viernes, 27 de junio de 2014

Una historia infame

Ella es una comercial que vende, y muy bien, consultoría y auditoría a empresas. Es una de esas morenas estupendas a quienes los hombres miramos dos veces por la calle. Quienes la conocen, destacan de ella no sus poderosas curvas, sino su faz sonrosada y la sempiterna sonrisa que blande sin prejuicios. Cualquiera diría que la vida le es grata, pero la realidad es tozuda en querer lo contrario para esta mujer.

Está divorciada de un esquizofrénico que la maltrataba día sí y día también. Vive huyendo de él y siente un miedo terrible por su vida. Se queja de la justicia, que pretende convertir a ese monstruo en víctima, y del poco amparo que le cabe esperar ya. Piensa, no sin razón, que solo la harán caso cuando aquel loco la mate en mitad de la calle. Ahora convive con un culturista dedicado a sus videojuegos y al autismo social que propician las redes: la trata bien, en el sentido de que no recibe palizas ni gritos, pero le gustaría encontrar en casa algún asomo de cariño, de conversación o de generosidad.

Hace unas semanas tuvo que renunciar a un jugosísimo contrato. El gerente y el consejero delegado de la empresa a quienes pretendía vender una auditoría quisieron firmar el contrato en una habitación de hotel para los tres. Por lo general, muchos de sus clientes y compañeros de trabajo masculinos la requiebran sin descanso, tirándole los trastos sin ningún rubor a cualquier hora del día o de la noche. Por eso desconecta el teléfono al llegar a casa. Hace tiempo que ha abandonado la idea de que, alguna vez, alguien la contemple con indiferencia sexual. Sus compañeras de trabajo no se lo ponen más fácil: por envidia o estupidez, le reprochan que, provocadoramente, se está buscando que los tíos quieran acostarse con ella. Lo curioso es que viste con moderación y jamás ha accedido a ningún desliz, a diferencia de otras que la critican. En una ocasión, una sola, un cliente la pretendió con amabilidad y finura, pero cuando ya estaba firmado el contrato, por aquello de no mezclar las cosas y actuar con cierta dignidad. Le rechazó, claro está, pero sonríe cuando se acuerda de él. Fue una excepción.

Quizá sea usted, lector, uno de esos ejecutivos que, cuando se reúne a solas con esta comercial que le habla de auditorías y otras historias, solo piensa en cómo llevarla al huerto y si debajo de la blusa lleva lencería negra o seda fina. Si es así, sepa que siento por usted, como hombre, el más repugnante de los desprecios.

viernes, 20 de junio de 2014

Empeño naciente

Cómo cuesta encajar la tozudez con que los periódicos parecen querer endosar al rey Felipe VI la obligación de regenerar este país. Diríase que forcejean todos ellos en sus páginas primeras con vocear más alto que los republicanos e indignados (muchas veces son lo mismo), quienes han tomado la calle e internet agitando paños tricolores e incultas consignas con las que revelan lo poco que han leído en los libros de Historia. Nada más efectivo que inventarse una realidad (de esto sabe mucho Artur Mas). Nada más vergonzoso que pretender imponerla al resto.

Regeneración… menuda palabra. Lo que necesitamos es liderazgo e inteligencia en las acciones de gobierno. El Rey puede ser líder, y muy listo, pero no redacta leyes ni establece cuadros macroeconómicos. ¿Acaso se puede cambiar alguna cosa sin gobernar? Quizá la forma de dialogar con el pueblo, que no es poco. En estos años hemos visto cómo los gobernantes (de España, de las CCAA, etc.) han sido incapaces de dirigir, de acuerdo a la voluntad de quienes les ha elegido, las riendas (económicas, sí, pero no solo) del trozo de Estado que les corresponde. La indignación surge porque nadie quiere explicar las causas de que se desista de las promesas efectuadas para abrazar el sacrificio impuesto y despiadado del pueblo.

El reinado de Felipe VI se produce en un momento de recuperación económica, con todos los indicadores balbuceando, pero orientados hacia la salida de un pozo aún demasiado profundo. Un momento, por contra, en el que la razón de Estado ha cedido y estalla en todas sus costuras porque aquí cada cual va a lo suyo y le importa un rábano el bien de todos, que al fin y al cabo en eso está consistiendo el rabioso independentismo de tantos y las bobadas utópicas de algunos líderes, tan sedicentes como novatos. Supongo que devolver la calma a los asuntos de España y articular alguna bisagra para que el entendimiento recobre su lugar es algo que perfectamente puede intentar nuestro Rey. Su padre lo hizo, en otro momento, y lo hizo bien. Felipe VI también puede, y debe, lograrlo.

Los demás también tenemos nuestro empeño. Calmar los ánimos. Reflexionar mejor como ciudadanos. Si queremos ser exigentes, primero habremos de ser templados. Se oyen demasiados insultos, demasiados desprecios y demasiadas tonterías. Porque aquí, en España, vamos todos. Y seguiremos yendo. Pero no podremos arribar a buen puerto sin dejar de hacer estallar revoluciones innecesarias y espurias.

viernes, 13 de junio de 2014

Hundimiento de lo bello

Finalmente me encuentro en Venecia. Llevaba media vida suspirando por la muerte que el visitante halla al encontrar su belleza. Y justo ahora, cuando dispongo de la oportunidad de descubrir los misterios del icono insustituible del agua y la arquitectura, mis sentimientos navegan contrariados entre la decepción y el desánimo. Deduzco que ha de existir tal belleza, por supuesto, e incluso se podría morir en esta ciudad por ella. Pero qué tino y audacia la de la sabiduría popular cuando asegura que la fascinación crecida en los entresijos de la mente inquieta acaba siempre en un placer y un asombro que nunca son los esperados.

No sé por qué, visto lo visto hasta ahora en esta Europa decadente e incapaz de encabezar el progreso de nuestra sociedad moderna, pero me ha sorprendido que el alcalde de Venecia y una treintena más de personalidades italianas (desde políticos a agentes del fisco) hayan sido encarcelados por corrupción del proyecto Moisés, el descomunal empeño humano llamado a salvar la ciudad de las aguas del Adriático. Qué irónica contradicción: querer salvar la belleza no por la belleza en sí misma, sino por la fealdad de la más ruin avaricia. Uno acaba pensando que, por la obstinada repetición de estas situaciones tan sórdidas, merece Europa acabar sumergida en el caos, en un mar oscuro de olvido, oprobio y lamento. Sólo así podrá resurgir, si lo hace, limpia de pecados, desengrasada de intereses espurios y agobiante plutocracia.

Durante décadas hemos encarnado la prevalencia de los valores eternos de la libertad y la democracia, a pesar de todas las guerras y todos los desencuentros. Pero hoy en día toda esa proclamación está muerta y acabada. Prueba de ello es el modo en que muchos europeos parecen estar deseando abrazar, una vez más, los griteríos obsoletos de extremistas e intolerantes, convertidos de súbito en partidos parlamentarios, tanto a izquierda (como en España) como a derecha (otros países): con lo que estuvo cayendo el pasado siglo, como si fuese lo mismo ser venezolanos o de aquí. Sepultar todo bajo las aguas de la indignación y buscar remedios en las guillotinas pacifistas no es buena garantía de nada.

En Venecia es obvia la indiferencia del ciudadano, absorto en los cabrilleos del agua de los canales y los pináculos bizantinos de su arquitectura mientras desoye entontecido los chirridos del hundimiento. Tanto pasado vertiginoso, tanta autoridad moral y tanto orgullo de ser el continente viejo o la cuna de la civilización, para qué: para acabar olvidando las más básicas lecciones de nuestra reciente y controvertida Historia, para limitarse a escupir a la cara de nuestros representantes por su adormecimiento y su docilidad indecente a los dictados capitalistas recalcitrantes, y abogar por alternativas y políticas populistas e insanas, que desde hace cien años todos sabemos a dónde conducen.

Europa quiere morir buscando muchas cosas, ninguna de ellas la belleza


viernes, 6 de junio de 2014

Juego de tronos

Señor articulista, me dirá el lector, usted que dice ser republicano abogará por un referéndum sobre continuar o no con la monarquía, ¿verdad? Pues no, no quiero ese referéndum. No me convencen los argumentos de quienes lo propugnan. Leer barbaridades como las proferidas por el líder de IU (“O monarquía o democracia”) es una invitación a olvidarse del asunto, cosa que no voy a hacer porque entiendo que mis lectores exigen un ejercicio de opinión en esta columna, no un escueto pasatiempo dialéctico.

Digo no a la república porque la figura del Rey es la de un representante privilegiado de cuanto se cuece en España: algo que ha funcionado muy bien durante muchos años, aunque entiendo que ese rol solo puede ser forjado con tiempo (mucho, mucho tiempo). Pero digo sí a la república porque quisiera que el Jefe del Estado pudiese velar además por el buen gobierno de este país (por su pueblo): justo lo que no ha sucedido, no sé si porque no debía o porque no podía. Tantos parados, tanta pobreza, tanta corrupción… Quedarse en meros discursos institucionales y continuar como si tal cosa con lo suyo (cacerías, viajes, asuntos personales, enredos de la familia…) es lo que ha masacrado la regia figura en estos tiempos convulsos.

Digo no a la república porque el debate se está forjando a golpe de desahogo, de iconoclasia, como si la tricolor representase modernidad cuando, realmente, espanta lo obsoleto que ha quedado tal símbolo. Pero digo sí a la república cuando suponga la única vía de regeneración cuando la Casa Real pierda por completo el significado de sus atribuciones (algo así ocurrió hace un siglo en España, pero no sucede ahora).

Y digo no a la república por la convicción que pesa sobre mí de que, en el fondo, el Rey ha ejercido bien su función, aunque él personalmente haya fracasado al final de su reinado en mantener intactas la respetabilidad y admiración que el pueblo español sentía por su figura (es lo que sucede cuando se mezcla lo humano con lo regio).

Además: la república perdería el referéndum que propugnan algunos con tanto extremismo como mediocridad. El pueblo puede sentirse decepcionado con D. Juan Carlos, pero no existe tal decepción con la figura del Rey: de ahí que Felipe VI pueda ser el monarca que necesitamos para esta España del siglo XXI. En el fondo, el Rey de nuestra Constitución no deja de ser un Jefe de la República con obligación de mantenerse al margen de ideologías y partidismos.