jueves, 30 de octubre de 2014

A los palacios subí

En el libro de Ciencias Sociales del enano (5 de Primaria) comienzan el programa lectivo explicando que hubo un periodo, llamado Edad Media, que dio inició con la caída del Imperio Romano. No explican qué fue el tal Imperio Romano o quiénes eran los germanos que saqueaban sus ciudades, aunque lo mencionen todo en negrita: como en la célebre novela de Cela, eso no viene, y tampoco parece importar demasiado.

Me resultó sencillo explicar a mi hijo lo de los estamentos: nobleza y clero (privilegiados), campesinos (oprimidos). Es lo que vemos en nuestro turbulento presente. Juzguen los motivos por los que el mundo está cada vez más dividido, o por qué los bancos centrales golpean impíos a la clase media hasta dejarla en la pobreza, o por qué las medidas políticas siempre benefician a los mismos… Se trata de la eterna defensa de los privilegios: una palabra que implica, sin ambages, desigualdad y corrupción.

Corrupción. No sé si es sistémica o una suerte de metástasis apoderada de todo. A este paso acabo abandonando mi habitual abstencionismo y voto a los del gurú pablemos en las próximas elecciones, aunque sea simplemente por chinchar. Todo, absolutamente todo, está putrefacto y sangra por los costados. No las instituciones, sino los nombres propios que han pasado por ellas (¿acaso hay alguno que se salve?). Hay tal abundancia de mangoneo redundante y rutinario en el que han incurrido en cuanto han tocado poder, tanto saqueo continuado al billón largo de euros del dichoso PIB, tanta codicia y tanto hermetismo entre todos los que menudean por los despachos, sin importar signo político, formación o aptitudes, que dan ganas de engendrar una nueva revolución a la francesa y acabar de una vez por todas con tantos “pujoles, granados y blesas” que abundan en estas aguas. Acaso no haya otra manera de curación: el perdón nada soluciona. Y créanme que con lo de revolución no me refiero a las asambleas emergentes de nuevo cuño (eslogan obamístico incluido) que nada han demostrado aún, acaso intolerancia.

La Edad Moderna se inició con la imprenta y terminó con las decapitaciones de La Bastilla. Nuestra Edad Contemporánea aún no ha visto su ocaso, o quizá sí y no lo hayamos advertido, de tanta ceguera tecnológica que manifestamos. Pero que se anden con cuidado, porque siempre ha sido en Europa donde, hastiados de oligarquía estúpida y egoísta, los ciudadanos solemos asestar golpes de mano capaces de hacer temblar la Historia.

viernes, 24 de octubre de 2014

Salir fuera

Escribo esta columna desde la comodidad de un pub próximo al Parlamento Británico, en Londres. Estoy esperando la comanda. He pedido "fish and chips" y una pinta de cerveza oscura. Todo un festín. El lugar no se encuentra masificado, pese a los prejuicios iniciales de su localización. Seguramente todo el paisanaje aquí reunido sea de cualquier lugar excepto de Londres. Como yo. Disfruto de la tranquilidad y la comodidad que me produce estar en un bar donde nadie habla en voz alta y el personal que sirve las mesas, todos muy jóvenes, es amable y atento. En la calle, ajetreadísima, como no podía ser de otra manera, la vida transcurre a otro ritmo.

Me ha traído a la City unas reuniones sobre metales y minerales que se celebran durante toda la semana. En ellas, un puñado de profesionales muy eficientes, que no saben hablar de otra cosa, exponen los planes y estrategias que esperan al sector del zinc o del cadmio durante 2015 y más allá. Anoche cené con los organizadores en un restaurante maravilloso ubicado a dos manzanas de Oxford Street. Durante la cena no se habló de otra cosa que, adivinen, zinc o cadmio. La comida, de diseño, pequeña en tamaño, magníficamente presentada, era una mera excusa para exhibir prosperidad, poder, seguridad. Ignoro la cuantía de la factura. Sólo puedo decirles que me aburrí soberanamente.

En las pocas noticias que he seguido estando aquí se hablaba, principalmente, del incidente armado ocurrido en Canadá. Ni una palabra del ébola, de visas negras, de corrupción, separatismo o de Podemos. Todo lo más, la única concesión, ciertas menciones a la paliza propinada por el Real Madrid al Liverpool. Resignación y encogimiento de hombros. Es en lo único que he podido encontrar cierta similitud a lo que hablamos en España.

Esta sociedad es educada y discreta (salvo cuando se emborrachan), y se nota. No observo crispación ni sobreactuaciones a causa de la indignación política y social. Todos parecen estar por la labor de arrimar el hombro, superar las diferencias y continuar hacia la prosperidad y la paz cívica. A nadie puede extrañar que Londres sea el lugar preciso para los negocios, el mercado, las inversiones y el futuro. Nosotros, tan descreídos, cainitas e iconoclastas, vivimos inmersos en la ira y la venganza, en el separatismo a ultranza y la envidia al prójimo. Por este motivo las buenas oportunidades siempre se las llevan los demás. Lecciones de estar fuera. Lecciones de democracia, supongo.

viernes, 17 de octubre de 2014

Yo no soy Teresa

Quizá muchos de ustedes se identifiquen con Teresa, la auxiliar de enfermería contagiada de ébola, cuyo nombre recorre diarios, redes sociales y whatsapp. Yo no. No soy como ella, ni por asomo: carezco de la vocación y voluntad suficientes como para dedicar horas enteras de mi vida a cuidar enfermos. No dispongo de tal abnegación: aunque quisieran retribuirme con unos emolumentos generosos (que, desde luego, Teresa y tantos otros no perciben ni percibirán jamás). Yo no soy Teresa. Ni he enfermado del dichoso virus, ni lucho por sobrevivir. Eso ha de quedar claro.

Sucede que tampoco me identifico con las miríadas de voces que se han alzado alrededor de este caso. Me han podido indignar sobremanera las burradas proferidas por un médico que ejerce en Madrid de Consejero de Sanidad, tanto o más que el descontrol manifestado por nuestras autoridades a la hora de tratar la crisis del ébola. ¿Qué les puedo decir? Esto está sucediendo porque vivimos en un país donde el presidente de Gobierno parece no existir, donde el propio Gobierno carece de credibilidad (he ahí a la ministra del ramo, por mostrar un ejemplo), y donde las instituciones estatales se encuentran en una situación tal de descomposición (venida de arriba abajo, que no de abajo arriba) que apenas se observa salida alguna, justa y juiciosa, a esta decadencia atroz que nos atenaza y oprime.

Decadencia que no se deduce de calamitosas decisiones sanitarias, de manifestaciones repudiables de ciertos responsables políticos, o del alarmante nivel de incompetencia que se observa en los más altos despachos ministeriales. Es una decadencia proveniente del vacío absoluto en el que, paradójicamente, sigue funcionando nuestro país, así sea en un hospital, una comunidad autónoma o el consejo de administración de una caja de ahorros. Cualquiera pudiera pensar que en el vacío es imposible que pueda subsistir nada, pero llevamos años viendo que no es así, que en ciertos vacíos el sistema político se torna nepotista y oligarca (casta), y que cualquier cosa que caiga en ellos es de inmediato engullido y reconvertido en algo capaz de sobrevivir e incluso vivir muy bien, mejor que usted y yo.

Creo que esto del ébola hubiera sucedido con cualquier gobernante de cualquier ideología de las últimas décadas. La ineptitud está así de extendida. La política es, desde hace mucho, ficción. Y muchos de nosotros vivimos contagiados no de ébola, sino de decadencia. Y al vacío es adonde acudimos.

viernes, 3 de octubre de 2014

Octubre

Desde el año pasado le tengo al mes de octubre un cierto recelo indisimulado. Le asocio alguna de mis peores catástrofes, esos momentos negativos, desquiciantes, de inquietud exacerbada casi rayana en lo angustioso, en los que la rabia, la pena, el dolor y las lágrimas se combinan para producir desgarro y rencor. No un rencor humano, producto de la envidia o la soberbia, no hablo de rencores procedentes de pecados más o menos capitales, sino rencor irracional hacia algo tan artificial como es un calendario, rencor justificado solamente en la coincidencia fortuita de sucesos y almanaque. Ya ven ustedes, qué simplificad de enconos llevo dentro de mí…

Octubre me arrancó, hace un año, de la vida, de mi existencia, al hombre que me dio el ser y el apellido. Y sé perfectamente que en la batalla contra la muerte no hay posibilidad de victoria, si acaso de despiste, por aquello de engañar una vez más (qué listos queremos parecer a veces) al espectro maléfico del vacío eterno, como si en tal ilusionismo hubiese una verdad no sustentada en trucos y embustes. No hay cosa peor que creernos las propias mentiras, pero en esto de enfrentarnos a la parca y reír a mandíbula batiente ante los amigos de la proeza de seguir vivos, creo que no puede haber sino tolerancia infinita.

Siempre hablo con melancolía, y sentido desasosiego, del otoño. Hasta el año pasado, por la convicción de las hojas mustias, amarillas, arremolinadas en las veredas de los parques o sobre los sumideros de las alcantarillas, donde se pudren (o fallecen) sin darnos cuenta siquiera de la hermosura que impregna en nuestros pasos su color ambarino, azafranado. Desde hace exactamente un año, porque sé fehacientemente que mi vida ha entrado ya en su otoño más largo y prolongado, mucho más que las inocencias de la vernal infancia o los estivales atolondramientos de juventud. Sigo preguntándome, por ello, qué me ha de deparar el invierno, y qué sensaciones llevaré dentro…

Hoy no me apetecía hablarles a ustedes de ninguna de las noticias que se repiten en los telediarios o en las tertulias de los bares. Hoy mis dedos solo saben escribir con la tinta áurea de las hojas caídas y de una tierra removida antaño y reposada ya sobre los huesos en descomposición de quien una vez fue mi padre, convertido ya en polvo y recuerdos, testimonio de mi más melancólico otoño, de la más honda y sincera pena del corazón, el mío, que llora sin consuelo alguno ni esperanza alguna de ello…