduce a haber escogido el camino más corto para embridar la economía patria otrora señalada como insostenible por los organismos internacionales: el que menos daño iba a infligirles a ellos y a la banca: el de las subidas de impuestos y el descenso en picado de la inversión y el gasto social. Es decir, justo aquello que maquilla rápidamente las cuentas y ahonda igual de rápidamente la recesión y el desempleo: causas que, de acuerdo al inefable Ministro, provocan pobreza.

Si al menos Montoro pudiera mostrar ufano el éxito de sus decisiones… Lo intenta, pues se avecinan elecciones y la propaganda ya ha comenzado su ingente tarea. Pero la realidad se obstina en contrariarle. Los datos de paro y de déficit son desastrosos, los peores de la OCDE y la zona euro. Los ajustes salvajes que se le han practicado a nuestro bienestar no han impedido que el gasto público siga por encima de los ingresos en unos 70.000 millones al año. Mucho exceso de gasto es para un Ministro que alardea de haber recortado con decisión allá donde sobraba y que ha subido los impuestos con obcecada vehemencia (aunque siga sin recaudar más con ello). Si el dinero no se va en proteger a la infancia o tratar de recuperar a los cada vez más amplios grupos de exclusión social, ¿dónde está? Porque las últimas noticias indican que no es en las comunidades autónomas o en los ayuntamientos donde se descontrolan las cifras…

Ministro, ¿nos lo explicas? Pero tranqui, no flipes: ya sé que no lo vas a hacer.


viernes, 28 de marzo de 2014

Revueltas en la uni

Me informaba de la quema de contenedores en las protestas universitarias de Madrid, en contra de tasas y recortes, cuando recordé que, no hace tanto, en otra universidad, esta vez catalana, los estudiantes echaron a patadas y con malos modales a la líder de UPyD (por otros motivos). Esto me hizo pensar en mi época de estudiante y de cómo afrontaba yo estos asuntos, que también surgían. No son nuevos.

En realidad, nunca los afronté. Siempre los evitaba. Me dedicaba a estudiar y a ocultar a propios y extraños mi parecer al respecto. Los diez o doce “compañeros” que venían en grupo a aleccionar a pánfilos (es decir, a todos los demás que no eran ellos) sobre la necesidad de combatir las injusticias, la represión y devolver la libertad a la universidad, empleaban una oratoria más afín a la lucha de clases marxista que a la política de fin de siglo. Aun así, si en algo les admiré siempre era su capacidad de movilización. Formaban una piña. Para todas las ocasiones: nunca había enemigo menor.

Claro está que sus arengas me entraban por un oído y me salían por el otro. No solo a mí: también a mis amigos más comunistas y reaccionarios aquella dialéctica les parecía demasiado temeraria, aunque compartiesen el fondo del asunto. Estando yo en Junta de Facultad (porque los estudiantes tenían la mala costumbre de votarnos a los pánfilos, no a ellos) recuerdo que llegaron a echar a un político que fue a hablar sobre la política de ayudas a la investigación. Evidentemente, no le señalaron la puerta mientras trataban de convencerle de que abandonase el salón de actos con argumentos bien hilvanados: lo hicieron con violencia verbal, a grito pelado. A falta de contenedores, vaciaron en el suelo las papeleras. Al día siguiente, en la cafetería de la Facultad, todo eran celebraciones. ¡Se había ganado una batalla muy decisiva!

A estos estudiantes combativos no les volví a ver jamás, ni siquiera en la orla de fin de curso. A veces reflexiono sobre la pasión que les provocaba su ideología revolucionaria y las ganas que tenían de hacer que todos pensasen lo mismo que ellos (para eso gritaban), y también en mi cobardía a la hora de rehuir la confrontación: creo que se trataba de algo muy práctico, ellos siempre eran diez gritando y yo en la Junta de Facultad estaba solo. Pero no lo lamento. Bien sé ahora mismo, a esta edad ya madura, que las noticias se construyen con imágenes de batallas, sí, pero el presente con acuerdos imposibles.