viernes, 8 de abril de 2016

Donde abundan los peces

Siempre que hablo de Panamá, saco a colación el prólogo que, a modo de divertimento, escribí para mi único libro de divulgación científica. Hablaba en él del Archipiélago de las Perlas, de un navío allí extraviado, de un tesoro oculto en alguna de sus playas, de los nativos de piel oscura, de la isla donde los piratas contaban su botín… Fue mi única incursión literaria en el país donde abundan los peces, porque la realidad istmeña la ignoro, la reduzco a esclusas, rascacielos, una historia reciente plagada de inconsistencias y un halo paradisíaco afín al de otras tierras centroamericanas que sí he visitado.

Hay países que me caen mal. Así, sin tapujos. Panamá es uno de ellos. Y me caen mal, aunque suene frívolo o injusto o prejuicioso, por las razones fiscales que todos tenemos en mente estos días. La fiscalidad es una batalla interminable que entablamos (para nunca ganarla) contra algo tan convencional como las leyes tributarias: la imposición del bien común sobre el bien individual. O eso pensaba yo. Porque tan justa derrota parece que no se fundamenta en la integridad del entramado jurídico o la convicción ética de los ciudadanos ante sus obligaciones: se pierde por carecer de dinero suficiente para entablarla a otro nivel. Y eso es lo que la convierte en lesiva y sangrante. 

Cuando usted tenga mucho dinero hará las cosas de otro modo, alejándose de eso tan molesto llamado solidaridad y demás patrañas. Y de entre esos modos distintos de hacer las cosas, uno de ellos relucirá como antaño el Corpus Christi: la de preservar todo el dinero de los impuestos, las redistribuciones y demás obligaciones penosas que nos impone el estado. Y como todo eso le parecerá, en el fondo, odioso, articulará una solución que salvaguarde su conciencia y no le desdibuje la sonrisa: crear una empresa insular (offshore), no precisamente en Barataria. Así, cuando le pregunten los periodistas, esos metomentodo de patio de abuelas, podrá responder que le dejen en paz, que todo es legal, que usted siempre cumple con sus obligaciones fiscales. 

Y entonces yo me reiré de usted, de sus millones escondidos, de su cicatero sonrojo, de su izquierdismo o su derechismo (qué más da, todos se tiñen con la insaciable sed que provoca el dinero); como me reiré de su egoísmo antropológico y sus balbuceantes explicaciones con los que quiera hacer ver que usted no es así. Me reiré, sí, como único consuelo, sabedor de que es la única batalla que puedo ganar.