viernes, 25 de marzo de 2016

Semana de pasión

Semana de una pasión desacostumbrada, si bien últimamente temida. Semana de una sangre derramada sin expiación ni pecado. Semana de pasión inocente. Semana de santos desconocidos. Semana sin resurrección.

De nuevo, el castigo. El perpetrado por quienes conciben la vida como una guerra continua, perpetua, de guerrillas urbanas, de bombas que asolan suburbanos o aeropuertos. Las alarmas, siempre encendidas, pero siempre apagadas. No queremos vivir en un mundo donde la muerte espera en todas las esquinas. Bastantes esquinas luctuosas disponemos ya en nuestra singladura como para preocuparnos de las que ni son oscuras ni irradian hedor alguno, justamente las favoritas de esta recua de matariles modernos, demenciales, inhóspitos, salvajes, perfectamente atrincherados en la modernidad que odian, en la que han vivido, en la que han crecido riendo felices durante los juegos infantiles, en la que han madurado sus pasiones infectas mientras miraban de reojo a la chica que les gustaba, en la que han acumulado experiencia y rencor mientras clavaban la mirada en la pupila de esta sociedad decadente y laxa. Muy laxa.

Una vez más, acaso no la última, las lamentaciones. Bíblicas. Pascuales. De corderos degollados y sangre escrita en las puertas. El ángel del señor ha blandido su sable de fuego y derramada su furia en los hogares pacíficos que ninguna culpa esgrimen, si es que de culpa hablarse pudiera, que no se puede. Estos ángeles obscenos, inmisericordes, que debían haberse extirpado de cuajo, transitan entre nosotros mientras sus mentes trajinan la nueva inmolación, el siguiente trajín despiadado, porque están despojados de esencia humana y solo contienen en su ectoplasma un tizne de carbón rancio y asqueroso. Por no haberlos extirpado, nos fulminan. Por no haber entendido su indignante desempeño en esta vida, que dicen plagada de oportunidades, y no es verdad, ahora nos arrojan encima el libro sagrado de su guerra incendiaria.

No importa lo que digamos, siempre a posteriori, siempre tarde, casi siempre mal, aunque con razón. Y todo cuanto se diga, sin importar ya un carajo, porque la deflagración se produjo y ocasionó el dolor previsto, lo olvidaremos prontamente. Este hato de desgraciados, vergüenza de su religión, su nación y su bandera, criados entre nosotros, no merecen ni el negro de las uñas. Solo reventar sus podridos ideales medievales. Y esa es tarea que no se completa sin palabras. Aunque las palabras sean solamente el medio.

viernes, 18 de marzo de 2016

Tipos de libros

En unas tablas de madera, revestidas de fina cera, escribían los antiguos romanos. Al menos hasta Gladiator, donde los espectadores del circo recibían propaganda en papel. La escritura no era sino marcas efectuadas con unos objetos punzantes llamados estilos. Aquello a lo que se deseaba conceder permanencia era luego copiado con pinceles a rollos de papiro y, de ese modo, la cera de las tablas podía ser empleada más veces. De ahí provienen la estilográfica, el estilete y los estilos. Nuestros actuales libros provienen de los códices, una pila de láminas flexibles (u hojas) unidas en uno de los bordes. 
El problema era que, como bien ilustró el anteriormente aquí citado Umberto Eco en su más popular novela, los rollos se consumían fácilmente en los incendios. Sn embargo, los libros que se confeccionaban con pergamino (cuero de la barriga de los animales) ardían con menor facilidad, tanto por la propia naturaleza del material como por estar compuesto de páginas prensadas entre dos tapas. Los libros y los cuadernos reproducen la forma del códice. La máquina de escribir, el rollo, pero manteniendo la idea del códice, porque un manuscrito mecanografiado (válgame la incoherencia) se podía encuadernar como un códice. Kerouac, de hecho, escribió su obra “En el camino” como un rollo del ancho de una hoja de mecanografía y más de treinta metros de longitud.
Hoy en día, mucha gente lee en libros electrónicos, o ebooks. Y mucha gente, posiblemente cada vez menos, argumenta su amor por los libros clásicos en la sensualidad del dispositivo físico: la rumorosidad de las hojas, el olor de la tinta impresa, la visualización del volumen como un todo concebido en partes. Posiblemente, de esta creciente poesía llamada a posponer, por un reducido tiempo, la prevalencia del nuevo formato electrónico, que guarda idéntica forma organizativa a la de su antagonista impreso, salvo por las propiedades ignífugas de aquel, sea una poesía antes sentimental que realista. Siempre digo que lo realmente crucial en un libro reside en el contenido, así esté publicado en códices, pergaminos, folios A4 o rollo de papel higiénico. Adherir a la experiencia lectora la sensualidad orgánica del cuerpo humano es, vamos a dejarlo claro, elegiaco, pero excesivo. Mejor quisiera yo que cambiasen los contenidos que los continentes. Sigo buscando libros animados, como refería hace unas semanas, y encuentro pocos, pocos y desconocidos (tampoco podía ser de otra manera).

viernes, 11 de marzo de 2016

La isla europea

Estalla en pedazos el espacio Schengen. Así de tajante se mostró Bernard-Henri Lévy en un diario nacional hace unos días. En esta “Europa de la vergüenza” (José Oneto), cada cual mira por su ombligo sin advertir que están intercomunicados. Mandatarios catalépticos, timoratos, mediocres, viran la nao hacia los arrecifes de la barbarie y la idiotez donde pretenden encallarla. Como en la novela de Robert Musil, nuestra siempre aristocrática política se mueve, esperpéntica y vodevilesca, de salón en salón por toda Kakania, siempre buscando soluciones y evitando compromisos. Al mismo tiempo. Y mientras, la nave va. Derechita a las rocas. Sálvese quien pueda. Vacua decadencia que no es sino los instantes previos de la deflagración final. Que va a llegar, llevándose por delante todo lo hasta ahora urdido.

Se dice que la situación es inadmisible. Que se ha perdido una enorme cantidad de vidas y que se corre el riesgo de perder muchas más. Durante meses, un millón de refugiados, huyendo de Siria y otros conflictos armados, han puesto a prueba, sin pretenderlo, a nuestros mandatarios, incapaces de encontrar solución alguna. La que ahora se plantean viola todas las leyes internacionales, incluidas las nuestras (donde se prohíbe expresamente la expulsión colectiva de extranjeros): enviarlos a Turquía, ese país que combate a muerte a los kurdos, que permite el tráfico de personas y que mantiene oscuras relaciones con el Estado Islámico. Europa, la rica y próspera y vanguardista Europa, no ha hallado mejor solución que este éxodo al cadalso, la más vergonzosa afrenta a nuestra pretendida Europa de las libertades. 

Qué va. Estamos en la Europa de los alambres de espino, de la confrontación, la xenofobia, la discriminación cultural y religiosa, la Europa del racismo, la que va a descomponerse sin que podamos impedirlo y, lo que es peor, sin que hayamos entendido cuáles son los retos que debemos afrontar (¿juntos? ¿disjuntos?) en pleno siglo XXI. “¿Quiénes somos nosotros en realidad cuando, siendo la parte del mundo más rica con 500 millones de habitantes, no somos realmente capaces de acoger a uno o dos millones de refugiados?” Junker dixit. Europa ha dejado de ser un continente. Y en España, ni al ser mineralizado (Rajoy) ni al masovero (Sánchez) se les ha oído decir nada con sustancia acerca del “almacén de almas” (Tsiras): les basta con rehuirse mutuamente también en esta esquina de esta isla que una vez estuvo conectada a Eurasia.

viernes, 4 de marzo de 2016

La ecpirosis de Umberto

A muchos críticos que alguna vez han opinado sobre la producción literaria del gran Umberto Eco, la única obra que les ha gustado de verdad ha sido "El nombre de la rosa". Imagino que la mezcla de aventuras detectivescas, siempre efectiva, y de portentosa erudición rindió a crítica y público a partes iguales. A mí también. Años más tarde, otro grande, Salman Rushdie, destrozó, literalmente, su aura de escritor genial: Eco había parido un segundo best-seller tan esotérico como infumable. Qué le podía importar al piamontés, pudo vivir de réditos por el resto de su vida. Treinta años más tarde, con “El cementerio de Praga”, hice yo las paces con el genial semiólogo. 

Hoy, un par de semanas después de su muerte, todavía algunos lenguaraces críticos deploran que no se le concediese el Premio Nobel de Literatura, como si a él ese premio le hubiese importado un carajo a lo largo de su dilatada vida. Es lo que tiene hacer caso omiso a la salmodia que se esparce sobre la necesidad de disponer de un premio de renombre, de tiradas millonarias, de una calificación como autor terrible. Traigo esto a colación porque hace también un par de semanas hablé de algunos libros como último recurso que tenemos muchos lectores para satisfacer nuestra avidez de literatura de calidad en contra del universal empeño editorial por incrustarnos colosales bobadas como si fuesen verdad revelada. No miro a nadie, pero casi les estoy mirando a todos. A Eco no. 

En estos tiempos de Facebook y Wikipedia, tiempos en los que resulta fácil citar a un autor y pretender con ello pasar por erudito o lector inquieto (yo lo soy, pero iracundo), muchos recuerdan la opinión que mantenía Umberto Eco sobre los foros y plataformas de Internet. Para él, la red estaba poblada de legiones de estúpidos que manifiestan su opinión como años antes la manifestaban los paisanos, ebrios en los bares tras trasegar buenos chatos de vino (ahora chatear es otra cosa). Millones de imbéciles, decía. Podrán suspirar tranquilos. No conozco a muchos otros que hablen tan alto y claro como lo hacía Eco. Es lo que tiene decir lo que se piensa sin atender a ningún criterio de los ahora denominados políticamente correctos. 

En fin. Que Umberto Eco se nos ha marchado. Y con él, su ingenio, cultura, versatilidad y acidez, porque el italiano ha sido uno de esos imponentes cerebros que sirven para orientar pedagógicamente a unas masas que jamás se ven reflejadas en aquello que dicen admirar