viernes, 9 de enero de 2015

Lobo y no hombre en París

No deseo hablar del Islam como una amenaza, de ahí que esta columna sea contradictoria. Por una parte deseo alejarme de la exacerbación que producen los asesinatos de París perpetrados por yihadistas franceses incapaces de argumentar con sus meninges discurso alguno diferente a cómo se dispara un AK-47. La barbarie es inculta, es estéril, es improductiva y, sobre todo, es la expresión más pura que existe de la imbecilidad humana.

Por otra, la intuición dicta que, tras la violencia ciega, ha de haber algo más. Aunque no lo haya en las mentes embrutecidas de esos bestias armados, que no lo habrá: para ellos, la muerte (suya y ajena) es el objetivo impulsado por las enseñanzas de un dios, Alá, que no les importa, o un libro, el Corán, cuyas enseñanzas tampoco entienden. En tan estúpida idea fundamentan las horas de sus vidas en las que deciden acabar con las de otros que conocen mucho mejor los fundamentos de su religión, aunque no la profesen. Ese algo más, agazapado tras estas hienas encolerizadas, posiblemente sea poder, dinero, la ensoñación de una época remota que subsiste en sus fabulaciones y hacia la que quieren orientar, a toda costa, el futuro de los países islámicos, donde realmente se vive el auténtico terror fundamentalista, el continuo golpear de los AK-47, de los machetes y las bombas por mucho que nos espeluzne ver nuestra propia sangre derramada en la Europa de lo políticamente correcto, de la tolerancia infinita hacia el ser distinto (por muy déspota, opresor y delirante que sea), la que prefiere buscar coartadas antes que encarar la realidad de una locura que solo produce dolor y muerte.

De esta Europa procede una parte sustancial de estos bárbaros islamistas afectados de violencia sin límite, de las mismas ciudades abiertas y tolerantes que les acogieron un día y hacia las que vuelven ahora sus fauces desencajadas. Son fanáticos, sí, pero ni son los más pobres ni están solos. Y cuando acaben de dinamitar hasta la última hectárea de sus tierras (caso de Afganistán, por ejemplo), se derramarán aún más generalizadamente por las nuestras, donde vivimos tan encantados de ser los amos absolutos de la democracia y el progreso, que nos ofende pensar en lo incívico de una población, la musulmana, que en una amplia proporción convive entre nosotros sin integrarse (y sin intentarlo siquiera).

Hay un problema en el mundo. Una minoría fanática y persistente, continúa acumulando rabia, locura, AKAs-47 y bombas. Y no hay forma de derrotarla.