viernes, 19 de diciembre de 2014

Diez años junto a Queco

La última vez que escribí su nombre, Queco acababa de cumplir cuatro añitos. Ayer hizo diez. Diez: toda una década de mi vida junto a él, tan completa que nada de cuanto yo fuese anteriormente tiene sentido. Día a día lo compruebo, y día a día me empeño en no olvidarlo nunca.

Dirán ustedes que son palabras de padre, cargadas de emotividad y ternura. Y palabras son: no encuentro mejor manera con la que expresar mi alborozo de tan grande como es su presencia, de tan limpio y minucioso su cariño. Y aunque no necesite narrar o compartir lo que siento, que cualquier padre sabe perfectamente lo que estoy diciendo, quiero escribir hoy la columna por puro capricho: las mejores circunstancias de la vida no se producen por necesidad, sino por satisfacción, y la mía es infinita.

Queco ya no es aquel niño que imaginaba tigres a los que yo debía hacer huir con una vara imaginaria y que lloraba cada mañana cuando le dejaba en el cole. Ha crecido mucho. Ya no siente miedo del tigre y acude a clase sonriendo: pero sigue abrazándose a mí en el sofá cuando vemos juntos una de sus películas favoritas, aún me muerde con cariño en la nariz diciendo cuánto me quiere, aún reclama cosquillitas en la espalda porque le gustan y sabe que nunca se las niego. Y aunque yo no sepa cuánto más podré disfrutar de su infantil cariño, he decidido no apenarme por el sombrío porvenir que tantos otros padres auguran. Cada día que paso junto a él es un milagro y los milagros solo admiten una única responsabilidad: disfrutarlos sin pensar que un día han de acabar.

Bien sé que el tiempo transcurrirá deprisa y que se llevará a mi pequeñín de mi lado para que construya su propio camino. Y llegado el momento, será a mí a quien el tiempo aparte del suyo, como apartó a mi padre hace un año para que yo advirtiese, lúcida y tardíamente, lo importante que me resultaba su presencia. Pero antes, ojalá, un día Queco tendrá entre los brazos a su propio hijo recién nacido, y desde ese momento ya solo tendrá ojos para la sonrisa infinita de cuerpecillo frágil que le mirará con inmenso amor. Entonces olvidará que una vez él lo fue todo para mí y que sin él no puedo vivir porque tengo tácitamente mi alma encerrada en su cariño hasta el punto de sentirme perdido cuando no le veo con mis ojos o no le siento en mis oídos.

He de ser yo quien, desde ahora, aprenda a disculpar sus descuidos y a quererle tanto como lo he venido queriendo en estos diez brevísimos años ya transcurridos