lunes, 28 de diciembre de 2015

Mariano en Navidad

Ha querido la cuestión parlamentaria que estas navidades entremezclemos los turrones con los asuntos de gobierno: de formación del nuevo Gobierno, quería decir. El electorado ha decidido que en estos cuatro próximos años exista una estructura de poder muy compleja a la que poco o nada están acostumbrados nuestros gerifaltes más señalados. Nada de mayorías absolutas (o al menos, no para que un endeble mandamás se dedique a permanecer inmóvil. estrangulando a la clase media, mientras contenta a sus muchos corifeos). Y por supuesto, nada de experimentos rupturistas y nada de diálogos de sordos. Si en algo hay que admirar el comportamiento del electorado español, es por su capacidad para provocar una solución innovadora en la gobernanza entre una serie de líderes a los que podríamos calificar, sin errar demasiado en la crítica, como los más posiblemente mediocres que han pasado alguna vez por el hemiciclo.

Cuando la política se convierte en trincheras donde los partidos buscan perpetuarse en sus asuntos, primero, con la excusa de estar luchando por los ciudadanos (mentira), estos reaccionan moviendo todas las piezas del tablero (unos más enérgicamente que otros, ya sean indignados o simplemente quejosos). Lo de practicar recortes a diestro y siniestro es lo que tiene, que enfada a quienes te eligen y mucho más a quienes no te han elegido. Es una enseñanza dura, pero inequívoca. Mantener la creencia de que la mayoría absoluta es algo consustancial a la política te lleva a minusvalorar al resto de adversarios y a toda la opinión pública, y además no te convierte en estadista sino en vulgar atropellador de sensibilidades.

Vamos a estar divertidos. Al menos por un tiempo. Las invocaciones a la gravedad de la situación en caso de que los contrarios no apoyen tu investidura, don Mariano, es simplemente no haber entendido nada, salvo las soflamas del propio ego avergonzado de comprobar que en cuatro años se ha desperdiciado una oportunidad única e irrepetible. Si por mí fuera, merecido tendrías el destierro y el olvido. Claro que algunos contrarios vienen proclamando estos días ciertas insensateces que convierten tu pasada política sin concordia y sin reformas en un cuento de hadas aún más ignoto. Ya no sabe uno dónde mirar.

Lo siento por usted, don Mariano: aunque los acuerdos te lleven nuevamente al poder, porque has vencido, pero no pienso concederte el beneficio de ninguna de mis muchas dudas. 

Por supuesto. Feliz Año a todos.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Guerras galácticas

Queco hoy cumple once años y, como regalo, su madre le va a llevar esta noche al estreno de la última película de Star Wars. Pueden imaginar la emoción que sentirá cuando lo sepa, porque de momento no sabe nada. Lleva unos cuantos días hablando de ello, tácitamente nos solicita a uno de los dos que compremos las entradas, pero en esta ocasión yo me he hecho el sueco para no chafar la sorpresa que quiere depararle su madre. En buena medida, ver y disfrutar de su entusiasmo me recuerda al día en que mi padre nos llevó a ver a mis hermanos y a mí  "La Guerra de las Galaxias".
Esa película siempre fue mágica para mí. Yo era muy niño y todo lo que veía en la pantalla, desde la estupenda fanfarria musical, las letras inclinadas flotando por el espacio, las naves espaciales, los sables láser, los malos enmascarados y los robotijos parlanchines, me parecían más perfectos que mis propios sueños. Yo siempre fui Luke Skywalker y, como él, sufría ante la puesta de sol de la estrella binaria de Tattoine mi aislamiento en un remoto planeta, lejos de la Rebelión que luchaba contra el maléfico Imperio. Por supuesto, luego vendría un maestro sabio y anciano, una princesa encantadora, una herocidad fortuita junto a un contrabandista encantador: en definitiva, una aventura maravillosa. ¿Qué más podría tener un niño como yo para descubrir que la magia puede hacerse realidad siempre que alguien se empeñe en contar magistralmente nuestros sueños en una gran pantalla de cine?
No ha vuelto a haber película como aquella. Las posteriores entregas, alguna de ellas magistral, carecieron del espíritu aventurero y candoroso de la original. El resto de filmes, sencillamente deplorables, no fueron sino parte de la gran maquinaria del dinero. Como la que hoy se estrena, supongo. Aunque la doy por buena cada vez que veo la carita de felicidad del enano, su nerviosismo entusiasta y sus ojos gozosísimos ante los carteles que anuncian el filme. E incluso porque me veo a mí mismo igualmente emocionado con rememorar los días previos en Zaragoza del estreno de La Guerra de las Galaxias y las colas de aquel día que daban varias vueltas a la manzana del cine.
Da igual lo que sea esta nueva película. Seguramente ha habido demasiado ruido y sigo prefiriendo el título en castellano. Pero ante todo, lo que espero de ella es regresar a mi niñez y sentir asombro y una extraña sensación interior de que, en efecto, soy el héroe de una galaxia muy lejana.


viernes, 11 de diciembre de 2015

Promesas

Tiempo de hacer promesas. De declarar intenciones. De vender humo. De engañar y de convertir en verdades las mentiras. Estamos en campaña electoral... No sé si usted, caro lector, ha decidido o no su voto. Para no modificar mi costumbre, pues no encuentro razones que me impelan a hacerlo, yo seguiré sin votar a nadie. Pero mientras llega el día de ejecutar mi abstención, sigo escuchando las promesas que unos y otros blanden en la arena.
En los carteles aparece Rajoy, ese soso y aburrido señor que ha morado la Moncloa en los últimos años, estableciendo que va a bajar no sé cuántos impuestos tras haber creado no sé cuántos millones de empleos.  Enfrente, sin atisbo de profundidad alguna (tampoco don Mariano la tiene, por mucha gravedad que aparente), está Sánchez, vestido de camisa y sonrisa, desconocido para muchos y de complicado discurso, que habla de becas y sueldos dignos y ayudas a empresas y libertades (está visto que nos sigue sobrando el dinero igual que sobraba hace treinta años, porque sigue estipulándose la importancia de subvencionarlo todo a fondo perdido). En el flanco derecho hay un señor de Murcia, digo de Barcelona, a quien aún no he tenido el honor de escuchar pese a las muchas veces que lo he intentado, por lo cual hablar de él me sigue pareciendo un misterio. Y en el flanco izquierdo, el inefable Pablemos, lidera a los angustiados que en el mundo habitan y a los indignados que han olvidado las razones de su enfado.
En la prensa tratan de convencer de que entre estos cuatro, si no en todos ellos, se encuentra el futuro de los tiempos venideros de España. Y mientras los unos desgranan sus interminables promesas, con la locuacidad de quien sabe que abiertas las urnas tendrán que jugar a desmentirse los unos a los otros y viceversa, en las redacciones se calculan probabilidades, combinaciones, permutaciones y demás artilugios estadísticos. Cuán importante será el voto que luego los unos harán lo que les venga en gana y los otros interpretarán lo que más rabia les confiera sus cábalas.

Como tampoco espero mucho de ninguno, el día 21 me sentiré igual de satisfecho que ahora mismo. Total, las grandes proclamas ya no se las cree nadie salvo los acólitos, y hace tiempo que ningún líder habla de la necesidad de reformar la Administración (y casi también el Estado) o de acometer los detalles menores de todo este artilugio nacional. Cataluña, mientras, guarda silencio. Euskadi, en cambio, toma posiciones. 

viernes, 4 de diciembre de 2015

Abengoa

Esta semana escribo desde Asturias. La siderurgia en estos valles donde don Pelayo inició la insurrección cristiana contra la religión de Alá, sigue siendo poderosa. Tengo la impresión (muy corroborada en España, no así en otros países) de que las mejores empresas no son posiblemente las grandes, sino las medianas. Conozco muy buenos empresarios asturianos, nadando en la abundancia, que pueden impartir inopinadas lecciones de negocios sin necesidad de aparecer en el Ibex. Y no solo de aquí, pero estos días me toca predicar desde Covadonga…

No acabamos de zafarnos de los aherrojamientos de la crisis, de llenar los pulmones del aire fresco de la liberación de los tiempos recientes, cuando, como un mazazo, desde la otra punta de la península, la de rubicunda herencia árabe que una vez albergase el califato más deslumbrante y avanzado de los tiempos del Medievo, una noticia anuncia que el imperio Abengoa se ha desplomado llevándose por delante un número de víctimas aún por determinar. Las grandes empresas caen siempre haciendo mucho ruido. Y demasiado daño.

Por supuesto, la inevitable serie de incuestionables: uno, que en su consejo de administración (esos lugares donde el dinero te cae al bolsillo por el simple hecho de haber sido designado tal, sin necesidad de obligación alguna) se han sentado políticos afines al PP y al PSOE (si hubiese un tercero en la ruleta añadiríamos otra sigla más al contubernio) porque el negocio comercial se sustenta en las volubles alas del boletín oficial y en los favoritismos ideológicos; dos, que las cuentas las ha auditado otro gigante, pero de las auditorías (pobres de estas empresas hercúleas si fuera un simple David quien mirase con lupa sus números y finanzas); tres, que posee una plantilla de magníficos ingenieros y técnicos que, sinceramente, ni merecen lo que les está pasando ahora, ni tampoco la zafia política de recursos humanos con que siempre se distinguió a este imperio quebrado.

Felipe Benjumea, hijo del fundador, fue expulsado de su empresa por la banca no hace tantos meses y se llevó una indemnización de 11 millones de lereles (recuerden Volkswagen). Por las calles de Híspalis, la presidenta agoniza buscando que salven la empresa (recuerden Pescanova). En el sector, las devoluciones de pagarés comenzaron hace un par de meses (ya se rumiaba algo). Las agencias sabían lo que se venía cociendo. En definitiva: Abengoa. una nueva palabra maldita que otrora ocupase el empíreo.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Minutos de silencio

Aquí en Viena la reunión ha congregado a 40 personas de toda Europa y se inicia con un minuto de silencio por lo ocurrido en Francia. Una medida que se me antoja a todas luces excesiva después de tantos minutos derramados en silencio y que parecen ir amontonándose uno sobre otro. No tengo claro que este símbolo procure reparación o consuelo alguno a las familias de las víctimas. Tampoco que tranquilice el terror que parece haberse desbordado en este viejo continente tan ensimismado. Sin embargo, los símbolos (sobre todo este, proveniente de la posguerra en 1919) contienen una emotividad tensa y muy plástica, como si en la mudez de una congregación de individuos se hallase la explicación de por qué estamos unidos y hemos de permanecer unidos (aunque no lo estemos).
Todo esto medito en el transcurso de ese minuto que, sinceramente, enmudece por obsolescencia y es traído con cierta arbitrariedad debido al momento en que nuestra reunión se produce (ni siquiera se trata de la primera de las reuniones del día). El oficiante, que hay algo en ello de liturgia, es un italiano que ha querido aprovechar la presidencia del comité para actuar de misacantano ante franceses y austríacos y checos y españoles y… Tal vez crea que esta colección de ciudadanos venida de todas partes de Europa representa con ejemplaridad a todas las sensibilidades heridas por la violencia sin sentido. Por supuesto, ni una palabra de las invocaciones a la guerra o las causas del fanatismo islámico que sigue empeñado en azotar la confortabilidad de nuestros estados. No corresponde aunque sea crucial.
Y mientras callamos, sin bostezos ni alzamientos de miradas, salvo la mía, que no estoy por la homilía habiendo tanto que discutir al respecto, en París elevan la agresividad de sus alocuciones y llaman a perpetrar una nueva cruzada, no sé si santa o diabólica: todos sabemos cómo acaban las hostilidades allá en los desiertos donde solo se alza la voz del profeta. Pero no importa, el elefante viejo ha despertado creyendo que tiene fuerza e ímpetu suficientes para golpear en las huestes enemigas, sin advertir que las huríes ya desvelaron el secreto de la guerra a Julio César en Tapso. Estamos perdidos…
Por supuesto, en la capital andan todos como locos tratando de averiguar cómo se puede mantener una opinión política al respecto sin perder votos. Tiempo de elecciones. Todo revuelto. La OTAN y el no a la guerra. Nadie parece pensar en otro modo de hacer las cosas.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Europa intimidada

Parece un problema, pero no lo es. Es mucho más. Parece una guerra soterrada, encendida por el látigo del fundamentalismo que odia lo que el ser humano construye. Pero es también mucho más que eso. Parece el terrible aliviadero por donde fluye ahora toda la tensión almacenada durante lustros en no se sabe bien qué círculos antropológicos de personas convertidas no a una religión, sino a una causa profética. Y, de nuevo, no lo es. Parece muchas cosas esta súbita irrupción, tras años de indolente olvido, de odio y muerte y sangre. Y, no siendo ninguna, es todas ellas.

Que de repente los líderes europeos alcen sus voces de guerra y dolor, llamando a la población a no olvidar que la respuesta (la venganza, las consecuencias) está pronta, no deja de ser una pantomima de quienes se creen llamados no sólo a representar el país que gobiernan, también a liderar su moral y los derechos y libertades de que disfrutamos. Ellos, quizá los seres con valores más líquidos y entrampados en cálculos electorales (Francia está repleta de políticos que por unos miles de votos han consentido la creación de inmensos guetos musulmanes donde la ley no quiere actuar), de repente se nos aparecen sólidos y firmes, guerreros e iracundos. Y me pregunto dónde estaban ellos cuando la ira estaba extendiéndose como un cáncer hasta el límite de nuestras fronteras, dónde quedaron sus convicciones ahora férreas cuando diseñaban esas políticas que siempre favorecen a los mismos y no dejan de generar imensas bolsas de descontento y repulsión.

Les escuchamos porque tenemos miedo de que nos maten en esta tierra donde no hace tanto se iniciaron las peores guerras que ha conocido el hombre. Les escuchamos ahora porque no teníamos miedo de que mataran a otros que no éramos nosotros. Pero la cruda realidad es que carecemos de fundamentos y convicciones que ayuden a dar solidez a nuestra civilización. La creemos insuperable y, en cambio, no es sino decadente. Pero nuestras normas son líquidas, y suponemos en ellas una capacidad magnífica. Por no creer, ni siquiera creemos en valores ciertos, a los que tachamos de convencionales: sólo tenemos fe en verdades relativas, tan manoseables como un trozo de arcilla que no sirve para nada. Un ojo con la Torre Eiffel, esa es nuestra única reacción lamentable.

Europa amedrentada. Por la violencia de otros. Europa proclamando venganza. Europa decadente, que se sumirá en su sueño de gloria tan pronto como callen las pasiones del momento

viernes, 13 de noviembre de 2015

Amazonas

Mis últimas Philosophiae Naturalis las han leído ustedes, caros lectores, mientras navegaba el Amazonas peruano arriba y abajo. Con la excusa de unos proyectos profesionales he tenido la oportunidad de descubrir con mis propios ojos lo que he venido en llamar regreso a lo primordial: la vida sin interferencia de los artificios humanos; la civilización sometida por el imperio de la naturaleza, no al contrario; la vida de lo salvaje y no domesticado, tan gloriosa como impresionante. Yendo al Amazonas he descubierto, por tanto, lo primordial, y por este motivo los genes, nuestros genes, reconocen que se hallan en el lugar de donde provienen.
Decir que estoy maravillado es decir muy poco. No solo por la explosión de exuberancia de lo natural, cosa que, aun sin concebirlo con exactitud, es esperable en cualquier caso, sino por la inmensa variedad en que la vida se ha desarrollado, humanos inclusive, tan rica y diversa que parece contradecir la sensación de que, en el universo, la vida parece ser la excepción, una excepción milagrosa. Y sin embargo, los ojos del viajero la advierten en su rabiosa delectación de especies vegetales y animales, con la sencillez con que millones de años han tejido una intercomunicación perfecta entre las especies. Todas, salvo nosotros...
Las sociedades que persisten a orillas del grandioso río, o afluentes, viven con muy poco y no les falta de nada. La selva ofrece alimento y medicina. Lo tienen todo y sin embargo, para nosotros, los desarrollados, carecen igualmente de todo. No vi en ningún momento rostros desdichados masacrados por el hambre o las plagas. Solo gentes felices con su sencillez que, todo lo más, si se les pregunta, dejan entrever los efectos de la mal llamada civilización al reclamar una escuela o un centro médico más próximos donde poder aprender idiomas o combatir un simple dolor de cabeza (la diabetes o el colesterol, por ejemplo, no existen). A lo largo del río lo que realmente he descubierto es la inmensa totalidad de lo innecesario y acomodaticio de la vida moderna.
Por desgracia, el hombre sigue explotando la selva en su único beneficio. La deforestación en Brasil del Amazonas sirve a la cría de ganado para que las hamburguesas basura se distribuyan a millones a diario por todo el planeta, y siguen decomisándose animales protegidos a diario por centenas. La realidad es que el río es accesible y nada protege la selva de la peor depredación que se conoce: la nuestra propia.

sábado, 7 de noviembre de 2015

Gente muy muy rica

La semana pasada hablaba de Maureen O’Hara, el único ídolo por el que he sentido devoción en mi vida. Comentaba que, ídolos, hay muchos: todos con la cualidad en común de ser muy famosos y ricos (en este orden o el inverso).  Mientras escribía la columna, me enteré de que Amancio Ortega, el dueño de Inditex, se había convertido en el hombre más rico del mundo.

Dicen que es una persona humilde que realiza suculentas donaciones. Puede ser. Lo incuestionable es que no hay escuela de negocios que no le ensalce hasta lo más alto del Olimpo empresarial. Algo de eso habrá cuando Inditex es uno de los colosos empresariales mundiales. Quienes defienden con uñas y dientes la teoría de que el libre albedrío del mercado y que unos muy pocos dispongan de casi toda la riqueza que hay en el planeta es fuente de desarrollo, progreso y bienestar, se alegrarán infinito de tener a uno de los nuestros en tan privilegiado club (supongo que no se alegran tanto de que medie entre la teoría y la práctica un mar de sufrimientos e injusticias para muchas personas, problema siempre por resolver). Y quienes piensan que nadie se hace escandalosamente rico sin perpetuar la miseria de muchos, no se alegrarán tanto con los éxitos del gallego con superpoderes.

No es Inditex una empresa que me guste. Nunca compro en Zara o en sus satélites. Cuestión de pundonor, sin importar que los demás hagan lo mismo. He conocido, en otros sectores, cómo es la miseria de muchos países en la que se sustenta el espléndido nivel de vida que llevamos los de siempre. Es sabido que opino que cambiar de fondo de armario cada mes (o cada quince días) no puede ser sostenible en modo alguno para el planeta (acaso sí para la gente de Arteixo) aunque del éxito titánico de un hombre se beneficie no solo el grueso de los empleados de su vasto imperio sino sobre todo los millones de consumidores a quienes no parece importar que estemos todos yendo por un derrotero de dispendio y lujuria consumidora sin aparente final. Pero ya es muy tarde para pensar que las cosas pueden aún hacerse de otra manera.

Mire uno donde mire, el mundo parece orientarse hacia la supremacía de unas pocas súper corporaciones y el acallamiento de quienes pensamos que, de este modo, la humanidad no avanza hacia nada verdaderamente grande. Tiene que haber algo mejor que la acumulación de riqueza. Espero que don Amancio disfrute de su dinero. Yo seguiré pasando de largo frente a sus tiendas, aunque se tarde.

jueves, 29 de octubre de 2015

Se fue mi ídolo

Es frecuente que alguien pregunte a otra persona por su ídolo. Una pregunta demasiado habitual y común. La idolatría sobrevive en el magín de los humanos cambiando representaciones y causas. Nunca desaparece. Las artes, el famoseo, el cine, los negocios, los deportes…todos ellos son sustratos de los que surgen personas destacadas que logran abatir el rutinario desinterés de millones de seres, presentes o futuros. No me enorgullece decir que, una vez, yo también sentí idolatría por alguien a quien nunca conocí y nunca conoceré. Y lo hago como algo excepcional en mi convicción de que todo tipo de idolatría, perdurada a través del tiempo, es perjudicial. Pero el objeto de mi fascinación me llegó en su momento de manera tan poderosa, hiriendo tanto la sensibilidad de mi alma, entonces muy joven, que jamás supe ni quise sacudirme la subyugación de esta incoherencia personal.

Mi ídolo se llamaba Mary Kate Danaher, es decir, Maureen O’Hara, la pelirroja solterona de la idílica Innisfree donde John Ford emplazó amor, cerveza, carácter, concordia y sensibilidad en “El hombre tranquilo”. Posteriormente la descubrí en otras obras cinematográficas que, con indiferencia de su aparición (que tenía la cualidad de maravillarme siempre, fuera cual fuese su presencia), me resultaban todas del todo incuestionables. Porque, ¿cómo no recordar a la profesora Louise Martin, de quien el acobardado Albert Lory (Charles Laughton) se siente enamorado (como todos nosotros), que continúa leyendo a los alumnos la Declaración de los Derechos del Hombre que estaba explicando su compañero en clase hasta que los nazis se lo llevan? ¿O a la hermosa pero doliente Angharad Morgan por quien, mientras su velo de novia es zarandeado por el viento, oculto en el fondo mientras un coro canta “Guide Me O Thou Great Jehovah”, el hombre que en realidad la ama llora silente cómo ella acude al altar en “Qué verde era mi valle”?

Romperé una lanza en favor de mi idolatría (realmente no conozco otra salvo que pueda confundirse con ello la admiración). Maureen O’Hara me permitió acceder a un mundo e incardinarme (sin oropel eclesiástico) a la belleza que la gran pantalla ha sabido siempre transmitir (quizá no tanto de un tiempo a esta parte). No a lo que representaba (fama, dinero, éxito…), sino a lo que construía. Por eso yo nunca quise ser como Mary Kate Danaher, ni tampoco soñé con amarla. Solo pretendí que me guiase por un mundo de arte, verdad y belleza sin parangón.

viernes, 23 de octubre de 2015

¡Todos a la cárcel!

Desde los episodios de Guadalajara, cuando un Ministro del Interior y un alto cargo suyo fueron enviados a prisión, condenados firmemente, rodeados de la simpatía, el afecto y el apoyo de los suyos, yo no había vuelto a ver semejante despliegue de cariños ante la acción de la justicia. ¡De la injusticia!, gritarán algunos. En este bendito país, como decía el otro hace unos días, por robar una bicicleta le pueden a usted arruinar la vida, pero por llevarse por delante las leyes del Estado puede que incluso le erijan un monumento.
Artur Mas quiere ir a la cárcel. Es lo que colijo del espectáculo que están montando en Barcelona. Don Arturo no quiere pasar inadvertido por la Historia: ésta ha demostrado en numerosas ocasiones que no se puede ser libertador sin haber pasado por presidio. Uno ha de forjar su destino bajo el látigo enemigo, con grilletes ensangrentados, con los huesos corroídos por la putrefacta humedad de la trena. Poco importa que el resto sea mediocre, cuando no risión vergonzante porque no tiene otro nombre la sucesión de desatinos: pasar de 62 a 50 diputados tras convocar unas elecciones innecesarias; abrazarse con los republicanos (que están haciendo su agosto, agazapados a la espera de la carnaza en que se ha de convertir don Arturo); destrozar la coalición al frente de la cual había sido elegido; y por último, ocultar sus innumerables errores tomando la tangente de la independencia, y no de un modo inteligente y político sino tal cual se saborea en la calle, que es quien manda ahora mismo en Cataluña, con su proliferación de insensateces y discriminaciones. 
Cual plena galerna, la política catalana está sembrada de barcos zozobrantes, cuando no hundidos. Qué lástima ver que una de las regiones más ricas de España de repente avente el absurdo aroma de la revolución de los antisistema. Por si fuera poco, el espectáculo se completa con el circo instalado frente a las puertas por donde entran a trabajar las togas del Tribunal Supremo catalán. Por supuesto, todo espontáneo y en defensa de la democracia. Porque democracia es siempre lo que dicen quienes más alto berrean. Y el resto a callar, a menos que se viva la palpitante realidad enloquecida del pueblo elegido.
Don  Arturo acabará pasando unos días o unos meses a la sombra. Y cuando salga, quizá se encuentre que la solución a sus males se encuentra en la nueva aritmética parlamentaria del Congreso de un país al que odia porque no le queda otro remedio…

viernes, 16 de octubre de 2015

La sutileza que acabó con Quiroga

No les voy a hablar de actualidad política, aunque haga uso de ella. Primero, porque en DV prefieren que no lo haga. Y segundo, porque más apasionante que disertar sobre los detalles de una dimisión política de actualidad, lo es hablar sobre las intrincadas sutilezas en que se sustentan dichos detalles. Porque ya me contarán ustedes si la distancia que media entre una condena y un rechazo no es asunto baladí. Dicen que en política hay que cuidar las formas (todos andan obsesionados con la dichosa corrección), pero en realidad las formas en política son balas de artillería muy pesada que no cuidan de nada.
Fíjense si no lo que va en el juego de las expresiones a la hora de referirse al repudio a la ETA. Los conservadores encuentran su agarre en la condena, los abertzales en el rechazo. Para quienes nos sentimos asqueados de la barbarie humana y sufrimos con el sufrimiento infligido por los asesinos terroristas, sin paliativos ni entendimientos espurios, el anterior juego dialéctico es simplón y solo se entiende como una manera (política) de mostrar de dónde se proviene: no hacia dónde se va. La realidad del mundo, a lo largo de sus eternos siglos, establece que el futuro se construye atravesando los parajes más abruptos por los caminos más difíciles, los que exigen sacrificios nobles e imprudentes. Caminos que, no obstante, no restan un ápice a que en el pasado ha sucedido. Y pese a ello, cómo parece constreñir el endeble atavío del verbo a la hora de decidir cuándo un político es activo o deja de serlo.
Es imposible que, pese al silencio oficial, siempre frío, y el asentimiento individual, siempre obligado, de un partido tan complejo como el PP, todas las voluntades coincidan en una misma e idéntica opinión. Máxime si ésta se expresa en un documento donde se propone una confección de la paz que dé carpetazo definitivo a años y años de terror felizmente superado (que no olvidado). Todas las propuestas de paz acaban siempre con la muerte política de sus precursores. Unas veces a causa de un objetivo errado. Otras, por un verbo mal elegido. Y entre sus páginas, como no podía ser menos, la lucha ciega y despiadada por el poder.
Me gustaba a mí Arantza Quiroga, aun no siendo yo votante de su partido. Fue valiente su decisión. Pero la espantosa descomposición del partido con cuarteles generales en La Moncloa ha causado su defenestración y otorgado a sus votantes y electores una oportunidad perdida, otra más. Euskadi mira a Terranova.

sábado, 10 de octubre de 2015

A vueltas con la urbanidad

Me reprocha una lectora que, hace unas semanas, mencionase el ejemplo de unas niñas rumanas lenguaraces, desvergonzadas, maleducadas sin duda alguna, que se encararon conmigo (y con no poca soltura y desparpajo, justo es reconocerlo) por reprocharles que gritasen sin ninguna consideración por quienes allí, en aquella terraza, tratábamos de disfrutar de una cerveza (en mi caso, con un colega del trabajo). "¿Acaso los niños españoles no son igual de maleducados?", me pregunta. Y yo, que adivino sus tejemanejes para declararme xenófobo, no importa que no lo sea (pues no lo soy), replicar quiero a esta lectora, pues su crítica no es constructiva: solo intenta hendir una lanza en mi costado.

Y héteme aquí, el pasado viernes sin ir más lejos, acompañando al enano a su clase de natación, cuando, saliendo del polideportivo, y al punto de abrir la puerta de salida, un grupo de mozalbetes, todos incuestionablemente carpetovetónicos, sin miramiento alguno, nos atropella para entrar ellos primero, antes de que salgamos. Yo, que no me callo nada, lo reprocho en voz alta (de un tiempo a esta parte no dejo de censurar comportamientos ajenos). Y uno de ellos, el unico que no me miró avergonzado, sintiéndose protegido en el centro del grupo, me responde insolente. Créanme si les digo que a punto estuve de soltarle un guantazo, y si no lo hice fue porque en ese fugaz instante pensé que el guantazo debía dirigirlo a sus padres. No me he vuelto violento. Simplemente empiezo a estar harto.

Harto porque, en el colmo de esta desachatez casi univeralmente aceptada del "todo vale", parece que lo único que vale es ser desconsiderado e incapaz de manifestar respeto por norma alguna, las de urbanidad menos que ninguna otra. Harto porque no son los críos los maleducados, lo son también los padres en su inagotable egoísmo y afán de comodidad porque, lejos de inculcar ciertos valores a sus retoños, les permiten un libre albedrío rayano en lo repugnante (a eso le llaman ser colega: los padres-colegas es la manera original de desentenderse de una educación necesaria para los hijos porque, seamos francos, ellos siempre la despreciaron).

De esta falta de urbanidad derivan luego todas las inculturas que en el mundo coexisten. Porque, si no enseñas a tu hijo a ceder el asiento del autobús a un mayor, por creer que ambos tienen idéntico derecho, ¿cómo le vas a enseñar a leer cosa alguna diferente a los créditos del último juego de la playstation, si es más costoso? 

  

viernes, 2 de octubre de 2015

Otoño 2015

Llevo varios años asomándome a ustedes desde esta ventana del Diario Vasco y, en todos ellos, llegando octubre escribo sobre el otoño. Como si fuese inobjetable apaciguar los fuegos impenitentes del verano. Asumiendo que en la hoja amarillenta que se deposita sobre las aceras con el resto de la seroja, diese comienzo el viaje interior que conduce ineludiblemente al frío anímico, a la desnudez infecunda del invierno. 

En 2015, este año que principia a terminar hoy mismo, mientras redacto estas frases sin otro motivo que el de mostrar mi pensamiento, nada más, no vislumbro que el otoño traiga consigo novedad alguna con la que equilibrar, cuando no enderezar, los rumbos distraídos del estío. Ni siquiera la ortegassetiana “conllevabilidad” independentista de ciertos territorios patrios parece acuciar demasiado. Seguimos siendo el país que éramos, acaso más en silencio por tenso que resulte para unos y otros. Los problemas de la convivencia no son afines a los ciclos anuales de masas de hojas muertas que se barren y ya está, asunto resuelto: la mansedumbre de la naturaleza desconoce el egoísmo (esencia natural del que se considera distinto), la soberbia o las ambiciones desmedidas que tan bien reflejan las muchas inquietudes del alma humana. 

En este otoño que ha arrancado con una Luna enorme en el firmamento, atravesada por la sombra que proyecta nuestro mundo, las proclamas parecen aburridas, tanto como aburridos son quienes repetitivamente machacan nuestra paciencia con el sonsonete de sus falsas políticas y sus verdades falsas. De repente nos hemos sacudido el polvo de la crisis y ya nadie habla de las dificultades que sufren muchas personas en su vida diaria, como nos interesa más el engaño germánico de los motores diésel que los ahogamientos apátridas del Mediterráneo. Hojas, hojas que caen, macilentas y resecas, hasta cubrir el espacio donde pisamos, hojas que ya no tienen la menor importancia, hojas muertas repetidas. 

El mes de octubre contiene, también, la más triste remembranza que pesa sobre la memoria mía. Porque una de las hojas caídas fue la de mi padre: dos años hace ya que no regresará por primavera. No acabo de habituarme a la ausencia definitiva. Sigue faltando algo. Dicen que al dolor uno se encalla. Y es cierto. Pero no al recuerdo, que se vuelve cada vez más y más pálido, como si quisiera anunciar que en el otoño siguiente habrá de volverse por completo transparente, que es algo así como el olvido…

viernes, 25 de septiembre de 2015

Órdago a chica

Esto es una partida de mus. No pase en grande. No juegue a chica (no pierda tan pronto). Envide si tiene juego y declare órdago finalmente: el contrario se achicará, seguro. No importa que no tenga cartas: ¿para qué las necesita? ¿Supondrá alguna diferencia? Solo si acaba contando. Nada más. La partida la tiene ganada. Eso es seguro. ¿No ve que enfrente se sienta un contrincante amilanado y timorato? ¿Que su pareja (la suya no, la del tipejo indeciso) es igualmente pusilánime y no deja de mirar los naipes, señal inequívoca de desconfianza? ¿No advierte que su compañero de partida tiene más arrestos todavía que usted aunque esté jugando sin reyes?

Usted, claro está, es Cataluña. Su colega es secesionista desde que el padre, charnego, cultivaba el campo, siendo mozo, años antes de emigrar a Sant Boi. ¡Fíjese si tiene incardinada la liturgia independentista! No existía y ya pensaba que España roba a los catalanes: maldito sheriff de Nottingham. A usted, el juego de su compañero le comenzó desconcertando. Qué bravuconadas soltaba. Qué de dicterios expulsaba por su boca. Qué de esputos arrojaba al mentar el nombre del Estado, maldita sea. Pero, mire usted por dónde, poco a poco consiguió engatusarle a usted, y usted mismo, en su magín, comenzó a ver nítidamente dónde se había escondido la verdad durante tantos y tantos años.

Estos contrincantes suyos, que por no saber, ni saben hablar bien, siempre refiriéndose con mala sintaxis y peor gramática a lo importante, a las algarabías, a los chisgarabises (¡hay que fastidiarse!: lo mal que se expresan y la poca sustancia con la que hablan), estos contrarios, digo, les han subestimado a ustedes dos a la hora de jugar. ¿O en realidad fue indolencia teñida de soberbia? Porque no adivinaron el envite. Se rieron al verles pasar en chica. Despreciaron el órdago: ¡pensaron que no había cartas! Y ahora tiene usted la partida a punto de ganar, usted solo, porque su compañero sigue berreando encima del berrueco y nadie le toma en serio.

Qué fastidio. No le aceptan el órdago. Quieren contar cartas. En realidad no quieren, pero no queda más remedio. Lo cual es parecido, acaso una misma cosa. Y usted… ¡no tiene cartas! Nunca las ha tenido. Qué sabio e inteligente jugador de mus. ¡Qué estrepitosa y magnífica va a ser su derrota! Los disparos de fotografía ya comienzan a pergeñar su sinfonía de clics. Hay ruido en la sala. Las voces avanzan el veredicto. Debió usted jugarse el órdago a chica.

viernes, 18 de septiembre de 2015

La rotura de España

Qué ganas tiene uno de que pase la fecha de las elecciones catalanas. Mis mayores temores consisten en que, tras ese tormentoso domingo, todo vuelva a empezar, lo cual no me sorprendería nada, porque si bien detecto en una cierta cantidad de catalanes el deseo de desentenderse de España y convertirse en un estado propio (lo de ser una nación es algo que no necesita siquiera fronteras), todo apunta a que algunos secesionistas profesionales lo que han contraído no es un amor más profundo por su patria sino un modo más astuto de ganarse el sustento y lo que no es el sustento, porque se llama capricho. En el fondo, todo el asunto de la ruptura con España lo que ha supuesto es el posicionamiento (que se dice ahora) de cada uno de los nuevos próceres de la cosa independentista en la mejor ubicación posible de cara a ese futuro estado catalán que da inicio el lunes 28. Porque las naciones no precisan ni dinero ni bien alguno común para existir, pero los estados sí, que se trata de recaudar y gastar, y una de las mayores cualidades de la gobernanza moderna es hacer que, directa o indirectamente, del reparto se salga siempre uno beneficiado. 

 Dice un colega mío que lo mejor que puede pasar el día siguiente de la declaración de independencia, es que alguien dé la orden al ejército de invadir Cataluña y anexionarla de nuevo. Da por supuesto que no habrá ni un solo disparo, ¡¡por supuesto!!, y que los desórdenes y guerrilleros brillarán por su ausencia. Y no solo estas beneficiosas circunstancias, sino que, además, todos se darán perfecta cuenta de que una cosa es que los demás consintamos el rollo dialéctico y político del secesionismo, y otra que indolentemente permitamos la disgregación de lo que siempre ha estado unido a nosotros a causa de unos pocos. No sé si estoy de acuerdo en lo que dice, desde luego no en todo, que eso de organizar una parada militar con carros de combate y fusiles de asalto, siquiera lagrimados con flores, en pleno Paseo de Gracia, no parece cosa de tino sino más bien de guion de cine. Pero en todo lo demás, razón no le falta. 

A mi modo de ver, solo en la confluencia de una mediocridad salvaje del hacer político se encuentra la razón de que hayamos llegado donde estamos. Puedo entender las ansias de ser considerado diferente, pero no el fin de la retórica. Y esta no se produce solo con el estruendo de las armas, también con el menosprecio y el ninguneo del que piensa distinto. Ya saben a qué me refiero.

viernes, 11 de septiembre de 2015

Perspectivas

Mi colega, de Birmingham, lo tiene claro: hasta hace unas pocas semanas, la crisis de inmigrantes acaecida en la UE representaba los esfuerzos del Tercer Mundo por arribar a las costas del Viejo Continente. Después, fue variando con gradualidad su opinión al respecto. Le explico que, en España, el Gobierno se ha visto obligado a modificar su opinión inicial debido al clamor ciudadano y a la contestación social. En realidad, muchos ciudadanos han variado igualmente su opinión, y donde antes solo existían riesgos y peligros de delincuencia, criminalidad y auge de las mafias extranjeras, hoy solo se ve el esfuerzo sobrehumano realizado por muchas personas para sobrevivir. Y ni siquiera esa supervivencia personal, individualizada, humanamente egoísta: sino la sobrenatural, la que antepone los hijos a cualquier otra consideración.

Mientras escribo estas palabras, reprendo a unas niñas rumanas que gritan sin consideración al pie de nuestra mesa en una terraza sevillana. Les digo que no es muy agradable conversar con un amigo mientras ellas sobrevuelan todos los niveles sonoros con sus aberrantes gritos: bien parece que son incapaces de hablar de otro modo más tranquilo y respetuoso con los semejantes. Las niñas se encaran, pese a su corta edad formulan chulerías deslavazadas, inconexas, se saben seguras frente a la agresividad del adulto, que yo ni siquiera manifiesto, quizá porque están acostumbradas a ello. Mi colega menciona que, en su mocedad, jamás hubiera osado importunar a un adulto. Le respondo que estas niñas de Europa del Este jamás han sufrido necesidad alguna y que sus padres ni siquiera imaginan los monstruos que están creando. Cuando contraponemos la aberración educativa de quienes todo lo tienen (sin esfuerzo) con los ímprobos esfuerzos de quienes huyen a través del mar de su patria, acabamos dictaminando que en el esfuerzo hay mayores garantías de desarrollo y evolución.

Da lo mismo. Los perseguidos por la exterminación seguirán siendo tratados como bestias huidizas por mucho que se les siga considerando, con algún esfuerzo, seres humanos, gracias a la presión ciudadana. Y los venidos de muy lejos en pos de una mejora evidente de sus condiciones de vida, seguirán siendo tan irresponsables y vacuos como estas niñas incapaces de respetar la opinión de los adultos. Quizá, usted mismo, sea de igual consideración. El problema de las sociedades líquidas es que no distinguen entre valores y poses...

viernes, 4 de septiembre de 2015

Burros ignorantes

A muchos no les importa en absoluto la crudeza de las imágenes que estos días se contemplan en los medios de comunicación. Posiblemente digan, voz en grito, que les horroriza por aquello de que las poses de indignación ante lo que sucede a otros seres humanos parecen obligadas cara a la galería. Ignoro qué cifra ilustra verazmente ese “A muchos” con que comencé esta columna. Pero seguramente es mayor de lo que la decencia del pensamiento quisiera que fuese.
No sé si usted ha vivido algo similar a lo que voy a exponer a continuación, pero yo he debido encarar, y en más ocasiones de las necesarias, sobre la fríamente denominada “crisis migratoria”, argumentaciones como “que se vuelvan a su país, que vienen a quitarnos el pan y las ayudas para el comedor de los niños”, o como “si yo siento mucho lo que les pasa, pero ese problema que lo resuelvan sus gobiernos”, o incluso como “¿por qué voy a tener que pagarles yo de mis impuestos con lo mucho que nos falta a los de aquí?”. Lo peor de todo no es tener que aguantar estas aberrantes opiniones en aras de ese relativismo imperante según el cual todas son legítimas y respetables, sin serlo (realmente, aunque tengamos el derecho a opinar, mayor habría de ser la obligación de callar). Lo peor es tener que asistir a esta barbarie dialéctica de manera impertérrita, porque quien así habla jamás entenderá una sola de las razones que se le expongan en contra.
Las caravanas, las pateras, las mafias del transporte, los cadáveres asfixiados, las masas de gentes hacinadas en cualquier transporte… son todos acontecimientos espeluznantes y deberíamos obrar en pos de su erradicación total y definitiva. Pero, e incluyo en cuanto voy a decir a continuación a los gobiernos de nuestra UE, nuestra insolidaridad, nuestro miedo zafio y asqueroso, nuestra hipocresía y cinismo, son todas ellas actitudes aberrantes. Nos obsesionamos con lo que encierran nuestras fronteras, con el bienestar de los nuestros, con la felicidad de nosotros mismos, cuando deberíamos vivir obcecados en hacer que la dignidad no supiera de razas, pasaportes o geografía.
Algunas veces no parece que vivamos en España, un país rico y próspero de Europa, continente igualmente rico y próspero. Lo que parece es que vivimos en un pedazo de tierra aún más pobre que la más paupérrima de las aldeas destrozadas por el fanatismo que mata y asola y extermina, y a cuyas consecuencias respondemos cerrando fronteras, ojos y oídos.

viernes, 28 de agosto de 2015

En la inopia

Me he pasado el mes de agosto en la más absoluta incomunicación. Gloria pura. Apenas he buscado sino ecos de cuanto ha acontecido por ahí fuera. Más que suficiente. He prestado mucha atención, por ejemplo, a la vegetación que, silente y con eterna paciencia, va comiéndose poco a poco las carreteras comarcales de esta tierra. Lo descubrí cuando, a la vuelta de una de mis exigentes rutas en bici, en una foto de hace treinta años comparé la imagen con lo que mis ojos habían contemplado esa misma mañana. Ahora los arcenes se desarrollan vírgenes y la hierba va convirtiendo el asfalto en piedras y grava. Por esas carreteras apenas transitan vehículos, y conforme los puebluchos que aún perviven, como el mío, vayan desapareciendo, que desaparecerán, nada impedirá que los asfaltos se conviertan en un recuerdo que nadie ya recordará.

En agosto, estas localidades de las Arribes del Duero aún reúnen su pintoresca colección de veraneantes, como siempre se ha llamado a los currantes de ciudad que pasaban en el pueblo el estío. Pero el paisanaje se viene extinguiendo, como las carreteras. Algunos jovenzanos esperan en las casas, adormecidos, su momento laboral, que acaso nunca llegue. Muchos de ellos se han sumado a la mala vida de la ciudad, trabajando en el mejor de los casos por 500 euros al mes, si llega, tras haberse titulado en económicas, psicología, magisterio o imagen y sonido. Qué más da. De esos hay miles. Los cientos de miles que vivimos aferrados a un trabajo por la sola diferencia de haber nacido antes, cuando surgieron las oportunidades que ahora desaparecen por el sumidero, somos un tapón generacional que detiene a los que arrean por detrás hasta aburrirse. Cuando explico que la solución no proviene sino de olvidarse de trabajar por cuenta ajena y exponerse al riesgo de buscar las propias iniciativas, me replican con un encogimiento de hombros o una proclama en favor de que las subvenciones cubran el coste de sus ideas.

Pasar un mes en la inopia le permite a uno descubrir puntos de vista diferente de los ecos que resuenan. Grecia es el reino de Pericles. Cataluña es Salou y Sitges. El Parlamento un buen recurso para la siesta. Tan solo las atrocidades que suceden en el Mediterráneo perturban el sueño y la quietud estival. Estando septiembre ya tan próximo, bien merece la pena seguir otro poquito más adormecido. Los grillos siguen chirriando. El jabalí, lejano, arrúa. El mundo, insospechadamente gira...


viernes, 21 de agosto de 2015

Hombres como animales

A algunos de mis amigos les causa estupor que sienta afinidad por los asuntos teológicos. Un ateo de provecho, como suelen sugerir los más delicados, no debería interesarse por cuestiones derivadas de una falsedad antropológica (la existencia de Dios). A un ateo convencido, como acostumbran a decir los más aguerridos batalladores, solo debería importarle plantar cara a curas y monjas y opusianos. En realidad, no tengo constancia de que una sola de mis amistades anticlericales se haya involucrado en eso de conocer mejor al enemigo...

El Papa argentino es un hombre profundamente signado por un amor inquebrantable a los animales. En su encíclica "Laudato si", el Papa Francisco interpreta (en mi opinión, con acierto y atinado juicio) que la leyenda de la creación, tal cual se narra en el Génesis, no justifica ni consolida la preeminencia del ser humano sobre los animales, sino que ambos en su conjunto conforman la obra de Dios, y la inteligencia y capacidad superiores del hombre sobre las bestias explican que el ser divino concediese a aquel el dominio (es decir, la responsabilidad de administrar) de la naturaleza. Como recientemente han comentado ciertos eruditos, siempre ha existido corrientes teológicas cristianas defensoras de esta interpretación ecologista y proteccionista con los animales, pero por razones de egoísmo, avaricia y estupidez (tres elementos consustanciales al aprovechamiento excesivo) se impuso la tradicional de dominación, por la que el homo sapiens dispone de carta blanca para cuantas nefastas demencias pudiera ocurrírsele.

Conozco gente, mucha, a decir verdad, cuyo amor por los animales excede con suficiencia los límites de este narrador, y aunque no encuentre en ese amor vestigio alguno del amor por Dios que refrende adecuadamente la encíclica del Sumo Pontífice, como es natural, me sentiría mucho mejor si algo de ello se le contagiase a las catervas inveteradas de embrutecidos parroquianos que estos días disfrutan mareando vaquillas y encendiendo astas de morlaco; por no hablar del 99% de nosotros, apasionados de la ingesta de carne proveniente de animales tratados con cruedad industrial, que este último es un problema de muy complicada solución (lo de las vaquillas y astados es una simple cuestión de decencia y cultura).

No necesito convencerme de que el amor por los animales es una cuestión teológica. Pero es buena noticia que, por fin, la teología devuelva esta cuestión a su lugar preciso.

viernes, 14 de agosto de 2015

La peor lacra de nuestro tiempo

La peor lacra que nos asola no es la del terrorismo islámico. Ni el desempleo. Ni los políticos. Es la maldita y repugnante violencia machista que extermina a las mujeres gota a gota. Esa violencia y criminalidad que ya aflora en las conductas de los chicos jóvenes cuando, incapaces de dominar sus instintos salvajes de dominación y posesión sobre la chica que les atrae, no dudan en imponerse del modo que sea, bofetadas e insultos incluidos, para impedir que se conduzca libremente de acuerdo a sus legítimas decisiones, porque para ellos, los machos, las hembras han de asumir con resignación que una vez que les han puesto el ojo encima son suyas y de nadie más, y que por muy honrada y leal que sean sus conductas, afuera hay otros machos con capacidad suficiente para hacerlas sucumbir a sus encantos, porque en el fondo, esos machos que dominan a una mujer con saña y enamoramiento, saben que no son sino mediocridades antropológicas a los que cualquier otro puede sobrepasar, y de alguna manera han de superar su insignificancia emocional.

El machista repugnante, cuando acaba emparejado con la chica que pretende, lo primero que hace es eliminar su careta de príncipe azul y propinarle, en la intimidad del hogar, cuantas palizas sea necesario con tal de dejar bien claro quién manda allí. Para la mujer, el dolor más atroz no son los golpes o las costillas rotas o los moratones en la cara y los brazos: es el silencio con el que ha de arrostrar su drama personal ante el miedo o la incapacidad de su propia familia y amigos (si le queda alguno); es la tragedia que se cierne sobre ella cuando vienen los hijos que, más pronto que tarde, verán sus lagrimas y sus sollozos y su miserable malestar; es advertir perfectamente que, cuanto más tiempo pase, será peor, y que nunca, aunque decida separarse, podrá alejar la sombra abominable de ese hombre al que un día creyó amar, una sombra que quizá desaparezca con su propio asesinato.

Queda un dolor más. El de la justicia, inservible. El de los informes de los psicólogos forenses, siempre acobardados a la hora de describir con exactitud a ese macho detestable. El de las acusaciones de mentirosa, de embaucadora, de querer convertir la vida de ese hombre ejemplar en una tragedia.

Todos estos dolores desaparecen con la muerte. Con nada más. Tan modernos, tan repletos de leyes, y no somos capaces de aceptar que hemos de perseguir (hasta el agotamiento) a la más terrible lacra que nos asola...

viernes, 7 de agosto de 2015

Carreteras nuevas

Han pasado lo menos veinte años desde la última vez que recorriese en bicicleta las Arribes del Duero. Entonces aún no habían declarado a estas tierras Parque Natural y resultaba infrecuente toparse en pleno recorrido con la cantidad de aguiluchos, milanos, buitres, azores y demás especies aviarias que pueblan hoy día los montes y campos. El asfalto por el que entonces transitaban los vehículos estaba repleto de baches y socavones, de estrecheces y curvas maliciosas, siempre discurriendo pegado al río Uces y a cualquier vuelta de los picones donde anidan el jabalí, la liebre, las perdices o el lobo. Pedalear no era el deporte suave que es ahora. En muchos de estos kilómetros rompí una cantidad apreciable de radios entre frenazos y rugosidades viarias. Ahora, en cambio, los primeros kilómetros de descenso al barranco del río permiten enganchar largos desarrollos y bajar a tumba abierta sin ningún peligro. En cambio, los ascensos y puertos, de los que hay buen número, siguen siendo igual de exigentes y reventadores a pesar de las suavidades asfálticas. He de confesar que volví a casa con las piernas endurecidas como troncones de roble.

En mi periplo encontré que las diferentes localidades de la Ribera se han clonado unas con otras, todas ellas exhibiendo empacho de casas rurales y restaurantes de carnes a la brasa. En esto se han convertido los antaño agropecuarios pueblos. En su mayoría mostraban escasa clientela: imagino que el atractivo de las Arribes no puede parangonarse al del Mediterráneo por mucho que las autoridades se empeñen en iluminar estos campos rocosos del cañón del Duero en el nuevo destino predilecto del turismo de interior. Podría matizar el discurso oficial reseñando que estos parajes son apetecibles para una escapada corta donde uno no debe dejarse más cuartos de los imprescindibles. Lo que no me explico es cómo siendo esta una tierra pecorina no se ha explotado mucho más la industria gastronómica... ¿Falta de emprendimiento? ¿de convicción? Acaso subsista la extendida creencia de que el turismo, dondequiera que se mire, lo resuelve todo.

En estas largas rutas ciclistas que este año voy realizando, me encuentro con muy pocos ciclistas jóvenes. ¿Acaso se quedan los jóvenes en la cama? Pubs y discotecas subsisten por el dinero que ganan los padres ordeñando unas ovejas que ellos ni desean mirar. Permanecen recluidos en casa. El índice de paro juvenil es del 60%. Las ganas de cambiarlo, casi nulas.

viernes, 31 de julio de 2015

Desconexión

El sustantivo del título quizá sea lo más interesante del tinglado de la independencia catalana. Desconectar. Pero, ¿se refieren a como se desconectan los tubos que mantienen a un enfermo aferrado a la vida, o como  se desconecta la luz de un inmueble por impago? Ambos ejemplos suscitan inquietudes diversas… De igual modo, lo desconcertante es comprobar los motivos por las que un pueblo, o buena parte de él, decide pensar en deshacerse de todos los vínculos que lo han mantenido integrado en un país. No mejorar, ni ampliar, ni modificar. Eliminar. Lo que ya no me desconcierta en absoluto es que las políticas de quienes más voz y responsabilidad parecen disponer se hayan orientado justamente hacia la corriente independentista, porque es cierto que la apatía perezosa del Estado ha confeccionado un camino estupendo para ser recorrido…

Hace tiempo que yo me desconecté de la Cataluña independentista. De la nacionalista, no. Sería injusto privar a nadie de la defensa de los propios intereses dentro del juego político constitucional. Pero la independencia no es un juego. Es el delirio, la exacerbación de lo onírico y fabuloso, la negación de la Historia, el rechazo al presente: es puro nihilismo, en una palabra. Se ha revocado la necesidad de la unión como forma de mejor encarar los problemas (sencillamente porque los problemas han dejado de incumbirnos como individuos), para dar paso al diseño de sociedades más pequeñas y a priori más coherentes con una Historia compuesta y descompuesta en demasía. Y es todo esto a lo que concedo escaso valor, muy marginal de tener alguno. Como resulta que sí creo en la verosimilitud de los países fuertes y cohesionados, la opción del independentismo, aparte de resultarme una incógnita, me parece una amarga insensatez.

De revertir esta situación de estupidez supina, empezaría por la indolencia del propio Estado: parece no querer encontrar remedio a sus intrínsecas enfermedades (con su Presidente al frente como único responsable de tan infinita incompetencia). Y, acto seguido, la exaltación del odio y el desprecio que padecen los gerifaltes catalanes: dudo que les hayan elegido para desconectar, sino para gestionar, por eso su búsqueda es antes un acto de tiranía que una decisión de soberanía del pueblo. Y como me temo que ninguna de estas dos atrocidades se van a resolver antes de septiembre, quizá lo más sensato sea desconectar nosotros de todo ello por un tiempo, ahora que el verano invita…

viernes, 24 de julio de 2015

Las políticas sociales y el fin (del mundo)

Los titulares de prensa arrecian con las proclamas de quienes tratan de camelar a la clase votante para mayor gloria de sí mismos durante la recolección en las urnas. ¿Piensan ustedes que esos vocingleros de vía estrecha tratan de empujar la ilusión del pueblo hacia el objetivo de crecer, de crear, de subir, de convertir esta descuartizada nación en un lugar de prosperidad, emprendimiento, justicia y libertad? Y un cuerno. Los contenidos de todos ellos, casi sin excepción, pasan por eso tan rutilante que se ha venido en llamar “políticas sociales”: dicho en plata, gastar excesivas cantidades del dinero de los impuestos en dar y repartir, en lugar de promover acciones que generen riqueza.
Dirá usted que hay millones de personas en situación angustiosa, en exclusión social, y que todo dinero es poco. Dirá usted que no es justo que un solo niño pase hambre. Y dirá bien. Pero yo le voy a responder que repartir la miseria no librará a nadie de su actual angustia ni creará un solo puesto de trabajo, salvo algún funcionario o cosa parecida. ¿Acaso no hay mejor forma de emplear los 6.000 millones de euros que cuesta la genialidad del mínimo vital que quiere introducir ese señor del PSOE que nadie sabe de dónde ha salido? Ya el omnipresente de la coleta advierte de la muchísima pobreza que hay en este país: porque uno sale a la calle y, claro, lo único que contempla es eso, miseria y ratas por la calle, y gente muriendo de hambre sobre las aceras o rebañando de los estercoleros...
¿No éramos ese país que hace tan solo una década pretendía hablarles de tú a tú a los más egregios dirigentes del orbe? ¿Cómo ha sido posible que tan rápidamente se haya convertido todo en el actual erial que nos vociferan estos visionarios de tres al cuarto, mensajeros del miedo y de la ruina, despreocupados de cualquier idea que suponga arrearle un buen empujón a la iniciativa privada o a la libertad de los individuos¿ ¿Por qué estos frikis parecen haber convencido de la proximidad del Apocalipsis a tan amplio espectro de la población? ¿No será que al final, como es habitual, habrá que concluir que tenemos los gobernantes ramplones que nos merecemos?
Que el modelo de vida que nos traten de imponer sea la renta universal básica, habla poco y muy mal de nosotros. Este país no se resquebraja por las tensiones independentistas. Se hace añicos porque los líderes políticos venden, con éxito, el reparto de la pobreza como eje vertical de sus programas.

viernes, 17 de julio de 2015

Hoy sí hablo de Grecia

Nunca he logrado comprender las negociaciones que emprendió en su momento Varoufakis, tan defenestrado por sí mismo y sus incongruencias que, en plena apoteosis de rabia (diría, catarsis), ha sentenciado que el rescate heleno es una edición renovada del Tratado de Versalles, donde la Alemania derrotada fue humillada a pagar costosas compensaciones. Toda esa bobada que escribe de golpes de Estado perpetrados con bancos es una idiotez supina que, a aunque a mucha gente le parezca una brillante metáfora de la situación, no deja de ser demagogia de último recurso. ¿No es a esos pretendidos golpistas a quienes el propio Varoufakis quería que le concediesen dinero en condiciones de amigo íntimo?
Lo peor en esta vida es tener una alta consideración de sí mismo. Bien sea por lo intelectual, lo monetario, lo anatómico o cualquier otra razón. Porque en cuestión de consideraciones, la unión hace la fuerza, y los gobiernos europeos, unidos, pueden destrozar las arrogancias de cualquier petulante. Como ha sucedido. Y menos mal, porque el profesor de economía de la teoría de juegos ha pretendido jugar impunemente con el destino de toda una nación sin atender otra cosa que las turbulencias de su brillante cráneo.
Lo de Tsipras, el jugador líder, con mando en plaza, es caso aparte. La realidad financiera de su país ha acabado por arrollar su temeridad. ¿No dicen que celebró un referéndum? ¿No votó el pueblo en contra de lo que, veinte minutos más tarde, aceptó sin pestañear? ¿Usted lo entiende? Porque yo no, se me escapan las nociones básicas de cómo ser político estilo siglo XXI en un país hundido hasta la cerviz en su deuda. O quizá sea que, en lo que Castro definió como “deberse los unos a los otros sin excepción”, los faroles y cuentos no sirven, solo sirve tener buen bolsillo con dinero. Y Tsipras no lo tiene.

No me da igual lo que le pase a los griegos, pero sí me importa poco el destino de estos trileros que, sin coleta y algunos con calva, han pretendido convertir una ideología de cacerolada y plaza del pueblo en un argumento superior a la de sus acreedores. En el ideario de los Tsipras y Podemos que en el mundo son, la deuda no existe y los créditos se pueden echar al fuego porque no pasa nada (auditoría popular, lo llaman). Lo que sucede realmente es que son ellos los que finalmente acaban ardiendo en dos hogueras: la que le preparan los que les ayudan, y la que preparan sus acólitos, por traicionarles. Al loro, Pablito.

viernes, 10 de julio de 2015

Montes quemados

Me lo acaba de contar una amiga: “pienso dejar de votar al PP, han aprobado una ley en el Congreso que permite urbanizar montes quemados sin esperar 30 años”. Mi amiga tiene familia y propiedades en Galicia. Para ella, se trata de una cuestión de pálpito y corazón. Ama los animales, ama las plantas. No quiere en modo alguno ver cómo sus fincas, por humildes que sean, emplazadas en pleno parque natural, se vean consumidas por las llamas para mejor provecho de alguna industria, algún concejal, algún constructor sin escrúpulos. Aunque oficialista, mi amiga sabe que los escrúpulos son un valor demasiado líquido que rápidamente adopta el color, la forma y el nombre del poderoso caballero.
Como siempre, los contenidos de las leyes son perezosamente inadvertidos. Total, hay tantas, y son tan numerosas e intrincadas, que cómo vamos a molestarnos los de a pie cuando ni los fiscales son capaces de manejar tanto enredo… Se trata de una ley, la Ley de Montes, aprobada por el Consejo de Ministros en febrero. Yo no había oído aún de ella (lo cual me desacredita, supongo). El meollo estriba en que la ley impedirá a los agentes forestales actuar en delitos penales y que, por causas de interés público, se podrá urbanizar terreno calcinado. Desde el Gobierno se insiste en que muchos emplean los incendios forestales para impedir que expropien sus terrenos, y con esta medida se evitarán retrasos injustificados. Los agentes forestales y muchas asociaciones han puesto el grito en el cielo…
No solo se queman los montes por el calor del verano o las colillas de los conductores. Los montes se queman desde el momento en que los ciudadanos nos despreocupamos de ellos, alegando que ya se encarga de ese tema la administración. Sucede con los montes como con los inmigrantes que atraviesan el Mediterráneo. Que nos indignan las muertes, pero nunca presionamos lo suficiente a las autoridades y gobiernos para evitarlas. Que nos repugna la combustión de los bosques y la pérdida de flora y fauna, pero siempre encontramos motivos para justificar que se trata de asuntos menores, secundarios, que lo primordial es prestar atención al paro, los bancos y la corrupción.
Como siempre, los recovecos de la burocracia o la relevancia subjetiva del legislador van a impedir dispensar claridad a los asuntos que nos conciernen. Ha pasado antes, y volverá a pasar de nuevo. Los montes se seguirán quemando y el hormigón acabará prevaleciendo con su pesadez gris y vacua. 

viernes, 3 de julio de 2015

El Califa moderno

La noticia nos estremeció a todos. La matanza de turistas en Túnez y la decapitación de un ciudadano francés nos devolvió (otra vez más) el temor hacia lo que se está construyendo en Oriente Próximo. Los análisis geopolíticos anejos a este horripilante asunto no dejan lugar a duda alguna, por si todavía hay algún iluso convencido de lo contrario. No se trata solamente de la vesania de un grupo de terroristas crueles que odian a Occidente y todo lo que representa: se trata de la solidez con que se está constituyendo el nuevo estado suní denominado Estado Islámico, y la truculenta inteligencia de sus dirigentes, con el autoproclamado Califa Abu Bakr al-Baghdadi al frente de todos ellos.
Pese a las manchas rojas con que se suele identificar las fronteras móviles de EI en Siria e Irak, es su expansión y dominio en las redes sociales (generales y propias), donde captan cada vez más adeptos empleando estrategias de seducción entre la miríada de hombres y mujeres jóvenes con gravísimos problemas de identidad), una de sus más potentes armas, a la que habría que añadir la profesionalizada gestión de su imagen, una incuestionable capacidad experta en guerra tecnológica, un ejército muy bien preparado, y una voracidad criminal que atemoriza a Occidente y le hace aparecer como un enemigo imbatible. Esto, de puertas hacia afuera. Porque en su territorio ponen en marcha políticas sociales muy activas, de manera que no puede afirmarse que nos encontremos ante una esclavización y represión brutales (limpieza religiosa al margen) de la población. El yihadismo deviene una cuestión de honor, de héroes, y no esa terrible lacra cuyo aliento sentimos todos los occidentales en el cogote.
Evidentemente las artimañas son numerosas. Pero tremendamente eficaces. Nos resultan impensables porque nosotros ni vivimos inmersos en las redes sociales ni entendemos que alguien pueda formar su personalidad adulta sin salir de la habitación, engatusándose con las mareas de propaganda que arrasan determinados foros y círculos hasta decidir unirse al EI. Quizá lo más terrible. El Califato da cumplida respuesta a las expectativas inmaduras de esos jóvenes musulmanes insatisfechos consigo mismos y con los Estados que les han dado de todo, salvo robustez y fortaleza. Les hemos desdeñado porque son una ínfima minoría, pero a golpe de minoría hay un loco en el mundo capaz de aterrorizarnos a todos con solo blandir el nombre de su organización terrorista.

viernes, 26 de junio de 2015

Por supuesto, la bandera

Fui yo quien, hace un par de semanas, parangonó las banderas con trapos bellamente ondeados por el viento. Entre otras cosas. Y hétenos ahora en un tinglado aún mayor con la bandera de España a consecuencia de su empleo como atrezzo en la reciente comparecencia del dizque líder del PSOE, cuando anunció no me acuerdo muy bien qué. Que yo no recuerde el asunto explica ilustrativamente la vertiginosa obsolescencia de las noticias políticas, en contraposición a la pertinaz perennidad de los temas conflictivos, que los enredamos una y otra vez hasta que la madeja no tiene ya por dónde dar vueltas. Y yo el primero, faltaría más.
A mí las banderas me producen indolencia intelectual, pero a muchos les recuerda la tenebrosidad de la Falange o de Franco en cuanto la avistan, como si fuesen un fuelle con el que reavivar, cuantas veces sea preciso, las iras y venganzas de la España dividida, haciendo con todo ello un odio profundo a cualquier cosa que represente a la nación. Leí hace poco un agudo artículo en el que se criticaba que fuese la izquierda el único grupo de opinión incapaz de desentenderse del franquismo de una vez por todas. Hay en la memoria compartida de este colectivo una resistencia a ultranza a olvidarse de que la dictadura acabó hace 40 años o que la Guerra Civil fue un episodio vergonzante de nuestra atribulada historia que daña la memoria de propios e impropios. Historia que, aparte, llevaba muchos siglos de singladura cuando esos eventos sucedieron.
El olvido del que hablo es necesario, sin ese olvido no puede valorarse el momento presente sin exacerbar las cosas de manera estúpida. Porque la cruda realidad es que aquí, en la piel de toro, como en tantos otros lugares, la gente cuelga trapos bicolores en sus balcones cada vez que la selección de fútbol juega, y esos trapos resultan ser los mismos que el viento bate en consistorios y cuarteles de la Guardia Civil, los mismos de los emblemas del Gobierno, o los mismos con que en la ONU se nos identifica. Y ahí acaba la cosa. O debería. Dispone del contenido y significado que queramos darle, y yo abogo por asociarle más bien poco, el justo, el de los gritos futboleros y el aburrimiento de los actos públicos.

Es asunto más bien tonto este de la bandera, como tontería no deja de ser el empeño de unos y otros en no querer desprender las hojas del calendario y aferrarse a ellas con indignado deseo vindicativo de cuestiones ya pulidas por el paso del tiempo. 

viernes, 19 de junio de 2015

Un millón de imbéciles

Lo de los imbéciles es de Umberto Eco. Lo del millón, añadido mío. Y ambos nos referimos a las legiones revanchistas y estridentes que no tienen mejor cosa que hacer que tuitear o forumear o pasarse la vida entera pegados al youtube. No todos son indignados o quincemayistas. Los hay también fachas, peperos, sociatas, opusianos, culturetas y listillos. Alguno incluso es ingenioso. Y tengo entendido que, entremezclados, se pueden avizar doctos y letrados.

He hablado varias veces en esta columna de las masas gritonas, faltonas, sedientas de venganza, erigidas en sí mismas, por analogía o simbiosis, jueces de todo cuanto acontece en la calle. En estos días desconcertantes vemos a algunos de ellos, otrora líderes de la protesta, devenidos mandamases y objetivo de idénticos afanes justicieros, esta vez de quienes, antaño en el poder, hoy permanecen fuera de foco. En esto se ha convertido la política. En breve veremos tildar de casta a quienes hasta ayer mismo la denunciaban, y erigirse en portadores de libertad y sensatez (la voz del pueblo, que llaman) al resto. He dicho en breve; en realidad ya está sucediendo.

En mis años universitarios parecía impensable que toda aquella legión de progres, a la izquierda de Dios Padre (Felipe González), alguna vez se encaramasen al poder. Eran jóvenes, y menos jóvenes, motivados, pero tan desagradablemente radicales, que los demás les dábamos la espalda sin miramientos. Ayer bombardeaban en Twitter y machacaban a cualquiera sin contemplaciones. Hoy gobiernan. Ya no hablan tanto de Franco y los falangistas, a quienes han cambiado por Rato y el Ibex. Supongo que en breve les sobrevendrá la moderación, porque las AAPP viven debiendo dinero y nada apacigua tanto el fuego interior como el temor a las deudas, y será horripilante que también mutasen en casta, cosa que creo que sí va a suceder.

De querer alguna cosa para estos tiempos venideros, querría que, por favor, acabasen demostrando que, pese a provenir de la exaltación y el populismo demagógico, son capaces de hacer la nueva política que los antiguos no supieron ver. Porque de lo contrario el sentimiento de sentirme gobernado por un millón de imbéciles será tan intenso que me declararé en abierta rebeldía. Y nunca quise ser rebelde (no va en mi carácter), todo lo más contestatario y siempre en favor de realidades complejas y apasionantes, no de estas ofuscaciones populistas en que ya incurren todos, sembradas en Twitter o en vaya usted a saber dónde.

domingo, 14 de junio de 2015

El himno, los pitidos y las monjas

Estarán aún que trinan en Bilbao por caer frente al Barcelona. ¿Fueron ustedes por allí antes del evento? Yo solo vi banderolas y pancartas por todos lados: la ciudad entera se había convertido en forofa. Huelga decir que no sirvió de nada. Esto del balompié tiene mucho más misterio que las comunicaciones del FMI, que ya es decir.

El caso es que en aquel partido hubo pitidos y no sé cuántas cosas más en el momento de escucharse el himno nacional. Artur Mas sonrió satisfecho (pocos motivos le quedan ya), y al día siguiente tiempo les faltó a los de siempre para poner a parir a quienes pitaron, a quienes acudieron y a quienes pasaban por allí de casualidad. Léase: para algunos dos equipos de dos regiones nacionalistas, enfrentados en un dizque deporte, no dirimen entre ellos la victoria o la derrota: sirven de vehículo a la protesta y excusa de medio pelo a las huestes cavernícolas que saben azuzarse solitas con cualquier medianía.

Con lo bien que se vive sin himno ni bandera ni zarandajas. Lo primero, uno se evita bochornos como ese. ¿Por qué voy yo a quemar o escupir la ikurriña si la veo y solo me parece un trapo (bellamente cuidado) que hondea al viento? ¿Por qué habría de pitar al escuchar la cancioncilla de los segadores, si ni siquiera me gusta su música? Lo segundo, algunas formalidades anacrónicas tienen que irse disipando para dar lugar a otras más modernas. El rey no es un señor proclamado como tal por mandato divino, sino un ciudadano proveniente de raíces mejor conocidas que las mías, a quien las vueltas del destino le han colocado en representación de este país de interminables conflictos que aborrece estar en calma. ¿No hubiera sido más justo que hubieran sonado tres himnos en lugar de uno? ¿Acaso el rey no ha de asumir como propio los himnos de todas y cada una de las taifas que gobiernan este trozo de la península? Quizá hubieran pitado lo mismo durante el himno de España, pero al menos se hubiera evidenciado con mayor claridad la berreá de los ciervos que allí se reunieron, en celo por sus colores.

Ya siento parecer tan irrespetuoso. Pero entre el negocio nacionalista y la sandez tardo-franquista, unos y otros comienzan a tentarse a través de la mira telescópica y no parece que esto vaya a cesar. Antes me divertía no poder tomar a ninguno de los contendientes en serio. Hoy me espanta que se hable de monjas a la carrera, encoñadas sin rubor alguno por patriotas de vía estrecha. Tremendo.

viernes, 5 de junio de 2015

Sensualidad perdida

Lo leí no hace mucho, en un artículo dominical, de esos que acaban perdidos en la pila de diarios atrasados o en la basura de los lunes. Con una prosa melancólica y afín al siglo XIX, el autor, un hombre maduro, se lamentaba de una ausencia por él mismo provocada tiempo atrás. Tal ausencia llevaba nombre de mujer y trazas de melancolía impregnada en mucha sensualidad.
El autor refería sucesos de una etapa pasada de su larga y dilatada vida: cómo en dos ocasiones distintas hubo de toparse con aquella mujer, en ambas de muy distinto modo. La primera, desde el silencio, sin atreverse a decir nada (conocido es que en esto de las pasiones algunos hombres reaccionan con una timidez vertiginosa e inmanente). En la segunda, en cambio, aturdido porque había sido ella quien propició el encuentro tras una búsqueda meticulosa, el autor cuenta que se abandonó a seguir el curso de la vida incluso contra los vientos y mareas de sus prejuicios.
Declara el autor cómo vivió aquel erotismo brutal con sensaciones encontradas: por una parte, la sensualidad de aquella mujer excepcional, que le desbordaba; por otra, que cuanto más emergían el deseo carnal y la locura, más el miedo sepultaba su raciocinio: miedo a estar yendo a un lugar desconocido, a convertirse en aquello que siempre rechazó, a abrazar una fe nunca antes profesada.
Al final, la controversia se disipó con la peor de las decisiones: hundió su vida en el fango de la lógica y rechazó a la mujer. Cuando escribe el artículo, años después, el autor lo hace desde la melancolía y la resignación. Es evidente que, pese a todas las justificaciones, dentro de sí mismo refulgía la evidencia del error capaz de remover las entrañas en el futuro y las consciencias en los tiempos pretéritos.

Ignoro lo que le parece a usted, pero en mi interior esta clase de historias tienen algo de parábola, de fabulación, de cuento esópico, y por eso me hacen sentir nostálgico, necesitado de algo capaz de acabar con la desesperanza que generan. Porque estas historias son como una alerta que interponen otros testigos de la vida para, en nuestro ciego deambular, encontrar más fácilmente luz dentro de la oscuridad del pensamiento: una luz muy sencilla y frágil, la de las emociones interiores (el amor, la pasión, el miedo, la desesperanza), la luz que permite experimentar con todo aquello que, otrora, dejamos de lado, y que, ahora, nos remuerde muy adentro, aunque no sepamos la causa precisa para ello...

jueves, 28 de mayo de 2015

Lo que votan en mi pueblo

En mi pueblo, esa pequeñez remota en el tiempo y el espacio, vive gente cuya inquietud se reduce a contemplar el paso de las estaciones y comprobar si la recolección de los cultivos, proporcionados por tan escasamente feraces tierras, satisface lo que de ellos esperaban. El principal medio de comunicación es la televisión. Poca radio. Ningún periódico. Los únicos temas son el precio de los corderos, que la médica pase consulta el martes, y las pensiones. Todo lo demás son cosas de la ciudad que allí no llegan. La crisis en mi pueblo continúa siendo un asunto lejano pese a que afecta a ciertas familias cuyos hijos, mocedades que jamás darán reemplazo a sus progenitores, habiendo hecho carrera en Salamanca o en Zamora, conviven en la casa familiar sin hallar trabajo ni querer trabajar tampoco las tierras o el ganado: una modalidad alternativa a los ni-ni de las urbes.

En mi pueblo se vota de un modo muy distinto a las ciudades. La gente es muy mayor y solo les preocupa que les curen las dolencias y les paguen la pensión a final de mes. Han sido unos contumaces defraudadores de la Seguridad Social y se las saben todas. Hasta que se implantó la receta electrónica, los mayores sacaban gratis los medicamentos de toda la familia. Dejaron de hacerlo cuando no dispusieron de esa oportunidad. Y en cuanto a las pensiones, por escasas que sean, les vale con tal de que nadie vaya a incordiarles por tener unas vacas y unas ovejas o seguir arando las tierras: son jubilados, cierto, pero no por eso van a dejar de trabajar. En todo caso, lo harán cuando ellos quieran, no cuando les obliguen.

Todo lo anterior explica que, en mi pueblo, se vote siempre a PP o PSOE. Alguno había antes que votaba al partido comunista, supongo que por nostalgia romántica y residuo sentimental de la lucha de clases, pero tal especie rural o se ha extinguido (y reposa en el nutrido camposanto) o ha mutado en cualquiera de las dos opciones mayoritarias. ¿Por qué? Porque es mejor votar a los que siempre han mandado, no sea que las cosas cambien demasiado y se acabe por joder todo el invento, con perdón. Y es un invento que funciona, como así constatan cada vez que acuden a la médica o ven el ingreso de la pensión. Revoluciones, las justas. En los pueblos solo hay paz y lentitud.

Lo que ha pasado en Madrid, en Barcelona, Valencia o Zaragoza, jamás ocurrirá en mi pueblo. Rajoy tiene asegurados allí esos pocos votos, quizá los únicos que realmente se merece. 

domingo, 24 de mayo de 2015

Deudas y futuro

Me comentaban desde una reputada empresa madrileña de gestión inmobiliaria (reputada significa que si usted dispone de unos ahorrillos y se pasa por sus oficinas con vistas a una pequeña inversión, le echarán sin remilgos) que lo que abunda ahora es el "inversor a rentabilidad". Adquieren inmuebles con la condición de que, desde el primer día de posesión, exista un arrendatario con contrato de cinco a diez años de alquiler. Eso es aversión al riesgo, lo demás son zarandajas. En mi pueblo significa no fiarse (o fiarse un poco, sabedores de que en algún otro punto del globo el dinero renta mucho más despreocupadamente). 

Cuando el dinero no arriesga, la economía se frena. Y ahí yace mi principal temor, que no parece afectar a los gobiernos de taifas ni a los ayuntamientos. Por supuesto, tampoco le afecta a Rajoy, "el impasible", ese señor avejentado, sin complejidad en el verbo, que repite estos días sin cesar lo afortunados que somos todos por estar él, solo él, sentado en la poltrona del poder, aunque no lo queramos entender así. Supongo que una parte de mis miedos reside en los máximos que viene alcanzando la deuda pública de este país, por ejemplo. Más de 1,4 billones de euros, según el Banco de España, es suficiente motivo para desquiciarse. Pero ninguno parece desquiciado por ello: no dejan de repetir su defensa aguerrida por el empleo, las pensiones, la vivienda, la educación o la sanidad, pero entiendo yo que ninguno de estos capítulos justifica la galopante deuda de la totalidad del Estado (incluidos taifas y ayuntamientos). 

Esa monstruosa cifra, alguien la sostiene: a alguien pagamos los intereses. A estos inversores, que tanto nos confían su dinero, como les dé por estornudar y pensar que en España hace demasiado frío y que aún no se han encendido los braseros, nos devueven a la UVI de la que Rajoy se ufana de haber derrotado durante nuestra convalecencia. Yo, que no soy uno de tales inversores, pero que sufro sus neumonías, intento dilucidar cómo se debería haber gastado ese préstamo para conseguir un futuro con menos paro y más bienestar general, aunque exija sacrificios. Y si echo la vista a lo realizado, no veo nada que lo asegure. Solo la defensa de las elites económicas y de los oligopolios.

¿Cambio de modelo productivo? ¿Educación para el futuro? ¿Desempobrecer la clase media? ¿Luchar por extinguir el paro? Si lo medito otro minuto, concluyo que todas las respuestas que he oído en campaña dicen lo mismo: no.

jueves, 14 de mayo de 2015

Pollos tecnológicos

Aunque no lo advirtamos, vivimos en un mundo atroz, donde los pollos con que nos nutrimos son sometidos a una alimentación desmesurada que provoca su crecimiento acelerado y, en consecuencia, múltiples deformidades: los huesos no llegan a desarrollarse, las patas no aguantan el peso del cuerpo. Los pollos que comemos no pueden dar ni dos pasos. Además, con la alimentación se les suministra antibióticos, de modo que acaban generándose nuevas bacterias, resistentes a los antibióticos, causantes de nuevas enfermedades, algunas de las cuales, como la gripe aviar, pasan al ser humano. 

Aunque no nos demos cuenta, vivimos en un mundo aparatoso y gris, donde las personas subsistimos asfixiadas por la comunicación constante, instantánea, carente de contenido, orientada al entretenimiento, a la formulación de banalidades y opiniones más o menos líquidas, a la necesidad inherente de demostrar que existimos (especialmente a quienes no se encuentran en el círculo más íntimo; un conjunto que de repente ha cobrado inusitada importancia). 

Aunque no lo sepamos, o precisamente por saberlo, la tecnología en lo social ha acabado poseyendo tal predominio que lo apisona todo, llega a todas partes: es el vínculo entre el pollo deforme y la asfixia vital. Lejano queda ya el ciudadano reflexivo, silente, pasivo en la creación y activo en la recepción. Lo que urge ahora es conectar, una y otra vez, todo el tiempo incluso, bajo cualquier pretexto, en cualquier ocasión, para no acabar diciendo absolutamente nada. 

Y aunque no lo percibamos, o aunque incluso nos manifestemos furibundamente en contra, todo ello hace que vivamos en un mundo incoherente e incapaz de armonizar su desarrollo. Pese al griterío de las redes sociales, las muertes de inmigrantes en el Mediterráneo, las hambrunas, las guerras, la pobreza… todo aquello que afecta íntimamente al ser humano no halla más respuesta que la indiferencia o la resignación, cuando no la oposición más hostil, porque ocuparnos de todo eso (siquiera simbólicamente, tampoco la complejidad del sistema permite mayor intención) nos distraería de nuestro verdadero propósito: cebarnos sin mesura ni sentido, ni tan siquiera necesitamos fingir para que no nos vean como seres vulgares y egoístas. 

Somos pollos engordados artificialmente, no podemos dar dos pasos. Vivimos embutidos en una comunicación estéril que nunca se calla, como en campaña electoral. Tanto hablar, tanto comunicar… y tan poco que decir.

viernes, 8 de mayo de 2015

Mis promesas electorales

Necesitamos alguien capaz de descubrir los caminos que llevan a un futuro de esplendor y bienestar. Por eso debemos echar a los actuales mandamases, tan podridos ellos, tan corruptos ellos, tan escasos de visión ellos. Dispongo de un programa político perfecto para este país, autonomía o ayuntamiento: todo vale, que mis ideas encajan magistralmente con los distintos niveles del Estado. Y lo hacen porque son promesa de un cambio radical, intenso, continuado, para lo que necesitará más de cuatro años de legislatura. Tras mi Gobierno, nadie recordará que una vez nuestro país estuvo varado por la corrupción y el dispendio.
Lo primero, la honradez. Yo la tengo, no como los de ahora. Y asegurada ésta, el trabajo: mejorar las prestaciones por desempleo y la I+D, porque solo mediante el impulso de la industria y de la tecnología, sin olvidar el ladrillo, saldremos del bache. Y como no hay innovación sin educación, aumentaré los recursos destinados a escolares y universitarios: más becas, más movilidad, más medios en las aulas, más de todo lo imprescindible para las generaciones del siglo XXI en un modelo de escuela multilingüe (inglés, alemán, mandarín, sin olvidarme de las lenguas autonómicas) al que todos accederán con iguales posibilidades. Y para una armonizada consolidación social, lucharé contra la pobreza, contra el déficit energético, en favor de la vivienda y de la cultura. Además, decisión por el emprendimiento. Cualquier ciudadano que quiera montar un negocio será decididamente apoyado y subvencionado por mi futuro Gobierno. Y para que no falte de nada, multiplicaré por tres las ayudas destinadas a dependencia, maternidad, sanidad, seguridad, sostenibilidad y fiscalidad, luchando enérgicamente contra el fraude y las multinacionales que se llevan los beneficios a otra parte. Los ricos pagarán más y los pobres menos. Reforzaré el funcionariado y eliminaré lo superfluo de la administración, respetando los recursos que necesitaré para llevar a cabo la ingente labor que me he propuesto.No sé de dónde sacaré el dinero para cumplir con todas mis promesas, pero seguro que lo encuentro porque siempre ha corrido en abundancia por los despachos en los últimos veinticinco años y en mi mandato no será distinto. 
¿No les convence? ¿Pero cómo es posible? Todos los políticos, desde Andalucía a Euskadi, pasando por Extremadura, Madrid o Barcelona, andan pergeñando formas de decir lo mismo que digo yo, pero sin mi carisma, ni mis luces, ni mi entendimiento superior de lo que quieren los ciudadanos de este país.
Y fíjense si creo en mi honradez y lucidez mental, que no pienso votarme, por fantasmón y mediocre.