viernes, 11 de abril de 2014

La terraza de Lucio

De repente se disiparon las ganas de escribir sobre los miasmas de los dedazos autoritarios de la política. Para qué, me dije en la vista de lo que engullía mi atención: de la autoridad mandona que exhiben nuestros prebostes siempre hay rastros suficientes para cualquier otro momento. En cambio, no sé cuántas veces más podré escribir sobre Víctor Erice… Porque la noticia de la que hablo sucedió hace apenas unos días, cuando el cineasta y Antonio López se reencontraron en Madrid para dialogar, ante una audiencia entregada, sobre el proceso creativo de aquella inclasificable joya fílmica llamada “El sol del membrillo”, nacida de un proyecto abortado sobre el cuadro del pintor al que el título de esta columna hace mención.

Años atrás, en una tarde muy desapacible de otoño, tuve la oportunidad de charlar en el vestíbulo del hotel Niza, donde se alojaba, con Víctor Erice. Valiéndome del puesto que entonces desempeñaba, me inventé una muy buena excusa, con el fin de acercarme al único cineasta, junto a Andrei Tarkovski, por quien haya sentido fascinación. Encontré que Erice es un hombre pausado, tranquilo, que habla como escribe y filma, poseedor de una vasta riqueza cultural (lo ha leído todo) y muy clarividente por su solidez intelectual. En realidad, del autor de la inacabada “El Sur” o de la perfecta “El espíritu de la colmena” uno espera que sea, en efecto, el hombre singular e irrepetible que siempre ha tenido en mente. Y él lo era.

De aquella hora de charla con Erice recuerdo especialmente la quietud y la paz con que transcurrió todo el diálogo. Fue la misma sensación que, posteriormente, y acaso también con anterioridad aunque no la identificase de igual manera, he descubierto al sustraerme del ruido mediático, de la televisión o de la actualidad política o social, al sumergirme en el reposo de la lectura, de un concierto o de una tarde de juegos con mi hijo. Es una sensación de silencio, de tiempo interior esculpido con delicadeza, de éxtasis sublime, una sensación que solo el arte, como expresión humana, en cualquiera de sus maneras, sabe desvelar.

La grandeza de contar con un cineasta como Víctor Erice estriba en que es el testimonio vivo de una forma de observar, de pensar y de crear que se ha perdido a causa del ruido de las masas, de la taquilla y de las alfombras rojas. Su trabajo ya no interesa a las distribuidoras. Tampoco al público. Pero, de todos ellos, solo él perdurará, inmortal, en el futuro.