jueves, 29 de octubre de 2015

Se fue mi ídolo

Es frecuente que alguien pregunte a otra persona por su ídolo. Una pregunta demasiado habitual y común. La idolatría sobrevive en el magín de los humanos cambiando representaciones y causas. Nunca desaparece. Las artes, el famoseo, el cine, los negocios, los deportes…todos ellos son sustratos de los que surgen personas destacadas que logran abatir el rutinario desinterés de millones de seres, presentes o futuros. No me enorgullece decir que, una vez, yo también sentí idolatría por alguien a quien nunca conocí y nunca conoceré. Y lo hago como algo excepcional en mi convicción de que todo tipo de idolatría, perdurada a través del tiempo, es perjudicial. Pero el objeto de mi fascinación me llegó en su momento de manera tan poderosa, hiriendo tanto la sensibilidad de mi alma, entonces muy joven, que jamás supe ni quise sacudirme la subyugación de esta incoherencia personal.

Mi ídolo se llamaba Mary Kate Danaher, es decir, Maureen O’Hara, la pelirroja solterona de la idílica Innisfree donde John Ford emplazó amor, cerveza, carácter, concordia y sensibilidad en “El hombre tranquilo”. Posteriormente la descubrí en otras obras cinematográficas que, con indiferencia de su aparición (que tenía la cualidad de maravillarme siempre, fuera cual fuese su presencia), me resultaban todas del todo incuestionables. Porque, ¿cómo no recordar a la profesora Louise Martin, de quien el acobardado Albert Lory (Charles Laughton) se siente enamorado (como todos nosotros), que continúa leyendo a los alumnos la Declaración de los Derechos del Hombre que estaba explicando su compañero en clase hasta que los nazis se lo llevan? ¿O a la hermosa pero doliente Angharad Morgan por quien, mientras su velo de novia es zarandeado por el viento, oculto en el fondo mientras un coro canta “Guide Me O Thou Great Jehovah”, el hombre que en realidad la ama llora silente cómo ella acude al altar en “Qué verde era mi valle”?

Romperé una lanza en favor de mi idolatría (realmente no conozco otra salvo que pueda confundirse con ello la admiración). Maureen O’Hara me permitió acceder a un mundo e incardinarme (sin oropel eclesiástico) a la belleza que la gran pantalla ha sabido siempre transmitir (quizá no tanto de un tiempo a esta parte). No a lo que representaba (fama, dinero, éxito…), sino a lo que construía. Por eso yo nunca quise ser como Mary Kate Danaher, ni tampoco soñé con amarla. Solo pretendí que me guiase por un mundo de arte, verdad y belleza sin parangón.

viernes, 23 de octubre de 2015

¡Todos a la cárcel!

Desde los episodios de Guadalajara, cuando un Ministro del Interior y un alto cargo suyo fueron enviados a prisión, condenados firmemente, rodeados de la simpatía, el afecto y el apoyo de los suyos, yo no había vuelto a ver semejante despliegue de cariños ante la acción de la justicia. ¡De la injusticia!, gritarán algunos. En este bendito país, como decía el otro hace unos días, por robar una bicicleta le pueden a usted arruinar la vida, pero por llevarse por delante las leyes del Estado puede que incluso le erijan un monumento.
Artur Mas quiere ir a la cárcel. Es lo que colijo del espectáculo que están montando en Barcelona. Don Arturo no quiere pasar inadvertido por la Historia: ésta ha demostrado en numerosas ocasiones que no se puede ser libertador sin haber pasado por presidio. Uno ha de forjar su destino bajo el látigo enemigo, con grilletes ensangrentados, con los huesos corroídos por la putrefacta humedad de la trena. Poco importa que el resto sea mediocre, cuando no risión vergonzante porque no tiene otro nombre la sucesión de desatinos: pasar de 62 a 50 diputados tras convocar unas elecciones innecesarias; abrazarse con los republicanos (que están haciendo su agosto, agazapados a la espera de la carnaza en que se ha de convertir don Arturo); destrozar la coalición al frente de la cual había sido elegido; y por último, ocultar sus innumerables errores tomando la tangente de la independencia, y no de un modo inteligente y político sino tal cual se saborea en la calle, que es quien manda ahora mismo en Cataluña, con su proliferación de insensateces y discriminaciones. 
Cual plena galerna, la política catalana está sembrada de barcos zozobrantes, cuando no hundidos. Qué lástima ver que una de las regiones más ricas de España de repente avente el absurdo aroma de la revolución de los antisistema. Por si fuera poco, el espectáculo se completa con el circo instalado frente a las puertas por donde entran a trabajar las togas del Tribunal Supremo catalán. Por supuesto, todo espontáneo y en defensa de la democracia. Porque democracia es siempre lo que dicen quienes más alto berrean. Y el resto a callar, a menos que se viva la palpitante realidad enloquecida del pueblo elegido.
Don  Arturo acabará pasando unos días o unos meses a la sombra. Y cuando salga, quizá se encuentre que la solución a sus males se encuentra en la nueva aritmética parlamentaria del Congreso de un país al que odia porque no le queda otro remedio…

viernes, 16 de octubre de 2015

La sutileza que acabó con Quiroga

No les voy a hablar de actualidad política, aunque haga uso de ella. Primero, porque en DV prefieren que no lo haga. Y segundo, porque más apasionante que disertar sobre los detalles de una dimisión política de actualidad, lo es hablar sobre las intrincadas sutilezas en que se sustentan dichos detalles. Porque ya me contarán ustedes si la distancia que media entre una condena y un rechazo no es asunto baladí. Dicen que en política hay que cuidar las formas (todos andan obsesionados con la dichosa corrección), pero en realidad las formas en política son balas de artillería muy pesada que no cuidan de nada.
Fíjense si no lo que va en el juego de las expresiones a la hora de referirse al repudio a la ETA. Los conservadores encuentran su agarre en la condena, los abertzales en el rechazo. Para quienes nos sentimos asqueados de la barbarie humana y sufrimos con el sufrimiento infligido por los asesinos terroristas, sin paliativos ni entendimientos espurios, el anterior juego dialéctico es simplón y solo se entiende como una manera (política) de mostrar de dónde se proviene: no hacia dónde se va. La realidad del mundo, a lo largo de sus eternos siglos, establece que el futuro se construye atravesando los parajes más abruptos por los caminos más difíciles, los que exigen sacrificios nobles e imprudentes. Caminos que, no obstante, no restan un ápice a que en el pasado ha sucedido. Y pese a ello, cómo parece constreñir el endeble atavío del verbo a la hora de decidir cuándo un político es activo o deja de serlo.
Es imposible que, pese al silencio oficial, siempre frío, y el asentimiento individual, siempre obligado, de un partido tan complejo como el PP, todas las voluntades coincidan en una misma e idéntica opinión. Máxime si ésta se expresa en un documento donde se propone una confección de la paz que dé carpetazo definitivo a años y años de terror felizmente superado (que no olvidado). Todas las propuestas de paz acaban siempre con la muerte política de sus precursores. Unas veces a causa de un objetivo errado. Otras, por un verbo mal elegido. Y entre sus páginas, como no podía ser menos, la lucha ciega y despiadada por el poder.
Me gustaba a mí Arantza Quiroga, aun no siendo yo votante de su partido. Fue valiente su decisión. Pero la espantosa descomposición del partido con cuarteles generales en La Moncloa ha causado su defenestración y otorgado a sus votantes y electores una oportunidad perdida, otra más. Euskadi mira a Terranova.

sábado, 10 de octubre de 2015

A vueltas con la urbanidad

Me reprocha una lectora que, hace unas semanas, mencionase el ejemplo de unas niñas rumanas lenguaraces, desvergonzadas, maleducadas sin duda alguna, que se encararon conmigo (y con no poca soltura y desparpajo, justo es reconocerlo) por reprocharles que gritasen sin ninguna consideración por quienes allí, en aquella terraza, tratábamos de disfrutar de una cerveza (en mi caso, con un colega del trabajo). "¿Acaso los niños españoles no son igual de maleducados?", me pregunta. Y yo, que adivino sus tejemanejes para declararme xenófobo, no importa que no lo sea (pues no lo soy), replicar quiero a esta lectora, pues su crítica no es constructiva: solo intenta hendir una lanza en mi costado.

Y héteme aquí, el pasado viernes sin ir más lejos, acompañando al enano a su clase de natación, cuando, saliendo del polideportivo, y al punto de abrir la puerta de salida, un grupo de mozalbetes, todos incuestionablemente carpetovetónicos, sin miramiento alguno, nos atropella para entrar ellos primero, antes de que salgamos. Yo, que no me callo nada, lo reprocho en voz alta (de un tiempo a esta parte no dejo de censurar comportamientos ajenos). Y uno de ellos, el unico que no me miró avergonzado, sintiéndose protegido en el centro del grupo, me responde insolente. Créanme si les digo que a punto estuve de soltarle un guantazo, y si no lo hice fue porque en ese fugaz instante pensé que el guantazo debía dirigirlo a sus padres. No me he vuelto violento. Simplemente empiezo a estar harto.

Harto porque, en el colmo de esta desachatez casi univeralmente aceptada del "todo vale", parece que lo único que vale es ser desconsiderado e incapaz de manifestar respeto por norma alguna, las de urbanidad menos que ninguna otra. Harto porque no son los críos los maleducados, lo son también los padres en su inagotable egoísmo y afán de comodidad porque, lejos de inculcar ciertos valores a sus retoños, les permiten un libre albedrío rayano en lo repugnante (a eso le llaman ser colega: los padres-colegas es la manera original de desentenderse de una educación necesaria para los hijos porque, seamos francos, ellos siempre la despreciaron).

De esta falta de urbanidad derivan luego todas las inculturas que en el mundo coexisten. Porque, si no enseñas a tu hijo a ceder el asiento del autobús a un mayor, por creer que ambos tienen idéntico derecho, ¿cómo le vas a enseñar a leer cosa alguna diferente a los créditos del último juego de la playstation, si es más costoso? 

  

viernes, 2 de octubre de 2015

Otoño 2015

Llevo varios años asomándome a ustedes desde esta ventana del Diario Vasco y, en todos ellos, llegando octubre escribo sobre el otoño. Como si fuese inobjetable apaciguar los fuegos impenitentes del verano. Asumiendo que en la hoja amarillenta que se deposita sobre las aceras con el resto de la seroja, diese comienzo el viaje interior que conduce ineludiblemente al frío anímico, a la desnudez infecunda del invierno. 

En 2015, este año que principia a terminar hoy mismo, mientras redacto estas frases sin otro motivo que el de mostrar mi pensamiento, nada más, no vislumbro que el otoño traiga consigo novedad alguna con la que equilibrar, cuando no enderezar, los rumbos distraídos del estío. Ni siquiera la ortegassetiana “conllevabilidad” independentista de ciertos territorios patrios parece acuciar demasiado. Seguimos siendo el país que éramos, acaso más en silencio por tenso que resulte para unos y otros. Los problemas de la convivencia no son afines a los ciclos anuales de masas de hojas muertas que se barren y ya está, asunto resuelto: la mansedumbre de la naturaleza desconoce el egoísmo (esencia natural del que se considera distinto), la soberbia o las ambiciones desmedidas que tan bien reflejan las muchas inquietudes del alma humana. 

En este otoño que ha arrancado con una Luna enorme en el firmamento, atravesada por la sombra que proyecta nuestro mundo, las proclamas parecen aburridas, tanto como aburridos son quienes repetitivamente machacan nuestra paciencia con el sonsonete de sus falsas políticas y sus verdades falsas. De repente nos hemos sacudido el polvo de la crisis y ya nadie habla de las dificultades que sufren muchas personas en su vida diaria, como nos interesa más el engaño germánico de los motores diésel que los ahogamientos apátridas del Mediterráneo. Hojas, hojas que caen, macilentas y resecas, hasta cubrir el espacio donde pisamos, hojas que ya no tienen la menor importancia, hojas muertas repetidas. 

El mes de octubre contiene, también, la más triste remembranza que pesa sobre la memoria mía. Porque una de las hojas caídas fue la de mi padre: dos años hace ya que no regresará por primavera. No acabo de habituarme a la ausencia definitiva. Sigue faltando algo. Dicen que al dolor uno se encalla. Y es cierto. Pero no al recuerdo, que se vuelve cada vez más y más pálido, como si quisiera anunciar que en el otoño siguiente habrá de volverse por completo transparente, que es algo así como el olvido…