viernes, 29 de abril de 2016

El plan de los 30 fracasos

Ya saben mis lectores lo poco simpático que me parece nuestro primer ministro (que no presidente) en funciones. Su nihilismo o mineralización o como quieran llamarlo, junto a esa erística vacua e ininteligible suya, con la que confronta con el sentir de la calle, son razones suficientes para negarle, por mi parte, el pan y la sal de las urnas. Pero si nos guiamos por la teoría de los contrarios, resulta que enfrente, allá donde disputan unos cuantos la izquierdosa supremacía, lo que aparece es un caballero al que conocen en su casa a la hora de comer y cuya única cualidad es querer ser primer ministro por encima de todas las cosas, incluida su ideología (de tenerla, que ya lo dudo).
En realidad, nunca le he dado crédito, para qué negarlo, pero en horas bajas llegué a sopesar la opción de su despegue y aproximación a eso que se llama “las fuertes convicciones”, que al fin y al cabo, no creo en inmovilismos. Pues no. Viniendo a México, donde me encuentro ahora, topéme en la prensa con que el caballerete había suscrito un plan de origen valenciano para aunar la voluntad de toda la ribera izquierda de nuestro cauce parlamentario. Un plan de esos que se engendran en diez minutos de ingenio como nunca antes viérase en nuestras letras, y en el que se habla, por citar tres de los treinta ejemplos, de la lucha multidimensional contra la pobreza (ahí queda eso), de agricultura de proximidad (toma ya) y redistribución europea de la riqueza. Tela, que diría el otro. ¿Y qué pasó con aquel otro plan, un poco mejor concebido, suscrito con el líder de la ce mayúscula? Como en las mejores familias, la cosa debió acabar en cuernos.
En fin. Que si la derecha se ha vuelto pija e insolidaria, como dice un amigo, la izquierda ha devenido invento improvisado. Lo mire por donde lo mire, en ese plan de treinta ladridos no encuentro sino una irresponsabilidad proverbial y mediocre para alguien que aspira a gobernar este reino de locos. No me extraña que muchos prefieran al señor que lee el Marca, ese que ha descubierto que el sentido de la vida es la eterna espera, no vaya a salirle algún corrupto más del saco (que siempre quedan), porque al de la coleta le conocemos ya la impostura, quiero decir engaño, vestida de indignación para mejor deglución del personal.
El del doctorado mantecoso, obsesionado por tocar poder monclovita, va a la deriva y a nadie puede sorprender que haya acabado confundiendo el marxismo con los chistes de Groucho.

viernes, 22 de abril de 2016

Siempre Quijote

Las letras hispanas tienen en El Quijote uno de esos escasos motivos descomunales por los que sentirse orgulloso. Claro es que el orgullo suena a cosa subjetiva, puro vapor de agua, porque ya me dirán qué petulancia puede haber en que las andanzas del manchego sean cosa nuestra mientras se presume de emplear en el habla diaria solo unos pocos cientos de palabras, con reincidencia en los verbos flipar o joder.
A quien pregunta siempre le cuento que El Quijote lo leo cada dos años sin que haya en ello postureo ni escarnio de los muchos sedicentes quitotistas pillados siempre en amnesia cuando se les pregunta por las andanzas del loco caballero. Digámoslo sin ambages: lean ustedes "El Quijote" porque, además de arrimarse a una obra incuestionable con la que saciar su satisfacción en abundancia, reirá usted a mandíbula batiente y se divertirá como nunca lo hará frente a los programitas de la caja tonta o el fútbol. Vaya, que flipará en colores.
En El Quijote aparecen molinos como gigantes y rebaños como rufianes, y eso lo sabe cualquiera porque tales episodios forman parte de la cultura popular aunque no se haya leído la obra. También aparecen cuevas donde la realidad y el tiempo son virtuales (en ello el manco de Lepanto hubo de adelantarse en muchos siglos a los Wachowski) y moriscos que se burlan de quienes ignoran que no puede haber ínsulas en tierra firme, dando lección de sensatez con ello incluso a los lectores modernos. En fin, que alimento lo hay en abundancia y, repito, bien haría usted, caro lector, en acercarse por primera o décima vez a nuestro ilustre Alonso Quijano sin necesidad alguna de que yo les escriba aquí un par de anécdotas, pero entiendan que con algo había de llenar la columna de hoy si me propongo hablar del Quijote y, además, no viene mal dar unas pinceladas con las que recordar que no estamos hablando de cualquier asunto sino de una obra magna de la historia.
Retórica aparte, ahora que algunos andan rebuscando en los huesos complutenses de don Miguel como otros lo hacen en ínsulas (offshore) financieras, no estaría mal que siquiera por un día los de la piel de toro confluyésemos en eso de hablar en favor del Quijote. Que los pocos sabios que en el mundo han sido deslumbran sin otra razón que su brutal talento y al resto solo nos queda obtener de ello el máximo aprovechamiento. Luego acudan al partido del siglo de la semana o al debate de altura de las princesas populares, que algo ya habrá quedado.

viernes, 15 de abril de 2016

Se es conde

Algunos delincuentes acaban reformándose en la cárcel. Algunos. Pocos, acaso. No he revisado las estadísticas de reinserción. Personalmente, once años a la sombra se me antojan suficientes como para hacer revisión profunda y minuciosa de los planteamientos que le han conducido a uno hasta la trena. Quienes disfrutamos de la vida en libertad a diario no valoramos en su justa dimensión la importancia de poder estar sin obstáculos con la familia, con los amigos, con la naturaleza, el sol, la lluvia, el viento, las montañas, la playa, el idiota de tu jefe, los vecinos ruidosos, el tráfico atroz y los remordimientos. Entre rejas, solo puede haber remordimiento y hastío. Las ganas de libertad conducen a dimensiones distintas del ser humano.

Pero no. A algunos el presidio tiene la propiedad de invocar la santa paciencia y ninguna reconvención. Total, la chirona lleva fecha de caducidad: no desesperemos. Y me da en la nariz que esos “algunos” provienen (todos ellos, o casi) del costal donde se atesora la molienda pecuniaria. Seamos francos. El dinero nunca aparece. Nunca se devuelve. El dinero acaba arrimándose a las offshore patrióticas donde algunos almacenan el sentimiento sobrante del amor por su estado, o a buen recaudo en cualquier suntuoso zulo alpino. El dinero sigue esperando fuera, igual que el día que se cruzó por vez primera el umbral de la cárcel. De la miseria y la violencia uno se puede recuperar, porque a la salida siguen acechando. Pero nada reinserta del afán de lucro, del poder que da el dinero (ajeno), del éxtasis orgásmico de arribar donde el vulgo populacho jamás accederá, porque el dinero tiene las manos amorosas.

El dinero (su exceso) envilece y le vuelve a uno ruin. Disipa el intelecto, enardece las ambiciones, exacerba la avaricia y el egoísmo y reduce la solidaridad y la bonhomía a meras proclamas publicitarias. Puede convertir a un brillante jurista, abogado del estado, y fulgurante empresario en un guiñapo, un polichinela, una sombra risible de sí mismo, un juguete roto y desvencijado, un escarmiento. Tanto que habló nuestro personaje en la tele, en los medios, en los libros, donde todos le escuchaban boquiabiertos por su sentido común y sus verdades como puños, y ahora solo puede callar como canalla, como miserable, granuja y gentuza, uno de los de “haz lo que yo diga y no lo que yo haga”, de la enseñanza al prójimo con hipocresía y doblez.

Calle, pues, si la presunta inocencia deviene reingreso. 

viernes, 8 de abril de 2016

Donde abundan los peces

Siempre que hablo de Panamá, saco a colación el prólogo que, a modo de divertimento, escribí para mi único libro de divulgación científica. Hablaba en él del Archipiélago de las Perlas, de un navío allí extraviado, de un tesoro oculto en alguna de sus playas, de los nativos de piel oscura, de la isla donde los piratas contaban su botín… Fue mi única incursión literaria en el país donde abundan los peces, porque la realidad istmeña la ignoro, la reduzco a esclusas, rascacielos, una historia reciente plagada de inconsistencias y un halo paradisíaco afín al de otras tierras centroamericanas que sí he visitado.

Hay países que me caen mal. Así, sin tapujos. Panamá es uno de ellos. Y me caen mal, aunque suene frívolo o injusto o prejuicioso, por las razones fiscales que todos tenemos en mente estos días. La fiscalidad es una batalla interminable que entablamos (para nunca ganarla) contra algo tan convencional como las leyes tributarias: la imposición del bien común sobre el bien individual. O eso pensaba yo. Porque tan justa derrota parece que no se fundamenta en la integridad del entramado jurídico o la convicción ética de los ciudadanos ante sus obligaciones: se pierde por carecer de dinero suficiente para entablarla a otro nivel. Y eso es lo que la convierte en lesiva y sangrante. 

Cuando usted tenga mucho dinero hará las cosas de otro modo, alejándose de eso tan molesto llamado solidaridad y demás patrañas. Y de entre esos modos distintos de hacer las cosas, uno de ellos relucirá como antaño el Corpus Christi: la de preservar todo el dinero de los impuestos, las redistribuciones y demás obligaciones penosas que nos impone el estado. Y como todo eso le parecerá, en el fondo, odioso, articulará una solución que salvaguarde su conciencia y no le desdibuje la sonrisa: crear una empresa insular (offshore), no precisamente en Barataria. Así, cuando le pregunten los periodistas, esos metomentodo de patio de abuelas, podrá responder que le dejen en paz, que todo es legal, que usted siempre cumple con sus obligaciones fiscales. 

Y entonces yo me reiré de usted, de sus millones escondidos, de su cicatero sonrojo, de su izquierdismo o su derechismo (qué más da, todos se tiñen con la insaciable sed que provoca el dinero); como me reiré de su egoísmo antropológico y sus balbuceantes explicaciones con los que quiera hacer ver que usted no es así. Me reiré, sí, como único consuelo, sabedor de que es la única batalla que puedo ganar.

viernes, 1 de abril de 2016

Patatas y cebollas

En mi pueblo se ha comenzado a sembrar las patatas y las cebollas. Como ha llovido bastante, mi madre ha retrasado unos días la siembra, en espera de que el sol caliente un poco más la tierra removida. Ya hace un año que falleció Tolín, el pastor que nos araba la huerta con su mula y su arado. Si no fuera por un primo octogenario de mi madre, José, que sigue trabajando con su añoso tractor Ebro y que se presta amablemente a ayudarnos, ahora tendríamos que remover todos los surcos con la azada. Los regueros que deja el tractor están más espaciados y son más firmes y profundos que los del arado tirado por la mula. Son menos poéticos, cierto: en mi huerta lo bucólico ha dado paso, finalmente, a lo elegíaco. Pero merece la pena no imponer la lírica de lo ancestral y pretecnológico. 

¿A quién no le gustan las patatas? Antaño, mi familia las cultivaba tanto para consumo humano como para consumo animal. Aún las recogemos a mano, claro está, doblando el espinazo sobre la tierra y dejando caer el sudor entre los terrones escarbados. Las pequeñas o hendidas por el azadón y a punto de pudrirse, se las dábamos a Tolín, para las ovejas; este año se las daremos a su hijo, Emilio, un mozo extraño con su punto de insociabilidad vesánica. Las restantes, las destinadas al consumo, se guardan a cubierto, en un casillo umbrío para retrasar la aparición de los característicos brotes en el tubérculo. En el mismo casillo almacenamos las cebollas, cebollas blancas y dulces provenientes de Fuentes de Ebro y que cultivamos desde que mi madre se cansó de la tradicional cebolla roja y picona. En casa nos gusta mucho la cebolla: quizá por eso apenas sufrimos reumatismos. 

En puridad, las pequeñas huertas de mi pueblo son un cántico aún no extinguido de la raigambre que atenaza al ser humano con su tierra. Podría extender esta consideración a toda la producción hortícola de subsistencia. Porque la restante, la producción industrializada de alimentos, desde hace varias décadas fecunda un muy distinto tipo de abolengo: el que se extiende, imparable, más allá de los pueblos, hasta las ciudades y las regiones y naciones, arrastrando a los hombres desde el campo en pos de funciones más altivas para las que no se precisa mancharse de tierra las manos. Una tierra que, luego, por cuestiones allende este humilde comentario, muchos defienden con audacia y vehemencia, con arrojo y determinación, apropiándosela, como si la hubiesen trabajado toda su vida.