viernes, 10 de abril de 2015

Hablar muy mal

Cada mediodía, en el vestuario del gimnasio adonde acudo para sudar rutinariamente durante 90 minutos, me encuentro con chicos jóvenes trajeados (aunque resulta condenadamente difícil encontrar a un profesional al que le siente bien un traje: la mayoría se limita a vestir con el mayor convencionalismo negro o gris posible, buscando uniformidad antes que idiosincrasia) que, como yo, deciden mirar por su salud. En cierta ocasión, hará cosa de un mes, más o menos, me quedé escuchando con suma discreción lo que se contaban dos de ellos, colegas del trabajo sin duda, a quienes tengo por los más dicharacheros del centro deportivo (no son como yo, fiel reflejo de misantropía social).
Creo que la conversación de marras versaba sobre informes de algún tipo de consultoría. Reproduzco a continuación las primeras frases del diálogo que cotillamente escuché: “Estaba de puta madre, hay que tener huevos para hacerlo de cojones. Yo estaría follado si me piden una putada tan jodida”. A partir de ahí, dejé de escuchar, más horrorizado que avergonzado. En días sucesivos repetí las escuchas. Los temas siempre variaban: las palabras nunca.
A veces suelen decirme que hablo de un modo pedante. En realidad, no porque quiera yo fingir superioridad alguna sobre otros hablantes: simplemente porque no hago casi nunca uso de “palabrostias” (perdonen la hache intercalada y omitida). Pero es cierto que me abruma la extendida vulgarización del habla. Uno no se vuelve así solo por usar con exceso palabras malsonantes: también por renegar de la aportación de matices con maneras tan bastas. Y tanto se reniega hoy en día que parece imposible encontrar a dos personas capaces de hablar entre ellas con un mínimo de civilizada delicadeza idiomática.
Quizá esté yo equivocado. Quizá valga con decir que la Sinfonía Nº 3 “Rembrandt” de Cornelis Dopper está de puta madre, o que el Magnificat de Luis de Victoria es cojonudo. Total, el relativismo en este mundo postmoderno conlleva consecuencias y la balcanización lingüística es una de ellas. Pero creo que no estoy errado. De todos modos, sí puedo entender un taco cuando uno se golpea el pulgar con el martillo que habría de golpear el clavo (ocasiones en las que cabe decir “me cago en los cojones del pato de Mahoma” mientras se da saltos de dolor y amargura), como también entiendo el cariz humorístico de quien dice aquello tan viejo de “Cristo anduvo jodido, pero al final andó sobre las aguas del lago”. Lo otro, no.