viernes, 28 de agosto de 2015

En la inopia

Me he pasado el mes de agosto en la más absoluta incomunicación. Gloria pura. Apenas he buscado sino ecos de cuanto ha acontecido por ahí fuera. Más que suficiente. He prestado mucha atención, por ejemplo, a la vegetación que, silente y con eterna paciencia, va comiéndose poco a poco las carreteras comarcales de esta tierra. Lo descubrí cuando, a la vuelta de una de mis exigentes rutas en bici, en una foto de hace treinta años comparé la imagen con lo que mis ojos habían contemplado esa misma mañana. Ahora los arcenes se desarrollan vírgenes y la hierba va convirtiendo el asfalto en piedras y grava. Por esas carreteras apenas transitan vehículos, y conforme los puebluchos que aún perviven, como el mío, vayan desapareciendo, que desaparecerán, nada impedirá que los asfaltos se conviertan en un recuerdo que nadie ya recordará.

En agosto, estas localidades de las Arribes del Duero aún reúnen su pintoresca colección de veraneantes, como siempre se ha llamado a los currantes de ciudad que pasaban en el pueblo el estío. Pero el paisanaje se viene extinguiendo, como las carreteras. Algunos jovenzanos esperan en las casas, adormecidos, su momento laboral, que acaso nunca llegue. Muchos de ellos se han sumado a la mala vida de la ciudad, trabajando en el mejor de los casos por 500 euros al mes, si llega, tras haberse titulado en económicas, psicología, magisterio o imagen y sonido. Qué más da. De esos hay miles. Los cientos de miles que vivimos aferrados a un trabajo por la sola diferencia de haber nacido antes, cuando surgieron las oportunidades que ahora desaparecen por el sumidero, somos un tapón generacional que detiene a los que arrean por detrás hasta aburrirse. Cuando explico que la solución no proviene sino de olvidarse de trabajar por cuenta ajena y exponerse al riesgo de buscar las propias iniciativas, me replican con un encogimiento de hombros o una proclama en favor de que las subvenciones cubran el coste de sus ideas.

Pasar un mes en la inopia le permite a uno descubrir puntos de vista diferente de los ecos que resuenan. Grecia es el reino de Pericles. Cataluña es Salou y Sitges. El Parlamento un buen recurso para la siesta. Tan solo las atrocidades que suceden en el Mediterráneo perturban el sueño y la quietud estival. Estando septiembre ya tan próximo, bien merece la pena seguir otro poquito más adormecido. Los grillos siguen chirriando. El jabalí, lejano, arrúa. El mundo, insospechadamente gira...


viernes, 21 de agosto de 2015

Hombres como animales

A algunos de mis amigos les causa estupor que sienta afinidad por los asuntos teológicos. Un ateo de provecho, como suelen sugerir los más delicados, no debería interesarse por cuestiones derivadas de una falsedad antropológica (la existencia de Dios). A un ateo convencido, como acostumbran a decir los más aguerridos batalladores, solo debería importarle plantar cara a curas y monjas y opusianos. En realidad, no tengo constancia de que una sola de mis amistades anticlericales se haya involucrado en eso de conocer mejor al enemigo...

El Papa argentino es un hombre profundamente signado por un amor inquebrantable a los animales. En su encíclica "Laudato si", el Papa Francisco interpreta (en mi opinión, con acierto y atinado juicio) que la leyenda de la creación, tal cual se narra en el Génesis, no justifica ni consolida la preeminencia del ser humano sobre los animales, sino que ambos en su conjunto conforman la obra de Dios, y la inteligencia y capacidad superiores del hombre sobre las bestias explican que el ser divino concediese a aquel el dominio (es decir, la responsabilidad de administrar) de la naturaleza. Como recientemente han comentado ciertos eruditos, siempre ha existido corrientes teológicas cristianas defensoras de esta interpretación ecologista y proteccionista con los animales, pero por razones de egoísmo, avaricia y estupidez (tres elementos consustanciales al aprovechamiento excesivo) se impuso la tradicional de dominación, por la que el homo sapiens dispone de carta blanca para cuantas nefastas demencias pudiera ocurrírsele.

Conozco gente, mucha, a decir verdad, cuyo amor por los animales excede con suficiencia los límites de este narrador, y aunque no encuentre en ese amor vestigio alguno del amor por Dios que refrende adecuadamente la encíclica del Sumo Pontífice, como es natural, me sentiría mucho mejor si algo de ello se le contagiase a las catervas inveteradas de embrutecidos parroquianos que estos días disfrutan mareando vaquillas y encendiendo astas de morlaco; por no hablar del 99% de nosotros, apasionados de la ingesta de carne proveniente de animales tratados con cruedad industrial, que este último es un problema de muy complicada solución (lo de las vaquillas y astados es una simple cuestión de decencia y cultura).

No necesito convencerme de que el amor por los animales es una cuestión teológica. Pero es buena noticia que, por fin, la teología devuelva esta cuestión a su lugar preciso.

viernes, 14 de agosto de 2015

La peor lacra de nuestro tiempo

La peor lacra que nos asola no es la del terrorismo islámico. Ni el desempleo. Ni los políticos. Es la maldita y repugnante violencia machista que extermina a las mujeres gota a gota. Esa violencia y criminalidad que ya aflora en las conductas de los chicos jóvenes cuando, incapaces de dominar sus instintos salvajes de dominación y posesión sobre la chica que les atrae, no dudan en imponerse del modo que sea, bofetadas e insultos incluidos, para impedir que se conduzca libremente de acuerdo a sus legítimas decisiones, porque para ellos, los machos, las hembras han de asumir con resignación que una vez que les han puesto el ojo encima son suyas y de nadie más, y que por muy honrada y leal que sean sus conductas, afuera hay otros machos con capacidad suficiente para hacerlas sucumbir a sus encantos, porque en el fondo, esos machos que dominan a una mujer con saña y enamoramiento, saben que no son sino mediocridades antropológicas a los que cualquier otro puede sobrepasar, y de alguna manera han de superar su insignificancia emocional.

El machista repugnante, cuando acaba emparejado con la chica que pretende, lo primero que hace es eliminar su careta de príncipe azul y propinarle, en la intimidad del hogar, cuantas palizas sea necesario con tal de dejar bien claro quién manda allí. Para la mujer, el dolor más atroz no son los golpes o las costillas rotas o los moratones en la cara y los brazos: es el silencio con el que ha de arrostrar su drama personal ante el miedo o la incapacidad de su propia familia y amigos (si le queda alguno); es la tragedia que se cierne sobre ella cuando vienen los hijos que, más pronto que tarde, verán sus lagrimas y sus sollozos y su miserable malestar; es advertir perfectamente que, cuanto más tiempo pase, será peor, y que nunca, aunque decida separarse, podrá alejar la sombra abominable de ese hombre al que un día creyó amar, una sombra que quizá desaparezca con su propio asesinato.

Queda un dolor más. El de la justicia, inservible. El de los informes de los psicólogos forenses, siempre acobardados a la hora de describir con exactitud a ese macho detestable. El de las acusaciones de mentirosa, de embaucadora, de querer convertir la vida de ese hombre ejemplar en una tragedia.

Todos estos dolores desaparecen con la muerte. Con nada más. Tan modernos, tan repletos de leyes, y no somos capaces de aceptar que hemos de perseguir (hasta el agotamiento) a la más terrible lacra que nos asola...

viernes, 7 de agosto de 2015

Carreteras nuevas

Han pasado lo menos veinte años desde la última vez que recorriese en bicicleta las Arribes del Duero. Entonces aún no habían declarado a estas tierras Parque Natural y resultaba infrecuente toparse en pleno recorrido con la cantidad de aguiluchos, milanos, buitres, azores y demás especies aviarias que pueblan hoy día los montes y campos. El asfalto por el que entonces transitaban los vehículos estaba repleto de baches y socavones, de estrecheces y curvas maliciosas, siempre discurriendo pegado al río Uces y a cualquier vuelta de los picones donde anidan el jabalí, la liebre, las perdices o el lobo. Pedalear no era el deporte suave que es ahora. En muchos de estos kilómetros rompí una cantidad apreciable de radios entre frenazos y rugosidades viarias. Ahora, en cambio, los primeros kilómetros de descenso al barranco del río permiten enganchar largos desarrollos y bajar a tumba abierta sin ningún peligro. En cambio, los ascensos y puertos, de los que hay buen número, siguen siendo igual de exigentes y reventadores a pesar de las suavidades asfálticas. He de confesar que volví a casa con las piernas endurecidas como troncones de roble.

En mi periplo encontré que las diferentes localidades de la Ribera se han clonado unas con otras, todas ellas exhibiendo empacho de casas rurales y restaurantes de carnes a la brasa. En esto se han convertido los antaño agropecuarios pueblos. En su mayoría mostraban escasa clientela: imagino que el atractivo de las Arribes no puede parangonarse al del Mediterráneo por mucho que las autoridades se empeñen en iluminar estos campos rocosos del cañón del Duero en el nuevo destino predilecto del turismo de interior. Podría matizar el discurso oficial reseñando que estos parajes son apetecibles para una escapada corta donde uno no debe dejarse más cuartos de los imprescindibles. Lo que no me explico es cómo siendo esta una tierra pecorina no se ha explotado mucho más la industria gastronómica... ¿Falta de emprendimiento? ¿de convicción? Acaso subsista la extendida creencia de que el turismo, dondequiera que se mire, lo resuelve todo.

En estas largas rutas ciclistas que este año voy realizando, me encuentro con muy pocos ciclistas jóvenes. ¿Acaso se quedan los jóvenes en la cama? Pubs y discotecas subsisten por el dinero que ganan los padres ordeñando unas ovejas que ellos ni desean mirar. Permanecen recluidos en casa. El índice de paro juvenil es del 60%. Las ganas de cambiarlo, casi nulas.