viernes, 19 de septiembre de 2014

Alba

En gaélico escocés, Alba es el nombre con que se denomina a Escocia. El país que ayer (hoy, cuando escribo esta columna) votó sobre su independencia.

Viví un par de años en Edimburgo. Eso ocurrió hace ya un tiempo, cuando todavía los escoceses se limitaban a comentar, con evidente satisfacción y orgullo, que ellos no eran ingleses. Hospitalarios, el pueblo escocés acoge al extranjero con exquisitez, brindándole descubrir no solamente las tierras altas donde Rob Roy combatió a los ingleses o la cabeza del célebre monstruo que aparece y desaparece en las frías aguas del canal de Caledonia, también su cultura propia, su historia, leyes, religión… su tierra. “Algún día volveremos a ser un país”, se limitaban por entonces a proclamar en los pub jugando a los dardos (en esto no se distinguen mucho de sus vecinos). En la década que ha transcurrido desde que abandoné Edimburgo, es evidente que las mentes de los escoceses han avanzado mucho por el trecho que lleva del lugar donde arraigan los sentimientos nacionalistas hasta el pozo de la política secesionista (iba a escribir que es un pico, pero lo he cambiado), donde aquellos se convierten en punto sin retorno.

La política no es nada sin un Estado donde desarrollarse. La política que se fundamenta en sentimientos provenientes de la historia y de la cultura, pero no en presupuestos ni en leyes orgánicas, no puede llamarse política. Es algo muy distinto. Yo mismo comienzo a darme cuenta de que las mareas humanas, conformen se van nutriendo de más y más almas que proclaman una misma consigna, por convicción o por adhesión, con razón o sin ella, son imparables y quizá deban ser atendidas con mejores intenciones. Ignoro bajo qué negociaciones (de paz, siempre) o qué condiciones se han de efectuar las solicitudes. Pero es evidente que, mientras el clamor siga creciendo, los oídos sordos solo pueden conducir al distanciamiento. El clamor con clamor se responde. Al clamor secesionista solo se le puede oponer el clamor que boga en pos de la unión de los pueblos. Y encabezándolos, solo pueden emplazarse políticos de inteligencia y firmeza. No son los nuestros, por desgracia.

En Escocia se ha disputado no la identidad de un pueblo, cuestión evidente de por sí, sino la forma política y social de reconstruir una antigua nación hasta ahora diluida. Y se ha efectuado conforme a la ley y al diálogo. Por eso mismo, y sin saber cuál ha sido el resultado, yo he votado figuradamente por Alba.