viernes, 30 de mayo de 2014

No se puede

Traigo a colación la Philosophiae Naturalis de la semana pasada, donde explicaba por qué prefería abstenerme en las elecciones al Parlamento Europeo, porque me ha escrito un lector para preguntar, tal cual, si no me da vergüenza haber permanecido impasible mientras se gestaba el mayor logro de nuestra democracia: el fin del bipartidismo.

Uno se precia de la inteligencia de sus lectores tanto como se asombra de la audacia de estos. Pese a no ver razón alguna por la que mi comportamiento electoral deba ser calificado de vergonzoso (el mío y el de muchos otros millones de ciudadanos), sí acierto a observar justificaciones suficientes de lo que ha ocurrido entre quienes eligieron pasarse por el colegio electoral a votar. No diré que ha arribado el fin de una era hegemónicamente gobernada por dos antagonistas con más soldaduras que bisagras, pero sí que ha empezado a caer del cielo el hartazgo proverbial que venía murmurándose por todas las aceras hasta devenir en griterío.

Personalmente, lo que me preocupa de ese hartazgo es el cariz con que muchos lo han empleado para orientar su indignación. Que un partido como Podemos, cuyo programa electoral está preñado de fábulas estupendas e inconcebibles quimeras, haya emergido de los resultados cual faro iluminador de las necesidades citadinas, resulta cuanto menos preocupante. ¿Realmente la solución a los desvaríos de la oligarquía son otros desvaríos, tan absurdos como opuestos a los primeros? ¿Hay quien piense que el grueso de la sociedad, por muy harta que se encuentre, va a apoyar masivamente unas ideas que de inmediato nos habrían de ubicar debajo del betún de los zapatos que se usan en Bolivia, Argentina o Venezuela?

Cuando me preguntan, y esto sucede pocas veces, siempre digo que ansío encontrarme un buen día, mientras desayuno, con el mensaje razonable y esperanzador de un líder sólido y decidido, que posiblemente provenga de los mismos lodos en los que ahora chapotean los mismos políticos que no saben hacer otra cosa que atender las demandas de oligarcas y plutócratas, pero con una audacia y una seriedad tan arrolladoras que convenza a muchos de que hay otro modo de hacer las cosas sin caer en desvaríos ideológicos o propuestas vesánicas.

¿Fin del bipartidismo? Me conformo con ver llegar el fin del pasado reciente y sus coletazos en forma de ministros y presidentes sin capacidad alguna para orientarnos o reflejar luz alguna que no sea la de los siempre poderosos.


viernes, 23 de mayo de 2014

Yo me abstengo

No pienso ir a votar este domingo. Por varias convicciones.

La primera, que tengo al Parlamento Europeo por una suerte de Senado. Dícese, una cámara donde alguien sigue a pies juntillas las órdenes del respectivo grupo político, gana más de quince mil euros mensuales entre salario, gastos y ayudas al transporte (en business, claro), y no hace absolutamente nada de nada. Porque en Europa, seamos francos, quienes mandan de verdad son los gobiernos patrios y quienes trabajan de verdad (y bastante bien) son los funcionarios. Toda eso de la importancia de los asuntos que se discuten en el Parlamento Europeo y blablabla es monserga pura. Los gobiernos lo necesitan para fingir, con los boletines oficiales, que estamos en una democracia. Pero no engañan a nadie. En los últimos años, los de la crisis, hemos aprendido mucho sobre cómo funciona la Unión Europea: unos pocos deciden (los que tienen el dinero), los demás se amuelan (los que necesitan el dinero). Ni Parlamentos ni hostias.

La segunda. Podría perfectamente asumir que lo anterior es el funcionamiento óptimo para Europa, que es mucho mejor que el Parlamento Europeo siga siendo estrictamente un retiro dorado para elefantes políticos caducos, y por ello ir igualmente a votar. Pero sucede que no lo asumo: el quid de la cuestión. No es el funcionamiento óptimo, quizá lo sea para los banqueros, pero no lo es para nosotros, los de a pie, los de siempre. Desde la Unión Europea se ha avalado las quiebras de bancos al tiempo que se exigían reformas con tal de alcanzar ciertos guarismos económicos, reformas que han ido siempre contra los ciudadanos normales sin que a nadie se le haya caído de la vergüenza ni su iPad ni sus dietas por viajes.

Y tercera. ¿Por qué he de votar a los políticos que aquí, en suelo patrio, despilfarraron el dinero cuando corría cuales ríos de miel en Arcadia? ¿Porque el uno representa al antizapaterismo y la otra el antimachismo, que ya tiene bemoles la calidad de los mensajes que se han dedicado a lanzar al electorado para obtener su voto? ¿Porque el resto de aspirantes entretienen mucho pero, seamos francos, no van a hacer nada distinto de los grandes colosos?

Ya ven que no he tenido en cuenta la idiotez supina (o desvarío irresponsable, si quiero decirlo más calmadamente) de que, absteniéndome, indulto a los corruptos. Madre mía, lo que hay que oír. Algunos parecían prometer mucho, pero qué deprisa la frescura deviene agua de borrajas…


viernes, 16 de mayo de 2014

Apellidos vascos

Estuve viéndola el pasado fin de semana por acallar presiones del tipo “vete a verla”, “no seas tan soso”, “¿es que no te ríes nunca?”, aunque lo que me decidió fue una reseña que leí del estilo “una comedia valiente, lejos de miedos y sobre todo lejos de convencionalismos y temas tabú”. ¿Miedos? ¿Tabúes? ¡Pero si se trata de hacer reír!

En fin. Que la vi. Y la resumí del siguiente modo: un malagueño que interpreta a un sevillano, uno de Álava a un guipuzcoano, una madrileña a la hija de éste… porque la cosa va de estereotipos, no de divertidas situaciones inteligentes, muy en la línea de las españoladas de antes (dicho sea con todo el respeto), y concluye cual típica comedia romántica de final feliz (lo más decepcionante) con explotación amable de sucesos absurdos y exagerados.

Entiendo, por tanto, que mucha gente se lo pase fenomenal con la película. Pero, ¿dónde está la supuesta valentía? ¿En que de un tiempo a esta parte proliferan los vascos que se toman afectadamente en serio serlo y les puede sentar mal ver en la gran pantalla estereotipos extravagantes sobre lo vasco? ¿Y qué? Paco Martínez Soria explotó (con enorme talento) sus entrañables personajes básicos y baturros y en Zaragoza (donde me crie) la gente se desternillaba con sus películas. ¿Hablamos de clichés regionalistas, entonces? A lo mejor la valentía de este filme estriba en las secuencias donde se hace uso del sentimiento independentista (de algunos) y de la fingida afiliación del sevillano a un comando de la ETA. Pero no deja de ser una caricatura más, sin trasfondo dramático alguno, y con poca mala baba (los abertzales más fanáticos son representados aquí como gente ilusa y bastante inofensiva: caen incluso bien, vaya). ¿Acaso alguien ha sido incapaz de ver que todo el filme ensalza, implícitamente, lo vasco?

Personalmente, el guion de la película me parece muy flojo y plagado de apaños (la precipitada boda, por ejemplo), y la película demasiado simplona. Sin embargo, llega en un momento muy preciso. Parece como si, de un plumazo, barriese las tensiones políticas entre vascos y españoles para decir que da lo mismo de dónde sea uno: aquí vamos todos en el mismo carro y es mejor que nos lo volvamos a creer, cuanto antes mejor, que nos hemos dejado emponzoñar demasiado por los políticos. Por eso mismo, aunque no sea el tipo de película que me gusta, espero ansioso una comedia afín entre un madrileño y una catalana, o viceversa (o como sea)...

viernes, 9 de mayo de 2014

La recuperación

Semana de la Feria de la Construcción en Madrid. Ahora se llama de otro modo: SICRE, o SCS, depende: el título correcto es una argamasa insufrible de siglas y acrónimos que no aportan nada de nada. Imagino que el objetivo es hablar de la construcción sin mencionar el término construcción, tan mal visto, causa primigenia del derrumbamiento de nuestra economía (aunque yo sigo pensando que, en realidad, la causa se halla en el comportamiento de los bancos ante constructores y políticos con ganas de mover el ladrillo).

Hablo con un funcionario del Ministerio de Industria, Energía y Turismo (MINETUR se llama ahora). Me dice que, en puridad, debería denominarse Ministerio de las Eléctricas y el Turismo, porque a la industria propiamente dicha, a la que se supone que defienden, la están dejando temblando con la cantidad de empellones y codazos que le propinan. Menos mal que en España, me dice, hay buen sol y buenas playas, porque de lo contrario…

Almuerzo con un empresario del sector metal. Coincidimos en que hay señales que anticipan una recuperación económica “de verdad”, sostenida, no un simple brote que, crecido bajo la atávica incontinencia verbal de los políticos, a duras penas alcanza a ver el sol. Sorpresa: ambos nos pisamos al tiempo la coletilla inevitable: “parece que va todo mejor… pese al Gobierno”. Total acuerdo. El Gobierno ha ajustado todo un país, para satisfacer los objetivos de Europa o Alemania o el BCE o de todos ellos a un mismo tiempo, recurriendo a la asfixia del ciudadano y desplomando cualquier traza de inversión y desarrollo.

La conclusión es que nadie se atreve a cantarle las cuarenta a los bancos y las cajas (de ahí que no sorprenda lo que del MINETUR en favor del Ibex o las eléctricas y contra todos los demás). ¿Qué importa que de ese modo avancen las desigualdades, la pobreza y se destruyan las perspectivas de la gente? La gente es menos importante que el Ibex, la pobreza se combate negando las estadísticas y la desigualdad se pierde en cuanto hablen las urnas (la gente siempre vota a alguien).

Quizá a usted le parezca una conclusión bien fea. Como a mí. Pero es la cruda realidad de este mundo que nos toca vivir. Hace ya un tiempo que pasó el discurso del “vivir por encima de nuestras posibilidades”. El discurso oficial, abogado por Gobierno, bancos, Ibex y organismos oficiales, resultó ser este otro: “deja que vuelva a vivir yo muy bien primero, que luego quizá te toque algo a ti”. Quizá…


viernes, 2 de mayo de 2014

Palabra de horda

Primero fue, si no recuerdo mal, de Guindos, el día que mandó a tomar por el culo a los periodistas que cubrían una de sus apariciones en Bruselas. Luego le llegó el turno a la Vicepresidenta, quien, respondiendo a esos mismos (o parecidos) periodistas, mentó algo tan equívoco como su vida puta (pues al parecer su situación siempre fue bastante acomodada) para referir la indignación de que la designen receptora de sobres poco albos. En el fondo, nuestros políticos son mucho más callejeros de lo que quisieran y mucho menos intelectuales de lo que presumen.

Pero, ¿de qué nos espantamos? Un paseo rápido por Facebook, o similares, permite descubrir que el mundo se encuentra latente de rabia, de odio visceral, y que el medio más común empleado para expresar tan inopinada ira no es otro que el insulto y las palabrostias. En Internet, ese lugar que, por su síntesis y formato, habría de propiciar lo que Jürgen Habermas consideraba una situación ideal de habla (intercambio de ideas, confrontación racional, argumentación fundada), los mecanismos más seguidos a la hora de debatir no son otros que los característicos de las hordas: llegar, arrasar y alejarse (como los hunos, a quienes les iba fenomenal hasta que les dio por atender embajadas ajenas). Tras el linchamiento, no vuelve a aparecer ni una brizna de hierba ni de pensamiento (y maldita la gana de que crezca). Son tantos en las hordas, y actúan tan al unísono, que apabullan sin remisión con sus bien orquestadas imprecaciones.

Y no solo sucede en lo político, asunto hacia el que parece aceptable cierta tolerancia: al fin y al cabo las cosas se jodieron demasiado hace cinco años y aún queda un tiempo indeterminado para que millones de ciudadanos dejen de pasarlas putas en este país. No: las hordas actúan en cualquier territorio de la vida: cuando no son las golpizas a Rajoy (por una cualquiera de sus manifestaciones, atribuible o putativa, todo vale), son las argumentaciones ad hominem vertidas hacia el pobre infeliz que osa criticar (positivamente) a un escritor, cantante o cineasta por quien las hordas se sienten eucarísticos.

El Ministro y la Vicepresidenta se disfrazan de horda cuando, creyéndose liberados de ataduras públicas, eligen expresiones soeces para ser mejor entendidos, sin reparar en que un culo o una puta, dispuestos de esa guisa, lejos de aportar clarividencia a lo que en ese momento dicen, lo que hace es arrojar luz sobre lo que justo no desean exhibir.