viernes, 20 de noviembre de 2015

Europa intimidada

Parece un problema, pero no lo es. Es mucho más. Parece una guerra soterrada, encendida por el látigo del fundamentalismo que odia lo que el ser humano construye. Pero es también mucho más que eso. Parece el terrible aliviadero por donde fluye ahora toda la tensión almacenada durante lustros en no se sabe bien qué círculos antropológicos de personas convertidas no a una religión, sino a una causa profética. Y, de nuevo, no lo es. Parece muchas cosas esta súbita irrupción, tras años de indolente olvido, de odio y muerte y sangre. Y, no siendo ninguna, es todas ellas.

Que de repente los líderes europeos alcen sus voces de guerra y dolor, llamando a la población a no olvidar que la respuesta (la venganza, las consecuencias) está pronta, no deja de ser una pantomima de quienes se creen llamados no sólo a representar el país que gobiernan, también a liderar su moral y los derechos y libertades de que disfrutamos. Ellos, quizá los seres con valores más líquidos y entrampados en cálculos electorales (Francia está repleta de políticos que por unos miles de votos han consentido la creación de inmensos guetos musulmanes donde la ley no quiere actuar), de repente se nos aparecen sólidos y firmes, guerreros e iracundos. Y me pregunto dónde estaban ellos cuando la ira estaba extendiéndose como un cáncer hasta el límite de nuestras fronteras, dónde quedaron sus convicciones ahora férreas cuando diseñaban esas políticas que siempre favorecen a los mismos y no dejan de generar imensas bolsas de descontento y repulsión.

Les escuchamos porque tenemos miedo de que nos maten en esta tierra donde no hace tanto se iniciaron las peores guerras que ha conocido el hombre. Les escuchamos ahora porque no teníamos miedo de que mataran a otros que no éramos nosotros. Pero la cruda realidad es que carecemos de fundamentos y convicciones que ayuden a dar solidez a nuestra civilización. La creemos insuperable y, en cambio, no es sino decadente. Pero nuestras normas son líquidas, y suponemos en ellas una capacidad magnífica. Por no creer, ni siquiera creemos en valores ciertos, a los que tachamos de convencionales: sólo tenemos fe en verdades relativas, tan manoseables como un trozo de arcilla que no sirve para nada. Un ojo con la Torre Eiffel, esa es nuestra única reacción lamentable.

Europa amedrentada. Por la violencia de otros. Europa proclamando venganza. Europa decadente, que se sumirá en su sueño de gloria tan pronto como callen las pasiones del momento