Lo leí no hace mucho, en un artículo dominical, de esos
que acaban perdidos en la pila de diarios atrasados o en la basura de los
lunes. Con una prosa melancólica y afín al siglo XIX, el autor, un hombre
maduro, se lamentaba de una ausencia por él mismo provocada tiempo atrás. Tal
ausencia llevaba nombre de mujer y trazas de melancolía impregnada en mucha
sensualidad.
El autor refería sucesos de una etapa pasada de su larga
y dilatada vida: cómo en dos ocasiones distintas hubo de toparse con aquella
mujer, en ambas de muy distinto modo. La primera, desde el silencio, sin
atreverse a decir nada (conocido es que en esto de las pasiones algunos hombres
reaccionan con una timidez vertiginosa e inmanente). En la segunda, en cambio,
aturdido porque había sido ella quien propició el encuentro tras una búsqueda
meticulosa, el autor cuenta que se abandonó a seguir el curso de la vida
incluso contra los vientos y mareas de sus prejuicios.
Declara el autor cómo vivió aquel erotismo brutal con
sensaciones encontradas: por una parte, la sensualidad de aquella mujer
excepcional, que le desbordaba; por otra, que cuanto más emergían el deseo
carnal y la locura, más el miedo sepultaba su raciocinio: miedo a estar yendo a
un lugar desconocido, a convertirse en aquello que siempre rechazó, a abrazar
una fe nunca antes profesada.
Al final, la controversia se disipó con la peor de las
decisiones: hundió su vida en el fango de la lógica y rechazó a la mujer.
Cuando escribe el artículo, años después, el autor lo hace desde la melancolía
y la resignación. Es evidente que, pese a todas las justificaciones, dentro de
sí mismo refulgía la evidencia del error capaz de remover las entrañas en el
futuro y las consciencias en los tiempos pretéritos.
Ignoro lo que le parece a usted, pero en mi interior esta
clase de historias tienen algo de parábola, de fabulación, de cuento esópico, y
por eso me hacen sentir nostálgico, necesitado de algo capaz de acabar con la
desesperanza que generan. Porque estas historias son como una alerta que
interponen otros testigos de la vida para, en nuestro ciego deambular,
encontrar más fácilmente luz dentro de la oscuridad del pensamiento: una luz
muy sencilla y frágil, la de las emociones interiores (el amor, la pasión, el
miedo, la desesperanza), la luz que permite experimentar con todo aquello que,
otrora, dejamos de lado, y que, ahora, nos remuerde muy adentro, aunque no
sepamos la causa precisa para ello...