lunes, 28 de diciembre de 2015

Mariano en Navidad

Ha querido la cuestión parlamentaria que estas navidades entremezclemos los turrones con los asuntos de gobierno: de formación del nuevo Gobierno, quería decir. El electorado ha decidido que en estos cuatro próximos años exista una estructura de poder muy compleja a la que poco o nada están acostumbrados nuestros gerifaltes más señalados. Nada de mayorías absolutas (o al menos, no para que un endeble mandamás se dedique a permanecer inmóvil. estrangulando a la clase media, mientras contenta a sus muchos corifeos). Y por supuesto, nada de experimentos rupturistas y nada de diálogos de sordos. Si en algo hay que admirar el comportamiento del electorado español, es por su capacidad para provocar una solución innovadora en la gobernanza entre una serie de líderes a los que podríamos calificar, sin errar demasiado en la crítica, como los más posiblemente mediocres que han pasado alguna vez por el hemiciclo.

Cuando la política se convierte en trincheras donde los partidos buscan perpetuarse en sus asuntos, primero, con la excusa de estar luchando por los ciudadanos (mentira), estos reaccionan moviendo todas las piezas del tablero (unos más enérgicamente que otros, ya sean indignados o simplemente quejosos). Lo de practicar recortes a diestro y siniestro es lo que tiene, que enfada a quienes te eligen y mucho más a quienes no te han elegido. Es una enseñanza dura, pero inequívoca. Mantener la creencia de que la mayoría absoluta es algo consustancial a la política te lleva a minusvalorar al resto de adversarios y a toda la opinión pública, y además no te convierte en estadista sino en vulgar atropellador de sensibilidades.

Vamos a estar divertidos. Al menos por un tiempo. Las invocaciones a la gravedad de la situación en caso de que los contrarios no apoyen tu investidura, don Mariano, es simplemente no haber entendido nada, salvo las soflamas del propio ego avergonzado de comprobar que en cuatro años se ha desperdiciado una oportunidad única e irrepetible. Si por mí fuera, merecido tendrías el destierro y el olvido. Claro que algunos contrarios vienen proclamando estos días ciertas insensateces que convierten tu pasada política sin concordia y sin reformas en un cuento de hadas aún más ignoto. Ya no sabe uno dónde mirar.

Lo siento por usted, don Mariano: aunque los acuerdos te lleven nuevamente al poder, porque has vencido, pero no pienso concederte el beneficio de ninguna de mis muchas dudas. 

Por supuesto. Feliz Año a todos.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Guerras galácticas

Queco hoy cumple once años y, como regalo, su madre le va a llevar esta noche al estreno de la última película de Star Wars. Pueden imaginar la emoción que sentirá cuando lo sepa, porque de momento no sabe nada. Lleva unos cuantos días hablando de ello, tácitamente nos solicita a uno de los dos que compremos las entradas, pero en esta ocasión yo me he hecho el sueco para no chafar la sorpresa que quiere depararle su madre. En buena medida, ver y disfrutar de su entusiasmo me recuerda al día en que mi padre nos llevó a ver a mis hermanos y a mí  "La Guerra de las Galaxias".
Esa película siempre fue mágica para mí. Yo era muy niño y todo lo que veía en la pantalla, desde la estupenda fanfarria musical, las letras inclinadas flotando por el espacio, las naves espaciales, los sables láser, los malos enmascarados y los robotijos parlanchines, me parecían más perfectos que mis propios sueños. Yo siempre fui Luke Skywalker y, como él, sufría ante la puesta de sol de la estrella binaria de Tattoine mi aislamiento en un remoto planeta, lejos de la Rebelión que luchaba contra el maléfico Imperio. Por supuesto, luego vendría un maestro sabio y anciano, una princesa encantadora, una herocidad fortuita junto a un contrabandista encantador: en definitiva, una aventura maravillosa. ¿Qué más podría tener un niño como yo para descubrir que la magia puede hacerse realidad siempre que alguien se empeñe en contar magistralmente nuestros sueños en una gran pantalla de cine?
No ha vuelto a haber película como aquella. Las posteriores entregas, alguna de ellas magistral, carecieron del espíritu aventurero y candoroso de la original. El resto de filmes, sencillamente deplorables, no fueron sino parte de la gran maquinaria del dinero. Como la que hoy se estrena, supongo. Aunque la doy por buena cada vez que veo la carita de felicidad del enano, su nerviosismo entusiasta y sus ojos gozosísimos ante los carteles que anuncian el filme. E incluso porque me veo a mí mismo igualmente emocionado con rememorar los días previos en Zaragoza del estreno de La Guerra de las Galaxias y las colas de aquel día que daban varias vueltas a la manzana del cine.
Da igual lo que sea esta nueva película. Seguramente ha habido demasiado ruido y sigo prefiriendo el título en castellano. Pero ante todo, lo que espero de ella es regresar a mi niñez y sentir asombro y una extraña sensación interior de que, en efecto, soy el héroe de una galaxia muy lejana.


viernes, 11 de diciembre de 2015

Promesas

Tiempo de hacer promesas. De declarar intenciones. De vender humo. De engañar y de convertir en verdades las mentiras. Estamos en campaña electoral... No sé si usted, caro lector, ha decidido o no su voto. Para no modificar mi costumbre, pues no encuentro razones que me impelan a hacerlo, yo seguiré sin votar a nadie. Pero mientras llega el día de ejecutar mi abstención, sigo escuchando las promesas que unos y otros blanden en la arena.
En los carteles aparece Rajoy, ese soso y aburrido señor que ha morado la Moncloa en los últimos años, estableciendo que va a bajar no sé cuántos impuestos tras haber creado no sé cuántos millones de empleos.  Enfrente, sin atisbo de profundidad alguna (tampoco don Mariano la tiene, por mucha gravedad que aparente), está Sánchez, vestido de camisa y sonrisa, desconocido para muchos y de complicado discurso, que habla de becas y sueldos dignos y ayudas a empresas y libertades (está visto que nos sigue sobrando el dinero igual que sobraba hace treinta años, porque sigue estipulándose la importancia de subvencionarlo todo a fondo perdido). En el flanco derecho hay un señor de Murcia, digo de Barcelona, a quien aún no he tenido el honor de escuchar pese a las muchas veces que lo he intentado, por lo cual hablar de él me sigue pareciendo un misterio. Y en el flanco izquierdo, el inefable Pablemos, lidera a los angustiados que en el mundo habitan y a los indignados que han olvidado las razones de su enfado.
En la prensa tratan de convencer de que entre estos cuatro, si no en todos ellos, se encuentra el futuro de los tiempos venideros de España. Y mientras los unos desgranan sus interminables promesas, con la locuacidad de quien sabe que abiertas las urnas tendrán que jugar a desmentirse los unos a los otros y viceversa, en las redacciones se calculan probabilidades, combinaciones, permutaciones y demás artilugios estadísticos. Cuán importante será el voto que luego los unos harán lo que les venga en gana y los otros interpretarán lo que más rabia les confiera sus cábalas.

Como tampoco espero mucho de ninguno, el día 21 me sentiré igual de satisfecho que ahora mismo. Total, las grandes proclamas ya no se las cree nadie salvo los acólitos, y hace tiempo que ningún líder habla de la necesidad de reformar la Administración (y casi también el Estado) o de acometer los detalles menores de todo este artilugio nacional. Cataluña, mientras, guarda silencio. Euskadi, en cambio, toma posiciones. 

viernes, 4 de diciembre de 2015

Abengoa

Esta semana escribo desde Asturias. La siderurgia en estos valles donde don Pelayo inició la insurrección cristiana contra la religión de Alá, sigue siendo poderosa. Tengo la impresión (muy corroborada en España, no así en otros países) de que las mejores empresas no son posiblemente las grandes, sino las medianas. Conozco muy buenos empresarios asturianos, nadando en la abundancia, que pueden impartir inopinadas lecciones de negocios sin necesidad de aparecer en el Ibex. Y no solo de aquí, pero estos días me toca predicar desde Covadonga…

No acabamos de zafarnos de los aherrojamientos de la crisis, de llenar los pulmones del aire fresco de la liberación de los tiempos recientes, cuando, como un mazazo, desde la otra punta de la península, la de rubicunda herencia árabe que una vez albergase el califato más deslumbrante y avanzado de los tiempos del Medievo, una noticia anuncia que el imperio Abengoa se ha desplomado llevándose por delante un número de víctimas aún por determinar. Las grandes empresas caen siempre haciendo mucho ruido. Y demasiado daño.

Por supuesto, la inevitable serie de incuestionables: uno, que en su consejo de administración (esos lugares donde el dinero te cae al bolsillo por el simple hecho de haber sido designado tal, sin necesidad de obligación alguna) se han sentado políticos afines al PP y al PSOE (si hubiese un tercero en la ruleta añadiríamos otra sigla más al contubernio) porque el negocio comercial se sustenta en las volubles alas del boletín oficial y en los favoritismos ideológicos; dos, que las cuentas las ha auditado otro gigante, pero de las auditorías (pobres de estas empresas hercúleas si fuera un simple David quien mirase con lupa sus números y finanzas); tres, que posee una plantilla de magníficos ingenieros y técnicos que, sinceramente, ni merecen lo que les está pasando ahora, ni tampoco la zafia política de recursos humanos con que siempre se distinguió a este imperio quebrado.

Felipe Benjumea, hijo del fundador, fue expulsado de su empresa por la banca no hace tantos meses y se llevó una indemnización de 11 millones de lereles (recuerden Volkswagen). Por las calles de Híspalis, la presidenta agoniza buscando que salven la empresa (recuerden Pescanova). En el sector, las devoluciones de pagarés comenzaron hace un par de meses (ya se rumiaba algo). Las agencias sabían lo que se venía cociendo. En definitiva: Abengoa. una nueva palabra maldita que otrora ocupase el empíreo.