viernes, 25 de abril de 2014

Libros de texto

Hay libros que no merece la pena leer (aunque para advertir esta conclusión uno haya debido leerlos primero). Lo digo así de tajante. Casi me atrevería a decir que a nadie debería merecer la pena escribirlos, pero esta afirmación, tan subjetiva, es refutable porque de intereses diversos se encuentra colmada la humanidad. Y no me estoy refiriendo con ello a ciertas muestras de mucho éxito en la literatura actual, que podrán parecernos mejores o peores de acuerdo a la mente lectora que acuda a su encuentro (allá se las compongan luego autor y lector según su ingenio). Me refiero a unos cuantos engendros cuyo choque intelectual solo puede resolverse con una risotada de proporciones colosales.

En tiempos pretéritos estaría hablando de Von Däniken o de cualquier otro voceador de la implantación alienígena en nuestro planeta. Pero en estos tiempos actuales la cuestión es de mucho más empaque y afecta a un amplio panorama de letras impresas: desde los cientos (miles) de libros de autoayuda que puede hallarse colmando las estanterías de El Corte Inglés, a lo pergeñado por Belén Esteban o Risto Mejide en beneficio de sus exclusivos bolsillos. La cosa tendría un pase si se quedase ahí. Lo sangrante es ver cómo arrumban algunas apariciones espantosas e indignantes con forma (y fondo) de libros de texto (bien modernos son) que por sí solos hablan de cuán bajo venimos cayendo y lo poco que aún se avista el fondo al que vamos a estrellarnos sin remisión.

Basta aproximarse al debate sobre la sucesión dinástica de Ramiro II y Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona, para entender de qué estoy hablando (por no mencionar aquí otras recurrencias muy del gusto de quienes beben del independentismo moderno). O al irrisorio catálogo de autores en lengua castellana que se enseña (y supuestamente han de leerse) en el bachillerato. Y no digamos ya de la literatura universal, donde apenas aparece Shakespeare. Todos estos libros tienen como característica común la de ser textos donde falta mucho, pero sobra aún más: donde lo importante ha sido detenerse en cuestiones irrelevantes y olvidar lo esencial.

Obviando los manuales de psicología casposa y los panfletos para el cuarto de baño, uno puede encontrar aún textos (quizá no tan modernos) donde realmente iluminar el propio entendimiento con cierto sentido crítico y sabiduría. Pero hay que buscar. Hay que ser exigente. Y hay que querer aprender (algo más que a descargar gratis películas).


viernes, 11 de abril de 2014

La terraza de Lucio

De repente se disiparon las ganas de escribir sobre los miasmas de los dedazos autoritarios de la política. Para qué, me dije en la vista de lo que engullía mi atención: de la autoridad mandona que exhiben nuestros prebostes siempre hay rastros suficientes para cualquier otro momento. En cambio, no sé cuántas veces más podré escribir sobre Víctor Erice… Porque la noticia de la que hablo sucedió hace apenas unos días, cuando el cineasta y Antonio López se reencontraron en Madrid para dialogar, ante una audiencia entregada, sobre el proceso creativo de aquella inclasificable joya fílmica llamada “El sol del membrillo”, nacida de un proyecto abortado sobre el cuadro del pintor al que el título de esta columna hace mención.

Años atrás, en una tarde muy desapacible de otoño, tuve la oportunidad de charlar en el vestíbulo del hotel Niza, donde se alojaba, con Víctor Erice. Valiéndome del puesto que entonces desempeñaba, me inventé una muy buena excusa, con el fin de acercarme al único cineasta, junto a Andrei Tarkovski, por quien haya sentido fascinación. Encontré que Erice es un hombre pausado, tranquilo, que habla como escribe y filma, poseedor de una vasta riqueza cultural (lo ha leído todo) y muy clarividente por su solidez intelectual. En realidad, del autor de la inacabada “El Sur” o de la perfecta “El espíritu de la colmena” uno espera que sea, en efecto, el hombre singular e irrepetible que siempre ha tenido en mente. Y él lo era.

De aquella hora de charla con Erice recuerdo especialmente la quietud y la paz con que transcurrió todo el diálogo. Fue la misma sensación que, posteriormente, y acaso también con anterioridad aunque no la identificase de igual manera, he descubierto al sustraerme del ruido mediático, de la televisión o de la actualidad política o social, al sumergirme en el reposo de la lectura, de un concierto o de una tarde de juegos con mi hijo. Es una sensación de silencio, de tiempo interior esculpido con delicadeza, de éxtasis sublime, una sensación que solo el arte, como expresión humana, en cualquiera de sus maneras, sabe desvelar.

La grandeza de contar con un cineasta como Víctor Erice estriba en que es el testimonio vivo de una forma de observar, de pensar y de crear que se ha perdido a causa del ruido de las masas, de la taquilla y de las alfombras rojas. Su trabajo ya no interesa a las distribuidoras. Tampoco al público. Pero, de todos ellos, solo él perdurará, inmortal, en el futuro.


viernes, 4 de abril de 2014

¡Pobre Ministro!

¡Qué frase la de Montoro! La pronunció al ser preguntado por el incremento de la pobreza en España: “eso de erradicar la pobreza con gasto público está bien para economías de planificación central”. Claro está que la remató con otra igual de grandiosa: “Lo único que sirve para erradicar la pobreza es el crecimiento y el empleo”. Blanco y emana de las ubres de una vaca.

Este catedrático sin obra relevante irrita cuando ejerce no ya de político, sino de Ministro (que no deja de ser un empleado público, escogido de manera oscura, al que siempre se le olvida por qué está ahí). Despreciar un informe como el de Cáritas, que es serio, científico, firmado por catedráticos que, al contrario que nuestro Ministro, sí poseen obra propia, con descalificaciones sobre la validez de los datos aportados, es obstinarse en insultar a todo el que evidencie, mejor o peor, que en realidad sucede lo contrario de lo que predica el Gobierno.

Insistamos: la acción gubernamental se reduce a haber escogido el camino más corto para embridar la economía patria otrora señalada como insostenible por los organismos internacionales: el que menos daño iba a infligirles a ellos y a la banca: el de las subidas de impuestos y el descenso en picado de la inversión y el gasto social. Es decir, justo aquello que maquilla rápidamente las cuentas y ahonda igual de rápidamente la recesión y el desempleo: causas que, de acuerdo al inefable Ministro, provocan pobreza.

Si al menos Montoro pudiera mostrar ufano el éxito de sus decisiones… Lo intenta, pues se avecinan elecciones y la propaganda ya ha comenzado su ingente tarea. Pero la realidad se obstina en contrariarle. Los datos de paro y de déficit son desastrosos, los peores de la OCDE y la zona euro. Los ajustes salvajes que se le han practicado a nuestro bienestar no han impedido que el gasto público siga por encima de los ingresos en unos 70.000 millones al año. Mucho exceso de gasto es para un Ministro que alardea de haber recortado con decisión allá donde sobraba y que ha subido los impuestos con obcecada vehemencia (aunque siga sin recaudar más con ello). Si el dinero no se va en proteger a la infancia o tratar de recuperar a los cada vez más amplios grupos de exclusión social, ¿dónde está? Porque las últimas noticias indican que no es en las comunidades autónomas o en los ayuntamientos donde se descontrolan las cifras…

Ministro, ¿nos lo explicas? Pero tranqui, no flipes: ya sé que no lo vas a hacer.