A muchos no les importa en absoluto la crudeza de las
imágenes que estos días se contemplan en los medios de comunicación.
Posiblemente digan, voz en grito, que les horroriza por aquello de que las
poses de indignación ante lo que sucede a otros seres humanos parecen
obligadas cara a la galería. Ignoro qué cifra ilustra verazmente ese “A
muchos” con que comencé esta columna. Pero seguramente es mayor de lo que la
decencia del pensamiento quisiera que fuese.
No sé si usted ha vivido algo similar a lo que voy a
exponer a continuación, pero yo he debido encarar, y en más ocasiones de las
necesarias, sobre la fríamente denominada “crisis migratoria”, argumentaciones
como “que se vuelvan a su país, que vienen a quitarnos el pan y las ayudas para
el comedor de los niños”, o como “si yo siento mucho lo que les pasa, pero ese
problema que lo resuelvan sus gobiernos”, o incluso como “¿por qué voy a tener
que pagarles yo de mis impuestos con lo mucho que nos falta a los de aquí?”. Lo
peor de todo no es tener que aguantar estas aberrantes opiniones en aras de ese
relativismo imperante según el cual todas son legítimas y respetables, sin
serlo (realmente, aunque tengamos el derecho a opinar, mayor habría de ser la
obligación de callar). Lo peor es tener que asistir a esta barbarie dialéctica
de manera impertérrita, porque quien así habla jamás entenderá una sola de las
razones que se le expongan en contra.
Las caravanas, las pateras, las mafias del transporte,
los cadáveres asfixiados, las masas de gentes hacinadas en cualquier
transporte… son todos acontecimientos espeluznantes y deberíamos obrar en pos
de su erradicación total y definitiva. Pero, e incluyo en cuanto voy a decir a
continuación a los gobiernos de nuestra UE, nuestra insolidaridad, nuestro
miedo zafio y asqueroso, nuestra hipocresía y cinismo, son todas ellas
actitudes aberrantes. Nos obsesionamos con lo que encierran nuestras fronteras,
con el bienestar de los nuestros, con la felicidad de nosotros mismos, cuando
deberíamos vivir obcecados en hacer que la dignidad no supiera de razas,
pasaportes o geografía.
Algunas veces no parece que vivamos en España, un país
rico y próspero de Europa, continente igualmente rico y próspero. Lo que parece
es que vivimos en un pedazo de tierra aún más pobre que la más paupérrima de
las aldeas destrozadas por el fanatismo que mata y asola y extermina, y a cuyas
consecuencias respondemos cerrando fronteras, ojos y oídos.